El asunto es grave. Mucho más de lo que se ha reconocido. Tumaco completó dos semanas sin electricidad. Varios municipios del departamento de Arauca llevan varios días en la misma situación. Una de las líneas de transmisión que conecta el interior del país con la Costa Caribe fue dinamitada esta semana. En el mes de agosto, quince torres han sido derribadas en el departamento del Cauca. Otras siete han sido gravemente averiadas. En lo que va corrido del año, los atentados al sistema de interconexión nacional ya suman más de 60. En 2010, sumaron 24; en 2011, 58. “Si el país ha progresado en materia de seguridad…es porque la labor de las Fuerzas Militares está teniendo un excelente resultado”, dijo esta semana el Ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón sin intención irónica.
Los ataques son cada vez más sofisticados. Y más cruentos. La guerrilla siembra minas en los alrededores de las torres. Entierra los explosivos a un metro de profundidad para impedir su detección. Ataca a las cuadrillas de reparación con francotiradores ubicados a kilómetros de distancia. En zona rural del municipio de Tumaco, dos obreros de la empresa Central Eléctrica de Nariño y un guía indígena murieron la semana anterior en un campo minado. Algunos ministros lamentaron el hecho con mensajes lacónicos, de menos de 140 caracteres. La prensa nacional reportó la tragedia escuetamente. La indignación es centralista. Muy pocas veces llega hasta tan lejos.
Los ataques terroristas no solo han afectado las torres de energía. Este mes, en los alrededores de los municipios de Buga y Tuluá, la guerrilla dinamitó dos microcentrales hidroeléctricas. El mismo día, en el municipio de Caloto, destruyó una subestación. Unos días más tarde, en Tumaco, voló el oleoducto transandino. La misma semana, en la Guajira, dinamitó el ferrocarril del Cerrejón. Las empresas afectadas se quejan en voz baja de la indiferencia oficial. El gobierno parece resignado, como si los ataques terroristas fueran una tormenta pasajera, un desastre transitorio e inevitable.
La oleada terrorista coincide con los crecientes rumores sobre el inicio de una nueva negociación de paz. La guerrilla parece haber aumentado los ataques con el propósito velado de ganar una ventaja estratégica. El gobierno quisiera seguir aplazando el inicio formal de las conversaciones. Pero el aplazamiento crea un problema (ético digamos). Podría provocar aún más ataques y convertiría por lo tanto las vidas de policías, soldados y trabajadores en simples instrumentos, en medios intercambiables para el logro de un fin político. Si el gobierno decidió sacar la llave de la paz, debería anunciar la decisión cuanto antes. Ninguna consideración estratégica justifica el sacrificio (calculado) de vidas humanas.
Finalmente cabe una advertencia obvia. Las Farc son una organización de franquicias más o menos independientes. Algunas de ellas, las más ricas, difícilmente abandonarán el negocio de la droga y el ejercicio de la violencia. “La paz es la victoria”, dijo el presidente Santos esta semana. Pero la realidad es mucho más complicada. Las expectativas de una negociación parecen haber multiplicado los ataques terroristas y un acuerdo con la guerrilla no implica necesariamente el fin de la violencia. La paz, conviene reconocerlo de antemano para no tener que disculpar ilusiones, tampoco traerá la anhelada victoria.