Creí que Gustavo Petro podría ser un buen alcalde de Bogotá. O al menos estaba dispuesto a deponer el escepticismo, a suspender la incredulidad transitoriamente, a darle el beneficio de la duda por algunos meses. Me parecía interesante, por ejemplo, su propuesta de cobrar por el uso de algunas vías urbanas con el fin disminuir la creciente congestión vehicular. Igualmente consideraba atractiva su idea de priorizar la educación prescolar, de crear cientos de jardines infantiles y redes de atención local. Más allá de las propuestas concretas, valoraba su disposición a buscar acuerdos por fuera de los límites estrechos de los dogmas partidistas y los prejuicios ideológicos más arraigados. Petro, pensaba, parecía dispuesto a hacer lo que toca. “Aquí, donde lo necesario suele ser imposible”.
Pero en política las ilusiones no duran mucho. En pocos meses, Petro ha probado que no va a hacer lo que toca y que por el contrario está empeñado, casi perversamente, en hacer lo que no toca. En muchos frentes. Pero más que sus propuestas equivocadas, su incapacidad de conformar un equipo de gobierno o su mismo desconocimiento de los principales problemas de la ciudad de Bogotá, me preocupa su creciente autoritarismo, sus ínfulas de iluminado, su tendencia a la improvisación carismática. Petro está tan convencido de la bondad bondadosa de sus buenas intenciones y sus ideas de gobierno que parece dispuesto a hacer cualquier cosa para llevarlas a cabo. “Síganme los buenos”, sugiere a diario. Y como suele pasar, cada vez se queda más solo.
La decisión de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá -EAAB- de no venderles agua en bloque a los municipios circunvecinos revela, como ninguna otra, el talante autoritario del alcalde Petro, su irrespeto a los límites legales, su pretensión de extender arbitrariamente el alcance geográfico de su mandato. De nada han valido los reclamos del gobernador Cundinamarca, quien señala, con razón, que el alcalde distrital pretende usurparles a los alcaldes municipales la competencia sobre la orientación territorial. O las advertencias del Superintendente deServicios Públicos Domiciliarios, quien ha dicho, sin rodeos, que la EAAB está violando el derecho constitucional al agua potable de cientos de miles de personas. O las observaciones de varios dirigentes gremiales, quienes advierten, con cifras en la mano, que varios proyectos de vivienda de interés social tendrían que ser aplazados irremediablemente con consecuencias adversas: muchos habitantes de municipios cercanos a Bogotá se verían forzados a emigrar, se convertirían en desplazados del agua por decirlo de manera dramática.
El fin, dirá Petro, su objetivo de ponerle freno a una expansión territorial percibida como caótica justifica sus medios arbitrarios, casi extorsivos, esta suerte de matoneo político. “O hacen lo que yo quiero o les cierro la llave”, sugiere. Lo mismo, cabe recordarlo, hizo Putin con la venta de gas a Ucrania y otras países insubordinados. “Petro pretende convertir a Bogotá y sus dominios en Petrogrado”, señaló hace un poco un ex funcionario desencantado. Razón no le falta.
Repitiendo: el alcalde Petro parece no tener límites. Ni los legales que definen de manera precisa el alcance geográfico de su poder. Ni los de la cordura y el sentido común. Ni tampoco, me temo, los del respeto y la decencia.