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Última columna

Todos tenemos, dicen los expertos en este oficio, en la ciencia y el arte de la columnística, diez columnas en la cabeza, diez temas sobre los cuales podemos expresar una opinión más o menos coherente en el espacio limitante de una cuartilla, sobre los cuales podemos escribir sin la necesidad de un libro, sin buscar una cita oportuna, sin investigar los detalles del asunto, sin consultar las opiniones de los expertos, sin acudir a la ayuda de Google, el memorioso.

Pero después de diez semanas, después de agotar el acervo (siempre escaso) de opiniones pre-existentes, empieza Cristo a padecer. O mejor, el columnista a penar. Rápidamente, en cuestión de unos pocos meses, los columnistas pasamos (y uso una cita oportuna) “de escribir porque se ha pensado a pensar para escribir”, esto es, del cielo a la tierra. La falta de tema se convierte, entonces, en un estado permanente, en una suerte de vacío angustiante que casi define este oficio improbable, el oficio de opinar por obligación, consuetudinariamente, téngase o no algo que decir.

Cronistas del presente, comentaristas de las luchas efímeras de la política, intérpretes afanados de los sucesos de antier, teóricos improvisados de la coyuntura, eso somos los columnistas (me incluyo, por supuesto). Muchas veces, a la usanza de los comentaristas deportivos (y con la misma grandilocuencia), nos empeñamos en buscarles interpretaciones rebuscadas a muchos fenómenos fortuitos, azarosos; en otras palabras, a buscar razones donde no las hay. De eso se trata a veces este negocio.

Leí hace unos días, ya no recuerdo dónde (esta vez Google no pudo acordarse), que los historiadores, en sus pesquisas rutinarias, en sus consultas a los diarios y periódicos antiguos, ignoran o miran con indiferencia las opiniones de los columnistas, concentran toda su atención en las noticias, en la descripción de los hechos. Están mucho más interesados en los eventos del pasado, que en las opiniones de los antepasados. Casi sobra decirlo, este es un género efímero. Las columnas no envejecen bien. Caen rápidamente en desgracia. Unas pocas perduran. Pero no por mucho tiempo.

Pero, en todo caso, sea lo que sea, cabe rescatar el valor de entretenimiento de los columnistas, su papel de animadores (y azuzadores) de la política, su importancia en la deliberación democrática, su participación permanente, predecible, casi familiar, en la controversia ideológica, en los debates públicos. Sin columnistas, la política sería más aburrida, más alejada del ideal (utópico) de una democracia deliberativa, más centrada (mucho más) en los intereses que en las ideas.

A los pocos meses de haber comenzado a escribir esta columna, en mayo de 2004, Fidel Cano, el director de este diario, entonces semanario, me dio un consejo fundamental. “Buen columnista –me dijo que alguien había dicho–no es el que sabe escribir, sino el que cumple”. En ocho años y cuatro meses, siempre cumplí, cada semana, sin falta. Dejo este espacio con la satisfacción del deber cumplido. Me despido dándoles las gracias a los lectores y a losforistas, a quienes, a pesar de los insultos, leía con interés (y algo detemor) cada domingo. Hasta pronto.

Academia

La guerra y la paz

El asunto es grave. Mucho más de lo que se ha reconocido. Tumaco completó dos semanas sin electricidad. Varios municipios del departamento de Arauca llevan varios días en la misma situación. Una de las líneas de transmisión que conecta el interior del país con la Costa Caribe fue dinamitada esta semana. En el mes de agosto, quince torres han sido derribadas en el departamento del Cauca. Otras siete han sido gravemente averiadas. En lo que va corrido del año, los atentados al sistema de interconexión nacional ya suman más de 60. En 2010, sumaron 24; en 2011, 58. “Si el país ha progresado en materia de seguridad…es porque la labor de las Fuerzas Militares está teniendo un excelente resultado”, dijo esta semana el Ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón sin intención irónica.

Los ataques son cada vez más sofisticados. Y más cruentos. La guerrilla siembra minas en los alrededores de las torres. Entierra los explosivos a un metro de profundidad para impedir su detección. Ataca a las cuadrillas de reparación con francotiradores ubicados a kilómetros de distancia. En zona rural del municipio de Tumaco, dos obreros de la empresa Central Eléctrica de Nariño y un guía indígena murieron la semana anterior en un campo minado. Algunos ministros lamentaron el hecho con mensajes lacónicos, de menos de 140 caracteres. La prensa nacional reportó la tragedia escuetamente. La indignación es centralista. Muy pocas veces llega hasta tan lejos.

Los ataques terroristas no solo han afectado las torres de energía. Este mes, en los alrededores de los municipios de Buga y Tuluá, la guerrilla dinamitó dos microcentrales hidroeléctricas. El mismo día, en el municipio de Caloto, destruyó una subestación. Unos días más tarde, en Tumaco, voló el oleoducto transandino. La misma semana, en la Guajira, dinamitó el ferrocarril del Cerrejón. Las empresas afectadas se quejan en voz baja de la indiferencia oficial. El gobierno parece resignado, como si los ataques terroristas fueran una tormenta pasajera, un desastre transitorio e inevitable.

La oleada terrorista coincide con los crecientes rumores sobre el inicio de una nueva negociación de paz. La guerrilla parece haber aumentado los ataques con el propósito velado de ganar una ventaja estratégica. El gobierno quisiera seguir aplazando el inicio formal de las conversaciones. Pero el aplazamiento crea un problema (ético digamos). Podría provocar aún más ataques y convertiría por lo tanto las vidas de policías, soldados y trabajadores en simples instrumentos, en medios intercambiables para el logro de un fin político. Si el gobierno decidió sacar la llave de la paz, debería anunciar la decisión cuanto antes. Ninguna consideración estratégica justifica el sacrificio (calculado) de vidas humanas.

Finalmente cabe una advertencia obvia. Las Farc son una organización de franquicias más o menos independientes. Algunas de ellas, las más ricas, difícilmente abandonarán el negocio de la droga y el ejercicio de la violencia. “La paz es la victoria”, dijo el presidente Santos esta semana. Pero la realidad es mucho más complicada. Las expectativas de una negociación parecen haber multiplicado los ataques terroristas y un acuerdo con la guerrilla no implica necesariamente el fin de la violencia. La paz, conviene reconocerlo de antemano para no tener que disculpar ilusiones, tampoco traerá la anhelada victoria.

Academia Reflexiones

Estado paternalista

El Estado paternalista tiene cada vez más promotores. Unos lo defienden en nombre de las buenas costumbres y los valores éticos; otros en nombre de la salud pública y el bienestar general.  Los primeros quieren controlar las mentes de los jóvenes; los segundos aspiran a proteger sus cuerpos. Pero más allá de estas diferencias, unos y otros pretenden regular el comportamiento privado, sustituir a los padres de familia y en últimas usar el poder estatal para promover una forma de vida particular: la suya.

Como ha informado la prensa nacional, el gobernador de Antioquia Sergio Fajardo decidió hace unos días prohibir los concursos de belleza y los desfiles de moda en los colegios públicos del departamento, pues, en su opinión, “nada aportan a la formación ética… y constituyen una actividad discriminatoria, humillante y atentatoria de la dignidad femenina”. El Procurador Alejandro Ordoñez respaldó la decisión del gobernador con argumentos similares. «Me gusta la idea”, dijo. “La cultura hedonista, la vida fácil, es una de las causas del progresivo deterioro de las ideas y de los valores», enfatizó. “Ipsedixistas” llamaba el filósofo Jeremías Bentham a los reformadores sociales que pretenden convertir sus prejuicios personales en imperativos categóricos, en decretos, leyes  o mandatos.  La palabreja ya se olvidó (con razón). Pero el concepto es ahora más relevante que nunca.

El Estado paternalista no solo es promovido en nombre de la moral o la ética. Muchas veces se justifica con base en fines más concretos, la salud pública por ejemplo.  En Nueva York se prohibió recientemente la venta de gaseosas de más de medio litro con el fin de proteger la salud de jóvenes y niños. En Francia los cigarrillos de chocolate fueron prohibidos hace unos años con el mismo objetivo. Esta semana, en un debate sobre el consumo de drogas que tuvo lugar en la Universidad de los Andes, un funcionario del gobierno colombiano mencionó una estadística, producida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), según la cual la mitad de las muertes en el mundo tienen como causa probada algún tipo de adicción. Si buena parte de la población es adicta o enferma, dirán algunos apoyados en la ciencia médica, el Estado debería, entonces, regular la dieta y las formas de vida de todo el mundo. Hacia allá vamos aparentemente.

No es fácil definir los límites del Estado paternalista. Su lógica es expansiva, un paso lleva al siguiente, al otro, al próximo, etc. “¿Será entonces que se prohibirá ahora la gimnasia con sus uniformes ceñidos al cuerpo o el uso de falditas? ¿Se prohibirán también ciertos bailes y danzas donde las niñas dejan ver sus piernas y brazos? ¿Se promoverá el vestido largo o la camiseta cuello tortuga?”, preguntaba esta semana el abogado David Suárez. Otras preguntas vienen al caso: ¿por qué no prohibir también las papas fritas? ¿O las hamburguesas? ¿O los dulces?  Al fin y al cabo la obesidad es un problema creciente y muchos estudios señalan, sin dejar lugar a dudas, que los jóvenes deberían comer más frutas y verduras.

Un mundo de jóvenes bien vestidos y bien nutridos, que se dedican a cultivar las virtudes duraderas de la sabiduría y la solidaridad parece un ideal atractivo. Pero puede ser también una gran pesadilla. Sea lo que sea, no justifica la expansión del Estado paternalista y el consecuente menoscabo de las libertades individuales.

Academia

Legislación sobre el aborto, circa 1897

Andrés Alvarez, profesor de la facultad de economía de la Universidad de los Andes, encontró un interesante documento, un artículo del código penal de 1897, redactado en plena hegemonía conservadora, que legalizaba el aborto para dos casos específicos.

El código tiene por supuesto el estilo y el tono de la época. El artículo 642 prescribía los siguientes atenuantes: “Pero si fuere mujer honorada y de buena fama anterior y resultare, a juicio de los jueces, que el  único móvil de la acción fue el de encubrir su fragilidad, se le impondrá solamente una pena de tres á seis meses de prisión si el aborto no se verifica; y de cinco á diez meses, si se verifica”.

Más de un siglo después, no hemos avanzado mucho en el debate. Inquieta saber, en todo caso, que el Procurador Ordoñez no quiere devolvernos al siglo XIX sino mucho, mucho más atrás.

Academia

Plata olímpica

Conviene a veces dejar de lado la “fracasomanía”, mostrar los aciertos de un Estado, como el colombiano, permanentemente agobiado por el peso de sus propias faltas. El buen desempeño de los deportistas colombianos en los juegos olímpicos de Londres obedece en buena medida a una política estatal exitosa, a una iniciativa tributaria que sentó las bases financieras para los actuales logros deportivos. En el segundo semestre de 2002, el congreso aprobó un aumento de cuatro puntos porcentuales al Impuesto al Valor Agregado (IVA) del servicio de telefonía móvil con el propósito explícito de financiar “el fomento, la promoción y el desarrollo del deporte y la cultura”.

El artículo 35 de la Ley 788 de 2002 marcó un hito en la financiación del deporte en Colombia.  Señaló un antes y un después. Este artículo fue modificado por otra reforma tributaria, por la Ley 1111 de 2006, y ha sido sometido a algunos ajustes reglamentarios desde entonces. Pero los cambios han sido marginales, casi irrelevantes. Por casi una década, Colombia ha contado con una fuente cierta (y creciente) de recursos fiscales para el deporte. La idea inicial del gobierno y el congreso era cobrarle una sobretasa del IVA a un servicio exclusivo, casi elitista: en 2002 el número de líneas celulares no llegaba a los siete millones. Con el tiempo, sin embargo, la telefonía móvil se universalizó, el número de líneas supera actualmente los 45 millones. El aumento de la cobertura le restó progresividad al impuesto (lo que iban a pagar los ricos terminaron pagándolo todos, ricos y pobres), pero multiplicó al mismo tiempo los recursos disponibles. Consecuencias inesperadas, digamos.

Los nuevos recursos no se destinaron exclusivamente a la construcción de instalaciones deportivas, como se propuso inicialmente en la discusión parlamentaria. La ley ordenó que una parte fuera usada en la preparación de los deportistas del ciclo olímpico.  Adicionalmente el gobierno promovió un destino similar para los recursos transferidos a las regiones, 25% del total.  El documento Conpes 3255 de noviembre de 2003 recomendó a los departamentos “poner  especial énfasis en la preparación y participación de los deportistas de su región en los diferentes juegos nacionales e internacionales para lo cual deberán apoyar la realización de juegos departamentales, intercolegiados y universitarios”.  Aparentemente algo de eso se hizo.

Guardadas todas las proporciones, Colombia siguió una política similar a la de Inglaterra, país que tiene uno de los programas olímpicos más exitosos del mundo. Consiguió una fuente permanente de recursos, los concentró en unas cuantas disciplinas y diseñó planes de entrenamiento de largo plazo.Como escribió hace poco el columnista inglés John Kay, esta estrategia es “una manera costo-efectiva de invertir en el prestigio global y orgullo nacional”. Pero no solo eso. Promueve además la práctica del deporte.  Difunde una narrativa beneficiosa sobre la importancia del esfuerzo y la dedicación. Y desvía la atención nacional de los hechos y hazañas de los políticos.

Pero no por mucho tiempo. Ya algunos han propuesto la creación de un nuevo ministerio del deporte. Probablemente hay muchas cosas para mejorar. Seguramente se necesitan más recursos. Pero la burocracia y el oportunismo político nunca han producido muchas medallas de honor (condecoraciones tal vez). Ojalá la política del deporte no terminé siendo víctima de su propio éxito.

Reflexiones

Petrogrado

Creí que Gustavo Petro podría ser un buen alcalde de Bogotá. O al menos estaba dispuesto a deponer el escepticismo, a suspender la incredulidad transitoriamente, a darle el beneficio de la duda por algunos meses. Me parecía interesante, por ejemplo, su propuesta de cobrar por el uso de algunas vías urbanas con el fin disminuir la creciente congestión vehicular. Igualmente consideraba atractiva su idea de priorizar la educación prescolar, de crear cientos de jardines infantiles y redes de atención local. Más allá de las propuestas concretas, valoraba su disposición a buscar acuerdos por fuera de los límites estrechos de los dogmas partidistas y los prejuicios ideológicos más arraigados. Petro, pensaba, parecía dispuesto a hacer lo que toca. “Aquí, donde lo necesario suele ser imposible”.

Pero en política las ilusiones no duran mucho. En pocos meses, Petro ha probado que no va a hacer lo que toca y que por el contrario está empeñado, casi perversamente, en hacer lo que no toca. En muchos frentes. Pero más que sus propuestas equivocadas, su incapacidad de conformar un equipo de gobierno o su mismo desconocimiento de los principales problemas de la ciudad de Bogotá, me preocupa su creciente autoritarismo, sus ínfulas de iluminado, su tendencia a la improvisación carismática. Petro está tan convencido de la bondad bondadosa de sus buenas intenciones y sus ideas de gobierno que parece dispuesto a hacer cualquier cosa para llevarlas a cabo. “Síganme los buenos”, sugiere a diario. Y como suele pasar, cada vez se queda más solo.

La decisión de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá -EAAB- de no venderles agua en bloque a los municipios circunvecinos revela, como ninguna otra, el talante autoritario del alcalde Petro, su irrespeto a los límites legales, su pretensión de extender arbitrariamente el alcance geográfico de su mandato. De nada han valido los reclamos del gobernador Cundinamarca, quien señala, con razón, que el alcalde distrital pretende usurparles a los alcaldes municipales la competencia sobre la orientación territorial. O las advertencias del Superintendente deServicios Públicos Domiciliarios, quien ha dicho, sin rodeos, que la EAAB está violando el derecho constitucional al agua potable de cientos de miles de personas. O las observaciones de varios dirigentes gremiales, quienes advierten, con cifras en la mano, que varios proyectos de vivienda de interés social tendrían que ser aplazados irremediablemente con consecuencias adversas: muchos habitantes de municipios cercanos a Bogotá se verían forzados a emigrar, se convertirían en desplazados del agua por decirlo de manera dramática.

El fin, dirá Petro, su objetivo de ponerle freno a una expansión territorial percibida como caótica justifica sus medios arbitrarios, casi extorsivos, esta suerte de matoneo político.  “O hacen lo que yo quiero o les cierro la llave”, sugiere. Lo mismo, cabe recordarlo, hizo Putin con la venta de gas a Ucrania y otras países insubordinados. “Petro pretende convertir a Bogotá y sus dominios en Petrogrado”, señaló hace un poco un ex funcionario desencantado. Razón no le falta.

Repitiendo: el alcalde Petro parece no tener límites. Ni los legales que definen de manera precisa el alcance geográfico de su poder. Ni los de la cordura y el sentido común. Ni tampoco, me temo, los del respeto y la decencia.

Reflexiones

Café y petróleo

Esta semana, durante la transmisión del partido de fútbol entre las selecciones olímpicas de Colombia y Corea del Norte, un narrador argentino incurrió en un atavismo interesante. “El conjunto cafetero” decía cada vez que una jugadora colombiana recuperaba el balón. La frase sonaba poética. O nostálgica al menos. El café hizo parte de nuestro pasado. Pero no hará ya parte de nuestro futuro. En los últimos meses, cabe recordarlo, hemos tenido que importar café para abastecer el mercado interno.

Las exportaciones de café apenas representaron 3% de nuestras ventas externas entre enero y mayo de 2012. En 2011 representaron menos de 5%. El cultivo de café se ha movido hacia al sur del país, como si estuviera preparando su salida definitiva. En la llamada zona cafetera, otro atavismo, el principal producto de exportación ha sido, desde hace mucho más de una década, la gente, el capital humano para decirlo de otro modo. Los países son lo que exportan. Y  Colombia fue, por muchos años, un país cafetero en un sentido que iba mucho más allá de la realidad económica, que abarcaba también las realidades sociales y políticas. Pero ya no lo es.

Mientras tanto Colombia se ha venido transformando en un país petrolero.  En  los cinco primeros meses de este año, por primera vez en nuestra historia económica, las exportaciones de petróleo superaron la mitad del total de las exportaciones. Uno puede hacer todo tipo de salvedades: las reservas colombianas siguen siendo (comparativamente) irrisorias, la producción todavía no alcanza un millón de barriles diarios, los grandes descubrimientos parecen cosa del pasado, etc. Pero el hecho cierto es que nuestra inserción en la economía global, nuestra participación en los flujos internacionales de bienes y capitales, depende hoy más que nunca del petróleo.   Paradójicamente las jugadoras del equipo cafetero viven en un país petrolero.

Y los países petroleros suelen ser distintos. Buena parte de la plata del café le llegaba a la gente, a campesinos empeñados en la búsqueda de “prosperidad y mejoras” como decían hace un siglo. La plata del petróleo, por el contrario, no le llega a la gente, sino al Estado. Originalmente la palabra “regalías” designaba los recursos entregados al monarca para su beneficio personal, un significado que no ha perdido validez. Con el petróleo crece el tamaño del Estado y el protagonismo de los políticos y  aumenta por lo tanto la importancia de las contiendas electorales, que deciden quién manejará el botín. Ni más ni menos. Con el petróleo, además, el Estado deja de ser visto como el proveedor de unos servicios pagados con nuestros impuestos y pasa a ser percibido como el administrador de un tesoro escondido.

Finalmente la dependencia externa es mayor con el petróleo que con el café. En la elaboración del  presupuesto del año entrante, el gobierno supuso un precio del barril del petróleo de 100 dólares, una apuesta arriesgada de la que depende el equilibrio fiscal o la suerte de muchos programas y proyectos. Si el precio del petróleo resulta menor al presupuestado, el Ministro de Hacienda ya anunció la venta de un paquete de acciones de Ecopetrol: el momento no sería el más propicio pero no habría alternativa. Así es la vida en las repúblicas petroleras. Colombia trató por muchos años de liberase de la dependencia del café. Recientemente parece haberlo logrado. Depende ahora del petróleo. Un progreso dudoso por decir lo menos.

Reflexiones

Pugilato

Siempre se juntan en el mismo rincón. Ninguno espera convencer al otro. Todo lo contrario: ambos aspiran a reforzar sus convicciones, a entrenarse para el diálogo más complicado (y honesto) que suelen tener consigo mismos.“Usted parece no entender la lógica del asunto: si el Estado ha estado ausente por décadas y décadas, la mayoría percibirá al ejército como una fuerza invasora, como un ejército de ocupación. Un Estado manco jamás tendrá legitimidad. La mano derecha necesita de la mano izquierda. Así de simple”.

“Pero la ausencia del Estado muchas veces tiene como origen el rechazo mismo al Estado. No por casualidad las montañas del Cauca son el último reducto indígena en Colombia. Allí a duras penas llegaron los españoles. Allí nunca se asomó la Colonización Antioqueña. Allí la hostilidad ha sido una constante histórica. El Estado no va a estar donde no lo quieren”.

“Pero el rechazo es una reacción obvia y entendible ante una fuerza extraña e ilegítima. En la conquista, en la colonia o en la república”.

“Pero, entonces,  estamos ante un círculo vicioso: se rechaza al Estado porque no existe y el Estado no existe porque se rechaza. Sea lo que sea, la ausencia del Estado (esa explicación enlatada) no ha sido tan grande como se dice. ¿Sabía usted que el porcentaje de personas con necesidades básicas insatisfechas es mucho mayor en Lorica (Córdoba), San Onofre (Sucre), Plato (Magdalena), Cáceres (Antioquia) y Ataco (Tolima) que en Toribio (Cauca)? Podría citarle otros cien municipios. Más que mayor Estado, muchas regiones de Colombia necesitan más mercado”.

“¿No están muchas comunidades ancestrales siendo insertadas a la fuerza en los mercados internacionales, esto es, siendo amenazadas por compañías mineras y demás? ¿No es precisamente el narcotráfico una forma violenta y destructiva de conectarse con los mercados?”

“El principal problema del Cauca y otras regiones de Colombia no es la falta de Estado, sino la falta de oportunidades económicas para los jóvenes, oportunidades que deben venir del sector privado. Los cultivos ilícitos son el resultado del aislamiento económico. A los jóvenes los reclutan los grupos armados con la promesa de un almuerzo.  El problema en discusión se arregla con carreteras, con empresarios, con iniciativa privada, no con utopías burocráticas”.

“Empresarios que, como ha ocurrido en otras partes, lleguen a comprar tierras y a desplazar las poblaciones,  a convertir a los indígenas en peones de su codicia o proletarios de su ambición.  Si eso es a lo que usted llama desarrollo, ya entiendo por qué las comunidades lo rechazan con tanta vehemencia”.

“Esos son prejuicios suyos. Recuerdo haber leído, hace ya algunos unos años, la historia de un líder indígena chileno quien, ante la promesa del gobierno de promover la educación bilingüe en su comunidad, replicó: ‘sí estamos interesados en el bilingüismo, queremos que nos enseñen inglés’.”.

“En su concepción del desarrollo no hay espacio para la diversidad.  ¿Por qué no propone de una vez por todas que los indígenas emigren y se conviertan en obreros de la construcción?”

“¿Y usted que propone? Cien años más de soledad”.

Los dialogantes se despidieron calmadamente. La experiencia les ha enseñado que la economía no es otra cosa que un diálogo sin principio y sin fin sobre las posibilidades y las dificultades del cambio social.

Reflexiones

Homo politicus

“Nuestro razonamiento moral se parece más al de un político en campaña que al de un científico en busca de la verdad”, escribió recientemente el sicólogo estadounidense Jonathan Haidt.  Moralmente hablando, sugiere Haidt, somos similares a los políticos. O mejor, los políticos son semejantes a nosotros. Sus falencias morales son más visibles. Por obvias razones. Pero no son distintas a las del hombre de la calle. O a las del ciudadano indignado. O a las de un profesor universitario.

Como los políticos, que exigen cientos de pruebas cuando un copartidario es acusado de corrupción pero están siempre dispuestos a condenar a un contradictor con un único indicio, somos oportunistas en nuestras pesquisas, escépticos o creyentes según convenga. Los sicólogos han documentado innumerables veces esta forma de oportunismo mental. Si un examen (de inteligencia, por ejemplo) nos favorece, aceptamos los resultados inmediatamente. Si no, cuestionamos su pertinencia, su veracidad o las intenciones de sus creadores. En términos generales no usamos la información objetivamente. Por el contrario, la manipulamos para acomodarla a nuestras necesidades, para llegar a las conclusiones deseadas.

Como los políticos, que viven rodeados de especialistas en fabricar excusas, tendemos a usar nuestra capacidad de raciocinio no para obrar según algún precepto moral, sino para justificar nuestras actuaciones. Cualesquiera que sean. “El razonamiento consciente –dice Haidt– funciona como un secretario de prensa que justifica automáticamente cualquier posición tomada por el presidente”. Con frecuencia ponemos la razón al servicio de la sinrazón. Y no sólo en la política. También en la vida diaria. Las personas más inteligentes no tienden a actuar más correctamente. Simplemente son más hábiles para justificar sus deslices. La inteligencia no reduce nuestras fallas morales, solo ayuda a esconderlas.

Como los políticos que incurren en actos deshonestos cuando perciben que pueden salirse con la suya, muchos ciudadanos tienden a hacer trampa cuando consideran que sus actos quedarán impunes. En un experimento ya famoso, los participantes podían ganar una suma considerable de dinero si reportaban falsamente que habían resuelto una serie de problemas matemáticos. La mayoría hizo trampa. Reclamó dinero indebidamente. No mucho, solo la cantidad que les permitía seguir justificando ante sí mismos que habían actuado honestamente. Como en la política, en la vida privada (o en algunos experimentos controlados al menos), la corrupción también suele llevarse a sus justas proporciones.

Como los políticos, que usualmente viven obsesionados con las encuestas, todos tenemos una preocupación igualmente obsesiva con las opiniones de los demás. Y como los políticos, tendemos a negarla. En política, dicen algunos, lo que parece, es. En la vida de los hombres ocurre lo mismo. “Uno no es lo que es, sino lo que los otros le permiten creer que es”, escribió alguna vez Fernando Vallejo.

En fin, los políticos reflejan nuestras falencias morales con una fidelidad inquietante, incomoda por decir lo menos. Por ello probablemente los odiamos tanto. Porque son iguales a nosotros. Porque nos recuerdan nuestros defectos más protuberantes. Porque nos representan como somos, no como queremos ser.

Reflexiones

México vs. Brasil

A comienzos de 2011, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) presentó un estudio sobre las perspectivas económicas de los países latinoamericanos. El estudio identificó dos grupos de países. El primero, representado por Brasil, incluía a los países exportadores de materias primas, a los beneficiados por el despegue económico de China y el aumento en los precios del petróleo, el carbón, el cobre, la soya, etc. El segundo grupo, representado por México, incluía a los países maquiladores y exportadores de manufacturas, a los perjudicados, entre otras cosas, por la crisis económica de Estados Unidos y el mundo desarrollado. El grupo brasileño, sugería el estudio, exporta lo que China compra (materias primas); el grupo mexicano, lo que China vende (manufacturas).

La economía de Brasil lucía, entonces, imparable, vivía un momento mágico, caracterizado por unos crecientes flujos de inversión extranjera, una expansión acelerada del crédito y un crecimiento sin precedentes de la clase media. La economía de México, por el contrario, lucía derrotada, vivía un momento miserable. Sufría de una doble maldición: había sido, primero, desplazada por China del mercado de Estados Unidos y, más tarde, golpeada duramente por la crisis global. En fin, Brasil resumía todo lo bueno y México todo lo malo de la realidad económica latinoamericana.

Brasil tenía, además, buena prensa. Los subsidios a las familias de bajos ingresos, que habían sido primero puestos en práctica en México, eran considerados un ingenioso mecanismo redistributivo en Brasil y un ardid populista en los otros países de la región. La expansión del crédito de consumo se presentaba, en el caso de Brasil, como una consecuencia positiva del crecimiento de la clase media y, en los otros casos, como un resultado negativo de políticas irresponsables o imprudentes. “Brasil tiene una ventaja, es el segundo equipo de casi todo el mundo”, escribió alguna vez un economista dado a las analogías  futboleras.

Pero en poco más de un año la situación ha cambiado drásticamente. La economía de Brasil ha dejado de crecer. Los analistas internacionales están anunciado un fin inminente del momento mágico de Brasil. La caída en el precio de las materias primas, dicen, ha empezado a mostrar las debilidades del capitalismo brasileño. Mientras tanto la economía mexicana, a pesar de la violencia y los monopolios, se ha recuperado de manera sorprendente. La revista inglesa The Economist señaló recientemente que las perspectivas económicas de México son mejores que las de Brasil. Un ejemplo lo dice todo: mientras Brasil decidió bajar la tasa de interés con el propósito de incentivar la compra de vehículos por parte de los consumidores nacionales (ya sobre-endeudados) y así favorecer su industria automotriz, México no necesita este tipo de maniobras cuestionables, ya está exportando carros a medio mundo, incluida China.

En Colombia, deberíamos mirar más hacia México que hacia Brasil. México ha sido un innovador en políticas sociales, ha evitado la reprimarización de su economía, ha consolidado varios sectores industriales de clase mundial, ha logrado sostener una tasa de desempleo inferior a 6% y posee una economía abierta, mejor manejada que la de Brasil. Todo esto, para mayor mérito, a pesar de la violencia del narcotráfico. Brasil probablemente tiene más glamour. Pero yo me quedo con México. Viene de atrás y seguirá de largo.