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Reflexiones

Sembrar dudas

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Hace ya casi una década, deslumbrado por los éxitos transitorios de las fumigaciones, el ex ministro Fernando Londoño anunció el final de los cultivos ilícitos. “El narcotráfico se acaba este año…Vaya usted a Putumayo y búsqueme un arbusto de coca. Lo podemos negociar. No hay uno”, dijo en enero de 2003. Más recientemente varios funcionarios, instigados por la caída del área sembrada en el año 2010, hicieron pronunciamientos similares, anunciaron una victoria definitiva en la lucha contra los cultivadores de coca y sus patrocinadores. Como en la guerra contra las Farc, la extrapolación optimista de los éxitos parciales llevó a un error de pronóstico, al anuncio apresurado del fin del fin. La mata que mata sigue viva. Paradójicamente.

Esta semana se conocieron casi furtivamente (ya explicaremos) las nuevas cifras sobre la extensión y la distribución regional de los cultivos de coca. En 2011, la tendencia descendente cambió de signo y el área cultivada aumentó 3%. El área total subió a 64 mil hectáreas. Desde el año 2004, el área ha fluctuado entre 80 mil y 60 mil hectáreas. Los cambios en el agregado nacional han sido relativamente menores. Pero la estabilidad nacional esconde grandes diferencias regionales. La geografía de la coca, sobra decirlo, tiene mucho que decir sobre la geografía del conflicto colombiano.

El sur de Colombia se ha consolidado como el epicentro de los cultivos ilícitos. Los cultivos de coca han aumentado en las zonas tradicionalmente dominadas por las Farc. En Putumayo, por ejemplo, las Farc han retomado el control de las arterias fluviales lo que ha facilitado la operación del negocio en general y el movimiento de los insumos y precursores químicos en particular. Las Farc están financiando activamente la resiembra de coca y usando los territorios colectivos para ampliar el área cultivada. Actualmente una de cuatro hectáreas sembradas con coca está ubicada en un resguardo indígena o en territorio de negritudes. En suma, en el sur de Colombia, el fortalecimiento de las Farc ha llevado a un crecimiento de los cultivos ilícitos. Y viceversa.

Por el contrario, en Antioquia, Córdoba y Bolívar el área sembrada con coca ha caído significativamente. Los capitales ilegales y la mano de obra se han movido del negocio de la cocaína hacia una actividad más lucrativa y de más difícil control: la minería ilegal. En el bajo Cauca y en el Sur de Bolívar, por ejemplo, las Bandas Criminales han obligado a muchos pobladores a dejar los cultivos de coca y a moverse a la minería de oro. Paradójicamente lo que no pudo la mano dura del Estado, lo está pudiendo la mano invisible del mercado. Sea lo que sea, la geografía de la ilegalidad está redefiniéndose: cocaína en el sur y en la frontera con Venezuela, minería ilegal en Antioquia, Bolívar y Córdoba, ambas actividades en Chocó y extorsión en todas partes.

Pero más allá del análisis sustantivo, existe un hecho preocupante. Esta semana el gobierno impidió la presentación oficial de los últimos datos del sistema satelital de monitoreo y medición de cultivos ilícitos (SIMCI) que coordina la Oficina de las Naciones Unidas para la Prevención del Crimen y el Delito. Ojalá los problemas políticos no lleven a la manipulación sistemática de la información socioeconómica y las estadísticas oficiales. Las angustias electorales no deberían empañar la urna de cristal.

Reflexiones

Extravíos del poder

En sus memorias, uno de los testimonios políticos más interesantes de la historia contemporánea de Estados Unidos, Robert S. McNamara, ex secretario de defensa y ex presidente del Banco Mundial, relata una conversación que mantuvo con el presidente John F. Kennedy en 1961: “En los inicios del gobierno –recuerda McNamara– tuve la oportunidad de discutir los retos de la presidencia con Mr. Kennedy. En la discusión dibujé una gráfica. El “poder” era medido en el eje vertical; el “tiempo”, en el eje horizontal. ´Señor Presidente –le dije– usted llega a la Oficina Oval con una gran cantidad de poder. Espero que se vaya con ninguno, habiéndoselo gastado en lo que considere más pertinente para la Nación´.  Kennedy –cuenta McNamara– estuvo completamente de acuerdo. “Pensaba de esa manera y creo que habría actuado de esa manera…Era un hombre que veía el mundo como la historia, con una gran visión de largo plazo”.

Muchos gobernantes llegan al poder con propósitos similares, con una visión instrumental del poder, con la intención de usar su capital político en proyectos o iniciativas de largo plazo. Pero casi todos terminan haciendo lo contrario, acumulando poder como un fin en sí mismo. En su predicción, McNamara olvida que el poder cambia profundamente a quienes lo detentan, que, con el paso del tiempo, los presidentes suelen invertir sus prioridades.

Hace ya varias décadas, el psicólogo estadounidense David Kipnis describió de manera minuciosa los efectos del poder sobre gerentes y mandos medios en las empresas privadas de su país. Sin quererlo, Kipnis escribió un pequeño tratado de filosofía política o al menos una advertencia necesaria sobre los extravíos del poder (The Powerholders es el título del libro). El que tiene poder, encontró Kipnis, se forma una visión idealizada de sí mismo: la retroalimentación negativa de los subordinados desaparece y los halagos se vuelven permanentes. Con el tiempo dedica mucho tiempo y esfuerzo en lograr más poder y tiende a usar el que tiene a su disposición en su propio beneficio. Además, la preocupación preponderante con ganar mayor influencia y control suele confundir sus juicios y apreciaciones. En fin, el poder corrompe.

No sé cuál habrá sido la intención inicial de la reforma a la justicia, probablemente tuvo, en su origen, objetivos loables, pero, como bien lo predice Kipnis, terminó convertida en una estrategia de acumulación de poder, en una transacción política en la que el ejecutivo ofrecía cierta impunidad y varias prebendas a los otros poderes públicos a cambio de mayor autonomía y menor oposición. Probablemente los congresistas se tomaron más de lo ofrecido y los magistrados no quedaron satisfechos con lo ofertado. Pero la reforma parecía una iniciativa no para gastar buenamente el poder presidencial, sino para acrecentarlo.

La Constitución de 1991 está inspirada, parcialmente al menos, en un conveniente escepticismo sobre el poder, en la idea del poder fragmentado. Pero los poderes independientes siempre son vulnerables al poder presidencial. No sólo a la intimidación, sino también a la cooptación. Como bien predijo Kipnis y como nunca sospechó McNamara, casi todos los presidentes comienzan acumulando poder para gobernar y terminan gobernando para acumular poder.

Reflexiones

Consecuencias imprevistas

Hace varias décadas el sociólogo estadounidense Robert Merton formuló su ya célebre ley de las consecuencias imprevistas, una advertencia necesaria, pero sistemática o convenientemente ignorada por políticos de todos los colores. Merton llamó la atención sobre la complejidad de las relaciones sociales y la probabilidad de que, a su turno, las acciones públicas tengan efectos inesperados e indeseados. Merton puso su dedo escéptico en la llaga (siempre abierta) de las ínfulas y los afanes de los reformadores sociales. Hizo un llamado a la modestia. Y a la paciencia. Recordó que, después de todo, el cambio social no sólo es cuestión de buenas intenciones o voluntades férreas.

La ley de las consecuencias imprevistas ha sido corroborada una y otra vez. A comienzos de los años cincuenta, en Saint Louis, Estados Unidos, se llevó a cabo una ambiciosa intervención social, un macroproyecto de vivienda popular que, en teoría, iba a revolucionar el urbanismo y la sociedad. El proyecto Pruitt-Igoe (así se llamaba) fue presentado como la ciudad del futuro y la redención de los más pobres. Decenas de miles de personas ocuparon las nuevas viviendas llenas de optimismo y buenos augurios. Pero el temperamento colectivo cambió rápidamente. Los residentes comenzaron a sentirse alienados por un proyecto que entorpecía las interacciones sociales más benéficas. Con el tiempo los residentes descuidaron las zonas comunes y sus propios apartamentos. Algunos abandonaron sus viviendas decepcionados. Otros se resignaron a un deterioro gradual pero ineluctable. El 15 de julio de 1972, el proyecto fue dinamitado. Acabó con un gran estruendo, como los malos sueños.

En Francia, proyectos parecidos han tenido resultados semejantes. En Guatemala, la mitad de las viviendas otorgadas ha terminado en el mercado negro. En Brasil, muchos hogares no han podido pagar los servicios públicos y el mantenimiento de las nuevas viviendas. Para no ir tan lejos, en el noroccidente de Medellín, en el sector de Pajarito, un macroproyecto de vivienda popular, habitado, entre otros, por los antiguos residentes del basurero de Moravia, podría convertirse en el Pruitt-Igoe colombiano.

En Pajarito, como en otros lugares, los residentes vieron menguadas las oportunidades económicas y exacerbadas los problemas sociales, la violencia por ejemplo. Las externalidades negativas de la concentración de la pobreza en espacios aislados económicamente, densamente poblados y desprovistos de la funcionalidad que sólo viene con el crecimiento gradual y espontaneo, pueden ser fatales. Literal y metafóricamente. “Fue un gran error”, me dijo recientemente un ex funcionario en un momento de sinceridad.  La ley de las consecuencias imprevistas suele ser obvia en retrospectiva, cuando ya es demasiado tarde.

Lo que está ocurriendo en Pajarito, podría ocurrir en otros lugares de Colombia si la premura política lleva a la construcción de macroproyectos improvisados. Los expertos ya hablan de la necesidad de intervenciones específicas, de una suerte de acupuntura urbana que mejore las viviendas y preserve tanto el capital social como las oportunidades económicas. Pero, como dicen, las cosas buenas toman tiempo. Por ahora sólo cabe esperar que Merton no tenga nuevamente la razón y que, en dos o tres décadas, no estemos destruyendo lo que ahora queremos construir con tanto furor.

 

 

Literatura

Meritocracia


Las palabras tienen vida propia. Cambian de significado caprichosamente. Pueden traicionar incluso a quienes las acuñan. En 1958, el escritor y político británico Michael Young publicó una novela futurista, en la tradición de Aldous Huxley y George Orwell, titulada El ascenso de la meritocracia, 1870-2033. Young quiso darle a la palabra “meritocracia” un sentido negativo, sarcástico. La novela describe el surgimiento de una sociedad estratificada, desigual, donde el éxito depende del acceso a ciertas instituciones educativas y de la posesión de ciertas habilidades mentales (estrechamente definidas). En la sociedad imaginada por Young, el sistema educativo selecciona a los ganadores, no los forma. Dicho de otra manera, descarta a los perdedores, no los redime.
Por cuenta de la evolución impredecible del lenguaje, la palabra “meritocracia” asumió con el tiempo una connotación distinta, opuesta a la originaria; se convirtió en un sinónimo de movilidad social e igualdad de oportunidades. Un “sistema meritocrático” denota ya no un sistema excluyente, sino todo lo contrario, un sistema abierto, sin roscas, ni privilegios heredados, ni favoritismos odiosos. Actualmente los políticos que desean posar de justos e independientes, proclaman su compromiso inquebrantable con la meritocracia, esto es, con el merito individual como criterio exclusivo para la selección y escogencia de sus colaboradores.
En 2001, un año antes de su muerte, Michael Young escribió un largo artículo de prensa en el que lamentaba, en tono vehemente, el nuevo significado de la palabra meritocracia. Young invitó a Tony Blair, entonces primer ministro de Inglaterra, a que eliminara de sus discursos la palabra en cuestión o a que, al menos, admitiera el lado oscuro de la meritocracia. Una cosa es la asignaciónde puestos con base en el mérito individual, escribió Young, otra muy distinta la consolidación de una nueva clase social, de una elite inexpugnable y arrogante que considera que merece todos los privilegios. “Al contrario de quienes se lucraban del nepotismo, las nuevas elites creen firmemente que la moralidad está de su lado”.
Los escrúpulos semánticos de Young son exagerados, pero no irrelevantes. Llaman la atención sobre los peligros que acechan a una sociedad donde el mérito es entendido de manera estrecha y asociado a trayectorias académicas y laborales muy específicas. Young criticó duramente al gabinete de Blair, conformado por una elite meritocrática, poseedora de unas credenciales impecables, pero, en últimas, un buen ejemplo de las nuevas formas de exclusión. Lo mismo podría decirse sobre el gabinete de Santos o sobre los cuadros directivos de muchas empresas colombianas. Lo escribo sin resentimiento, todo lo contrario, con algo de pudor. Al fin y al cabo los egresados de la Universidad de los Andes, donde trabajo, figuran de manera prominente en el gabinete del gobierno nacional y en muchos cargos de responsabilidad y privilegio.
En fin, si el mérito se asocia exclusivamente con unas pocas instituciones educativas o con un conjunto estrecho de competencias, la meritocracia es casi indistinguible del nepotismo o del amiguismo. La meritocracia, sugirió Young hace ya más de medio siglo, puede ser un eufemismo conveniente para designar una nueva forma de exclusión. Esta sugerencia, sobra decirlo, no ha perdido vigencia.
Reflexiones

El odio a los políticos

Los empresarios de la indignación no necesitan innovar. Venden un producto que nunca pasa de moda, comercializan una mercancía que encuentra cada vez más y más consumidores, todos ansiosos e insaciables, a saber: el odio indignado a los políticos. Los nombres cambian, pero la lógica del negocio es la misma, semana tras semana, día tras día. Siempre habrá un senador comprado o un concejal borracho (la fuente es inagotable) que pueda presentarse (o venderse) como la encarnación de los males de la sociedad. La clase política, se nos dice a diario, es la culpable de todos nuestros problemas. Los viejos y los nuevos. Todos.

Diariamente los políticos son descritos en términos caricaturescos. Los calificativos son siempre los mismos: corruptos, codiciosos, arrogantes, carentes de conocimiento y humanidad, etc. Los matices no existen. Las excepciones confirman la regla, reafirman un diagnóstico repetido una y mil veces. En Colombia, escribió alguna vez el novelista R. H. Moreno Durán, la clase política corrompió a los narcotraficantes. Desde entonces columnistas y periodistas repiten la misma frase sin pausa, como si se tratase de una gran revelación. El público, ya lo dijimos, quiere más. Y de lo mismo. La demanda es infinita. “Tenemos los políticos que nos merecemos”, dicen algunos de vez en cuando. Pero la sinceridad, sobra decirlo, es mucho menos poderosa que la indignación.
Por desgracia, la indignación moral ordinaria, convertida en entretenimiento masivo, en mercancía popular, no contribuye a una mejor comprensión de nuestros problemas más urgentes. Oscurece mucho más de lo que clarifica. “La única utilidad que tiene es aumentar la circulación y los índices de audiencia”, escribió el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger hace unos años. “Quizá haya llegado la hora de decir definitivamente adiós a la costumbre de insultar a los políticos”, señaló el mismo Enzenberger. Razón no le falta.
No sólo deberíamos, como sugiere Enzensberger, compadecer a los políticos, sino también reconocer algunas de sus funciones más importantes. Las democracias occidentales (Colombia es un caso paradigmático) prometen mucho más de lo que pueden cumplir. En general la demagogia ha sido institucionalizada. Las expectativas de las mayorías superan con creces las posibilidades del Estado. O del mercado. La frustración es por lo tanto una característica definitoria, esencial de la vida política de muchos países. En este estado de cosas, de promesas imposibles y expectativas frustradas, los políticos juegan un papel fundamental. Son chivos expiatorios, figuras propicias que permiten, al menos, un desfogue permanente para las frustraciones de las mayorías perplejas que no entienden (no pueden entender) la distancia entre lo mucho que se dice y lo poco que se hace. Consciente o inconscientemente, los empresarios de la indignación proyectan en algunos políticos (o en todos) las contradicciones insalvables de una democracia como la nuestra.

Paradójicamente, la demagogia de la indignación es comparable a la demagogia de la política electoral. Los empresarios de la indignación y los de la política son mejores para cautivar al público que para cualquier otra cosa. Unos y otros son dos caras de la misma moneda. O mejor, dos partes inseparables del mismo problema.

Academia Reflexiones

La Corte en su laberinto

Esta semana la Corte Constitucional decidió pasar de agache en un asunto trascendental para la sostenibilidad de las finanzas públicas y la legitimidad de las instituciones.

El artículo 48 de la Constitución, reformado sustancialmente por el acto legislativo Nº 1 de 2005, establece, primero, que “la seguridad social será equitativa y financieramente sostenible” y, segundo, que “solamente la Fuerza Pública y el presidente de la República tendrán un régimen especial” de pensiones. El mismo señala, de manera enfática, que “a partir del 31 de julio de 2010, no podrán causarse pensiones superiores a 25 salarios mínimos”.

Pero en Colombia, los mandatos constitucionales son burlados fácilmente. Excongresistas, exmagistrados y exfuncionarios han seguido recibiendo pensiones que superan el límite señalado por la Constitución. ¿Cómo? Muy fácil. A la colombiana. Mediante leguleyadas. O más precisamente, mediante interpretaciones dudosas de una disposición ya vieja, del artículo 17 de la Ley 4ª de 1992 que concedió una serie de privilegios pensionales a congresistas y otros altos funcionarios. Más de 50 demandas son interpuestas cada día con el aval, implícito al menos, del procurador y el Consejo de Estado. Un excongresista recibió recientemente un cheque de varios miles de millones de pesos por concepto de una reliquidación (retroactiva) de su pensión. La situación es potencialmente explosiva.

Hace un año, el sustento legal de los excesos, el artículo 17 de Ley 4ª de 1992, fue demandado ante la Corte Constitucional. El demandante argumentó que la norma en cuestión amenazaba la sostenibilidad financiera del sistema de seguridad social, concedía unos privilegios aberrantes y reñía por lo tanto con el derecho a la igualdad y la prohibición de los regímenes especiales. No es difícil argumentar que el otorgamiento de pensiones multimillonarias contradice la letra y el espíritu de nuestra Constitución Política.

¿Qué ha hecho la Corte Constitucional al respecto? Mamar gallo. El procurador emitió su concepto desde julio del año pasado. Aparentemente, la Corte iba a pronunciarse antes de diciembre. Pero nunca lo hizo. Primero vino el lío de los impedimentos. Cuatro magistrados se declararon impedidos, pues ellos mismos o sus familiares estaban en trance de pensión. La Corte se demoró varios meses en resolver el problema. Una demora sospechosa, ya que, como lo señaló la revista Semana hace unos meses, apenas necesitó 15 días para resolver los impedimentos en el caso de la reelección.

Esta semana la Corte se declaró inhibida, “por ineptitud sustantiva de la demanda”. Los argumentos de la Corte son perezosos. Dice, por ejemplo, que la norma demandada no viola el derecho a la igualdad, pues en Colombia siempre han existido los regímenes especiales. O que el artículo en discusión no tiene nada que ver con la sostenibilidad financiera, pues era anterior al acto legislativo Nº 1 de 2005. Colombia tiene uno de los sistemas pensionales más inequitativos del mundo: unos pocos reciben mucho, la gran mayoría no recibe nada. La Constitución fue reformada para corregir estas inequidades. Pero de nada ha valido. Tristemente, nuestros magistrados son muy ágiles para otorgar privilegios, pero muy timoratos (por decir lo menos) para negarlos.

Academia Reflexiones

Productores de odio

«La adhesión a las causas políticas sólo puede ser una adhesión moderada, nunca una pasión desbordante», escribió Alexis de Tocqueville a mediados de siglo XIX.

Su admonición no ha perdido vigencia. Todo lo contrario. Las pasiones políticas siguen siendo un obstáculo para el cambio social y para la comprensión cabal de nuestros problemas. Los apasionados de la política distorsionan la realidad, magnifican las dificultades y desean, secreta o públicamente, que las cosas vayan mal, que las condiciones sociales o políticas empeoren. Añoran una catástrofe que los enaltezca. Todos los fanáticos, sobra decirlo, son catastrofistas.

Algunos, los ubicados en el extremo derecho del espectro ideológico, señalan el deterioro constante de las condiciones de seguridad. Magnifican los problemas y minimizan los avances. Si las cifras revelan un hecho positivo, una disminución en los homicidios, por ejemplo, son consideradas incompletas o sospechosas. Cuando ocurre un hecho grave, como el atentado ocurrido esta semana en Bogotá, levantan el dedo acusador en forma casi celebratoria. Tristemente, para algunos fanáticos de la derecha los atentados terroristas son buenas noticias. La perversidad es quizás inconsciente, pero es notoria de todos modos.

Otros fanáticos, los ubicados más a la izquierda del espectro ideológico, proclaman el deterioro permanente de las condiciones sociales. Niegan rotundamente el progreso social. No lo consideran posible. Cualquier mejoría les resulta insignificante o mentirosa. Si las cifras muestran, por ejemplo, una reducción de la pobreza, las desechan con argumentos pueriles o paranoicos. Los fanáticos suelen matar (figurativamente) al mensajero que trae buenas noticias. Para ellos, ya lo dijimos, las buenas noticias son problemáticas, incómodas, estorbosas. La izquierda miserabilista, en particular, necesita la pobreza para justificar el resentimiento y confirmar una supuesta superioridad moral.

El fanatismo de izquierda y derecha puede combatirse por medio de armas conocidas: la ironía, el escepticismo y los datos. Pero estas armas no siempre son eficaces y los rivales son muy numerosos. Los foros de la prensa y los debates políticos están dominados, casi acaparados, por los productores de odio. Muchas veces no vale la pena entrar a la refriega. Otras, conviene entrar furtivamente, señalar los prejuicios más notorios y abandonar el escenario de inmediato. El diálogo es imposible. Los fanáticos siempre suponen la mala intención de sus contradictores. Miran incluso con mayor recelo a los moderados que a los fanáticos de la otra orilla. El odio, al fin y al cabo, no es otra cosa que la idealización del enemigo.

“El moderado no aspira a ganar, a pelear para vencer. Está más allá de la competencia, de la rivalidad y por lo tanto también de la victoria. En la lucha por la vida es el eterno derrotado”, escribió el filósofo italiano Norberto Bobbio en uno de sus últimos ensayos. Las adhesiones moderadas significan con frecuencia una claudicación, una renuncia voluntaria a la lucha política. Pero tienen también un lado combativo. “Detesto con toda mi alma a los fanáticos”, confesó el mismo Bobbio al final de su vida. El odio contra los productores de odio es el fanatismo (liberador, digamos) de los moderados. En Colombia ha sido, además, casi una necesidad democrática.

Reflexiones

Estigmatizados

En Estados Unidos y en muchos otros países del mundo, los crímenes y contravenciones, los líos con la justicia de miles y miles de ciudadanos (un incidente de violencia doméstica, un robo en un supermercado, una pelea callejera, etc.) son registrados de manera minuciosa, casi obsesiva, en grandes bases de datos que pueden ser consultadas en cualquier momento por cualquier persona: un empleador potencial, un periodista inquisitivo, un burócrata desconfiado o un vecino curioso.Peor aun, los registros son permanentes. No tienen fecha de vencimiento. Están disponibles a perpetuidad. Muchos individuos, por lo tanto, nunca terminan de pagar sus condenas, quedan marcados para siempre, sometidos al escarnio público en el escenario moderno de las interacciones sociales: el internet.

Los registros electrónicos, señalan algunos comentaristas libertarios en referencia a la célebre novela de Nathaniel Hawthorne, constituyen una suerte de letra escarlata digital, una marca indeleble, definitiva. En este caso, la marca no es sólo un motivo de vergüenza, sino también una condena al ostracismo laboral y económico, un exilio forzado al mundo de la informalidad o la ilegalidad. Los reseñados no portan una ‘A’ de color rojo en el pecho, pero arrastran consigo un estigma incapacitante. En Estados Unidos existen firmas especializadas en rastrear las bases de datos digitales con el fin de comercializar los resultados de sus pesquisas. “Los empleadores tienen derecho a conocer esta información”, dicen sus voceros (la demagogia de la transparencia justifica sus argumentos). Muy pocos, mientras tanto, abogan por los derechos de los reseñados.

Un estudio reciente de la economista Dara N. Lee puso de presente las consecuencias de la publicación en internet de las bases de datos en cuestión. En el caso de Estados Unidos, el libre acceso a los registros criminales tuvo un efecto disuasivo sobre los jóvenes que no habían sido reseñados y disminuyó levemente los delitos contra la propiedad. Pero la reducción del crimen ocurrió a un costo muy alto, a saber: la creación de una casta de excluidos, de individuos que vieron menguadas sus oportunidades laborales y terminaron por lo tanto reincidiendo en el crimen. La publicación de los registros criminales aumentó la reincidencia criminal en más de 10% y afectó mucho más a los negros que a los blancos. En últimas, las bases de datos digitales terminaron reforzando la exclusión.

El problema descrito trasciende la realidad política y económica de Estados Unidos. En Colombia, por ejemplo, el certificado judicial se ha convertido en un instrumento de exclusión. Las bases de datos financieras, a pesar de los controles introducidos por el Congreso, siguen siendo un estigma insuperable para mucha gente. La publicidad oficial aspira a cerrarles todas las puertas, a excluir de manera definitiva a quienes han sido acusados de violencia doméstica. Muchos desmovilizados son tratados como si fueran leprosos.

“La declaración de los derechos humanos —me dijo un profesor ya viejo hace algunos años— debería incluir un nuevo artículo: todo el mundo tiene derecho a cagarla”. Por desgracia en el mundo de hoy, en esta época digital, a muchos hombres y mujeres les ha sido negada para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Academia Reflexiones

Populismo

Una de las peculiaridades de nuestra historia reciente ha sido la ausencia de populismo.

En Colombia no hemos tenido un Perón, un Chávez o un Alan García (en su primera reencarnación). En términos económicos, no hemos sufrido hiperinflaciones, ni grandes crisis fiscales, ni corralitos, esto es, no hemos padecido las grandes distorsiones macroeconómicas que han caracterizado (o definido) los gobiernos populistas de América Latina. Desde una perspectiva económica, Colombia ha sido un país estable. Mediocremente estable quizá. Pero ese ya es otro cuento.

Como lo ha señalado el economista e historiador inglés James Robinson, la ausencia de populismo (y por lo tanto de grandes distorsiones macroeconómicas) es sólo una parte de la historia. La otra parte, mucho más problemática, es la omnipresencia del clientelismo (y por lo tanto de enormes ineficiencias en la provisión de bienes públicos y en el funcionamiento del Estado). Desde los años sesenta al menos, un arreglo pragmático, un pacto implícito, ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático y centralizado de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Para bien y para mal, el clientelismo ha sido el costo pagado por la ausencia de populismo.

Veamos un ejemplo representativo. En 2001, el Congreso aprobó una polémica reforma constitucional que redujo de manera significativa la tasa de crecimiento de las transferencias a municipios y departamentos. La reforma a las transferencias, promovida y defendida por el entonces ministro de Hacienda, Juan Manuel Santos, contribuyó decididamente a la sostenibilidad fiscal, pero su aprobación, cabe recordarlo, requirió una buena dosis de clientelismo en la forma de partidas regionales o auxilios parlamentarios. Históricamente, ya lo dijimos, el clientelismo permitió la estabilidad, pero lo hizo a un costo muy alto: la ineficiencia de buena parte del Estado y el menor progreso social. El clientelismo, sugiere el mismo Robinson, puede ser tan nocivo como el populismo.

Sea lo que sea, el clientelismo ha sido un equilibrio duradero. Los líderes que lo combatieron, quienes denunciaron los vicios inveterados de la corrupción y la politiquería, López Michelsen, Galán, el mismo Uribe, terminaron en lo mismo. O fueron asesinados. Pero los equilibrios políticos no son para siempre. Las cosas cambian. Muchas redes clientelistas han perdido influencia como consecuencia del debilitamiento de los partidos tradicionales. La competencia política es ahora mucho más abierta que en el pasado: actualmente una figura carismática puede ganar la presidencia sin muchos apoyos políticos o conexiones clientelistas. Además, la bonanza minero-energética (el espejismo petrolero, digamos) ha aumentado las demandas de la gente y las ofertas de los políticos.

En fin, el equilibrio clientelista parece mucho menos estable. Paralelamente el riesgo de populismo ha aumentado. Una cosa viene con la otra. En las próximas elecciones, ya lo veremos, todos los candidatos prometerán lo divino y lo humano. Los anuncios de las últimas semanas, las cien mil viviendas y demás, son apenas un anticipo ominoso de un fenómeno inédito, inconcebible hasta hace apenas algunos años: el populismo colombiano.

Reflexiones

Pasiones políticas

La había leído en uno de los ensayos del historiador Jorge Orlando Melo. Volví a leerla recientemente en El cuervo blanco, el último libro de Fernando Vallejo.

Es una carta escrita en 1885 por el ingeniero Luis María Lleras Triana a su amigo y compadre Rufino José Cuervo. Lleras había abandonado a su familia en Bogotá y se había unido a las milicias liberales que luchaban en contra del gobierno conservador. La carta es conmovedora y trágica al mismo tiempo. Es un testimonio (elocuente digamos) sobre la futilidad de las pasiones políticas, sobre el heroísmo dudoso de quienes dan la vida por un ideal.

“Compadre —escribió Lleras—, la guerra es un vértigo, es una locura, es una insensatez; y los hombres más benévolos se vuelven bestias feroces; el valor del guerrero es una barbaridad. Pero cuando uno toma las armas no puede, no debe dejarlas en el momento de peligro, no puede volver la espalda a amigos, enemigos y hermanos, sin cometer la más baja de las acciones, sin ser un cobarde y un miserable”. Pocos días antes había escrito: “Dios sabe si nos tocará dejar la barriga al sol mientras llegan los gallinazos”. En suma, la lucha es de vida o muerte, su abandono, el peor pecado, y la lealtad con los compañeros de causa, la más alta virtud.

A Luis Lleras lo mataron a los pocos días de un bayonetazo en la batalla de la Humareda, “esa oscura refriega de una oscura revolución de una oscura patria”. El sacrificio fue en vano. Algunas semanas después, Rafael Núñez anunciaría la muerte de la república federal. Cuenta Vallejo que cuando escribió la carta de marras, el 11 de junio de 1885, Lleras llevaba seis meses sin saber de sus ocho hijos, a quienes había abandonado con el propósito de luchar por el bien de la patria o el bienestar general o una sociedad más justa o las sacrosantas ideas liberales o cualquier cosa por el estilo. Escribe Vallejo: “Esto es lo que en español castizo, que tan caro leerá a don Rufino, se llama un solemne hijueputa. Para Colombia era un buen colombiano”.

Como Luis Lleras, muchos colombianos han sucumbido ante las pasiones políticas, han dedicado su vida a refriegas oscuras, a luchas ideológicas sin sentido. Otros han abandonado sus familias en busca de un ideal imposible. Pero a todos, en mayor o menor grado, nos pasa lo mismo. Odiamos a quienes no conocemos por cuenta de sus ideas u opiniones políticas. Peleamos encarnizadamente por defender ideologías dudosas. Vivimos obsesionados con los demagogos que nos gobiernan. Protestamos por sus pronunciamientos más insulsos. Nos tomamos demasiado en serio el espectáculo consuetudinario de la política.

Cinco años antes de su muerte, Luis Lleras trabajó con el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros en La Industria, una publicación quincenal que pretendía “llenar un vacío que se nota en esta sociedad, ocupándonos única y exclusivamente en asuntos que tiendan al desarrollo material: lo cual clara y distintamente quiere decir que este periódico no tendrá color político”. Pero el asunto no prosperó. El ingeniero Lleras prefirió las luchas políticas al desarrollo material y murió como un dudoso héroe militar. Después de su muerte en la Humareda fue ascendido de coronel a general, un homenaje insulso que enfatiza la inutilidad de su sacrificio y la futilidad de nuestras pasiones políticas.