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agosto 2012

Academia

La guerra y la paz

El asunto es grave. Mucho más de lo que se ha reconocido. Tumaco completó dos semanas sin electricidad. Varios municipios del departamento de Arauca llevan varios días en la misma situación. Una de las líneas de transmisión que conecta el interior del país con la Costa Caribe fue dinamitada esta semana. En el mes de agosto, quince torres han sido derribadas en el departamento del Cauca. Otras siete han sido gravemente averiadas. En lo que va corrido del año, los atentados al sistema de interconexión nacional ya suman más de 60. En 2010, sumaron 24; en 2011, 58. “Si el país ha progresado en materia de seguridad…es porque la labor de las Fuerzas Militares está teniendo un excelente resultado”, dijo esta semana el Ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón sin intención irónica.

Los ataques son cada vez más sofisticados. Y más cruentos. La guerrilla siembra minas en los alrededores de las torres. Entierra los explosivos a un metro de profundidad para impedir su detección. Ataca a las cuadrillas de reparación con francotiradores ubicados a kilómetros de distancia. En zona rural del municipio de Tumaco, dos obreros de la empresa Central Eléctrica de Nariño y un guía indígena murieron la semana anterior en un campo minado. Algunos ministros lamentaron el hecho con mensajes lacónicos, de menos de 140 caracteres. La prensa nacional reportó la tragedia escuetamente. La indignación es centralista. Muy pocas veces llega hasta tan lejos.

Los ataques terroristas no solo han afectado las torres de energía. Este mes, en los alrededores de los municipios de Buga y Tuluá, la guerrilla dinamitó dos microcentrales hidroeléctricas. El mismo día, en el municipio de Caloto, destruyó una subestación. Unos días más tarde, en Tumaco, voló el oleoducto transandino. La misma semana, en la Guajira, dinamitó el ferrocarril del Cerrejón. Las empresas afectadas se quejan en voz baja de la indiferencia oficial. El gobierno parece resignado, como si los ataques terroristas fueran una tormenta pasajera, un desastre transitorio e inevitable.

La oleada terrorista coincide con los crecientes rumores sobre el inicio de una nueva negociación de paz. La guerrilla parece haber aumentado los ataques con el propósito velado de ganar una ventaja estratégica. El gobierno quisiera seguir aplazando el inicio formal de las conversaciones. Pero el aplazamiento crea un problema (ético digamos). Podría provocar aún más ataques y convertiría por lo tanto las vidas de policías, soldados y trabajadores en simples instrumentos, en medios intercambiables para el logro de un fin político. Si el gobierno decidió sacar la llave de la paz, debería anunciar la decisión cuanto antes. Ninguna consideración estratégica justifica el sacrificio (calculado) de vidas humanas.

Finalmente cabe una advertencia obvia. Las Farc son una organización de franquicias más o menos independientes. Algunas de ellas, las más ricas, difícilmente abandonarán el negocio de la droga y el ejercicio de la violencia. “La paz es la victoria”, dijo el presidente Santos esta semana. Pero la realidad es mucho más complicada. Las expectativas de una negociación parecen haber multiplicado los ataques terroristas y un acuerdo con la guerrilla no implica necesariamente el fin de la violencia. La paz, conviene reconocerlo de antemano para no tener que disculpar ilusiones, tampoco traerá la anhelada victoria.

Academia Reflexiones

Estado paternalista

El Estado paternalista tiene cada vez más promotores. Unos lo defienden en nombre de las buenas costumbres y los valores éticos; otros en nombre de la salud pública y el bienestar general.  Los primeros quieren controlar las mentes de los jóvenes; los segundos aspiran a proteger sus cuerpos. Pero más allá de estas diferencias, unos y otros pretenden regular el comportamiento privado, sustituir a los padres de familia y en últimas usar el poder estatal para promover una forma de vida particular: la suya.

Como ha informado la prensa nacional, el gobernador de Antioquia Sergio Fajardo decidió hace unos días prohibir los concursos de belleza y los desfiles de moda en los colegios públicos del departamento, pues, en su opinión, “nada aportan a la formación ética… y constituyen una actividad discriminatoria, humillante y atentatoria de la dignidad femenina”. El Procurador Alejandro Ordoñez respaldó la decisión del gobernador con argumentos similares. «Me gusta la idea”, dijo. “La cultura hedonista, la vida fácil, es una de las causas del progresivo deterioro de las ideas y de los valores», enfatizó. “Ipsedixistas” llamaba el filósofo Jeremías Bentham a los reformadores sociales que pretenden convertir sus prejuicios personales en imperativos categóricos, en decretos, leyes  o mandatos.  La palabreja ya se olvidó (con razón). Pero el concepto es ahora más relevante que nunca.

El Estado paternalista no solo es promovido en nombre de la moral o la ética. Muchas veces se justifica con base en fines más concretos, la salud pública por ejemplo.  En Nueva York se prohibió recientemente la venta de gaseosas de más de medio litro con el fin de proteger la salud de jóvenes y niños. En Francia los cigarrillos de chocolate fueron prohibidos hace unos años con el mismo objetivo. Esta semana, en un debate sobre el consumo de drogas que tuvo lugar en la Universidad de los Andes, un funcionario del gobierno colombiano mencionó una estadística, producida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), según la cual la mitad de las muertes en el mundo tienen como causa probada algún tipo de adicción. Si buena parte de la población es adicta o enferma, dirán algunos apoyados en la ciencia médica, el Estado debería, entonces, regular la dieta y las formas de vida de todo el mundo. Hacia allá vamos aparentemente.

No es fácil definir los límites del Estado paternalista. Su lógica es expansiva, un paso lleva al siguiente, al otro, al próximo, etc. “¿Será entonces que se prohibirá ahora la gimnasia con sus uniformes ceñidos al cuerpo o el uso de falditas? ¿Se prohibirán también ciertos bailes y danzas donde las niñas dejan ver sus piernas y brazos? ¿Se promoverá el vestido largo o la camiseta cuello tortuga?”, preguntaba esta semana el abogado David Suárez. Otras preguntas vienen al caso: ¿por qué no prohibir también las papas fritas? ¿O las hamburguesas? ¿O los dulces?  Al fin y al cabo la obesidad es un problema creciente y muchos estudios señalan, sin dejar lugar a dudas, que los jóvenes deberían comer más frutas y verduras.

Un mundo de jóvenes bien vestidos y bien nutridos, que se dedican a cultivar las virtudes duraderas de la sabiduría y la solidaridad parece un ideal atractivo. Pero puede ser también una gran pesadilla. Sea lo que sea, no justifica la expansión del Estado paternalista y el consecuente menoscabo de las libertades individuales.

Academia

Legislación sobre el aborto, circa 1897

Andrés Alvarez, profesor de la facultad de economía de la Universidad de los Andes, encontró un interesante documento, un artículo del código penal de 1897, redactado en plena hegemonía conservadora, que legalizaba el aborto para dos casos específicos.

El código tiene por supuesto el estilo y el tono de la época. El artículo 642 prescribía los siguientes atenuantes: “Pero si fuere mujer honorada y de buena fama anterior y resultare, a juicio de los jueces, que el  único móvil de la acción fue el de encubrir su fragilidad, se le impondrá solamente una pena de tres á seis meses de prisión si el aborto no se verifica; y de cinco á diez meses, si se verifica”.

Más de un siglo después, no hemos avanzado mucho en el debate. Inquieta saber, en todo caso, que el Procurador Ordoñez no quiere devolvernos al siglo XIX sino mucho, mucho más atrás.

Academia

Plata olímpica

Conviene a veces dejar de lado la “fracasomanía”, mostrar los aciertos de un Estado, como el colombiano, permanentemente agobiado por el peso de sus propias faltas. El buen desempeño de los deportistas colombianos en los juegos olímpicos de Londres obedece en buena medida a una política estatal exitosa, a una iniciativa tributaria que sentó las bases financieras para los actuales logros deportivos. En el segundo semestre de 2002, el congreso aprobó un aumento de cuatro puntos porcentuales al Impuesto al Valor Agregado (IVA) del servicio de telefonía móvil con el propósito explícito de financiar “el fomento, la promoción y el desarrollo del deporte y la cultura”.

El artículo 35 de la Ley 788 de 2002 marcó un hito en la financiación del deporte en Colombia.  Señaló un antes y un después. Este artículo fue modificado por otra reforma tributaria, por la Ley 1111 de 2006, y ha sido sometido a algunos ajustes reglamentarios desde entonces. Pero los cambios han sido marginales, casi irrelevantes. Por casi una década, Colombia ha contado con una fuente cierta (y creciente) de recursos fiscales para el deporte. La idea inicial del gobierno y el congreso era cobrarle una sobretasa del IVA a un servicio exclusivo, casi elitista: en 2002 el número de líneas celulares no llegaba a los siete millones. Con el tiempo, sin embargo, la telefonía móvil se universalizó, el número de líneas supera actualmente los 45 millones. El aumento de la cobertura le restó progresividad al impuesto (lo que iban a pagar los ricos terminaron pagándolo todos, ricos y pobres), pero multiplicó al mismo tiempo los recursos disponibles. Consecuencias inesperadas, digamos.

Los nuevos recursos no se destinaron exclusivamente a la construcción de instalaciones deportivas, como se propuso inicialmente en la discusión parlamentaria. La ley ordenó que una parte fuera usada en la preparación de los deportistas del ciclo olímpico.  Adicionalmente el gobierno promovió un destino similar para los recursos transferidos a las regiones, 25% del total.  El documento Conpes 3255 de noviembre de 2003 recomendó a los departamentos “poner  especial énfasis en la preparación y participación de los deportistas de su región en los diferentes juegos nacionales e internacionales para lo cual deberán apoyar la realización de juegos departamentales, intercolegiados y universitarios”.  Aparentemente algo de eso se hizo.

Guardadas todas las proporciones, Colombia siguió una política similar a la de Inglaterra, país que tiene uno de los programas olímpicos más exitosos del mundo. Consiguió una fuente permanente de recursos, los concentró en unas cuantas disciplinas y diseñó planes de entrenamiento de largo plazo.Como escribió hace poco el columnista inglés John Kay, esta estrategia es “una manera costo-efectiva de invertir en el prestigio global y orgullo nacional”. Pero no solo eso. Promueve además la práctica del deporte.  Difunde una narrativa beneficiosa sobre la importancia del esfuerzo y la dedicación. Y desvía la atención nacional de los hechos y hazañas de los políticos.

Pero no por mucho tiempo. Ya algunos han propuesto la creación de un nuevo ministerio del deporte. Probablemente hay muchas cosas para mejorar. Seguramente se necesitan más recursos. Pero la burocracia y el oportunismo político nunca han producido muchas medallas de honor (condecoraciones tal vez). Ojalá la política del deporte no terminé siendo víctima de su propio éxito.

Reflexiones

Petrogrado

Creí que Gustavo Petro podría ser un buen alcalde de Bogotá. O al menos estaba dispuesto a deponer el escepticismo, a suspender la incredulidad transitoriamente, a darle el beneficio de la duda por algunos meses. Me parecía interesante, por ejemplo, su propuesta de cobrar por el uso de algunas vías urbanas con el fin disminuir la creciente congestión vehicular. Igualmente consideraba atractiva su idea de priorizar la educación prescolar, de crear cientos de jardines infantiles y redes de atención local. Más allá de las propuestas concretas, valoraba su disposición a buscar acuerdos por fuera de los límites estrechos de los dogmas partidistas y los prejuicios ideológicos más arraigados. Petro, pensaba, parecía dispuesto a hacer lo que toca. “Aquí, donde lo necesario suele ser imposible”.

Pero en política las ilusiones no duran mucho. En pocos meses, Petro ha probado que no va a hacer lo que toca y que por el contrario está empeñado, casi perversamente, en hacer lo que no toca. En muchos frentes. Pero más que sus propuestas equivocadas, su incapacidad de conformar un equipo de gobierno o su mismo desconocimiento de los principales problemas de la ciudad de Bogotá, me preocupa su creciente autoritarismo, sus ínfulas de iluminado, su tendencia a la improvisación carismática. Petro está tan convencido de la bondad bondadosa de sus buenas intenciones y sus ideas de gobierno que parece dispuesto a hacer cualquier cosa para llevarlas a cabo. “Síganme los buenos”, sugiere a diario. Y como suele pasar, cada vez se queda más solo.

La decisión de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá -EAAB- de no venderles agua en bloque a los municipios circunvecinos revela, como ninguna otra, el talante autoritario del alcalde Petro, su irrespeto a los límites legales, su pretensión de extender arbitrariamente el alcance geográfico de su mandato. De nada han valido los reclamos del gobernador Cundinamarca, quien señala, con razón, que el alcalde distrital pretende usurparles a los alcaldes municipales la competencia sobre la orientación territorial. O las advertencias del Superintendente deServicios Públicos Domiciliarios, quien ha dicho, sin rodeos, que la EAAB está violando el derecho constitucional al agua potable de cientos de miles de personas. O las observaciones de varios dirigentes gremiales, quienes advierten, con cifras en la mano, que varios proyectos de vivienda de interés social tendrían que ser aplazados irremediablemente con consecuencias adversas: muchos habitantes de municipios cercanos a Bogotá se verían forzados a emigrar, se convertirían en desplazados del agua por decirlo de manera dramática.

El fin, dirá Petro, su objetivo de ponerle freno a una expansión territorial percibida como caótica justifica sus medios arbitrarios, casi extorsivos, esta suerte de matoneo político.  “O hacen lo que yo quiero o les cierro la llave”, sugiere. Lo mismo, cabe recordarlo, hizo Putin con la venta de gas a Ucrania y otras países insubordinados. “Petro pretende convertir a Bogotá y sus dominios en Petrogrado”, señaló hace un poco un ex funcionario desencantado. Razón no le falta.

Repitiendo: el alcalde Petro parece no tener límites. Ni los legales que definen de manera precisa el alcance geográfico de su poder. Ni los de la cordura y el sentido común. Ni tampoco, me temo, los del respeto y la decencia.