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abril 2012

Reflexiones

Pasiones políticas

La había leído en uno de los ensayos del historiador Jorge Orlando Melo. Volví a leerla recientemente en El cuervo blanco, el último libro de Fernando Vallejo.

Es una carta escrita en 1885 por el ingeniero Luis María Lleras Triana a su amigo y compadre Rufino José Cuervo. Lleras había abandonado a su familia en Bogotá y se había unido a las milicias liberales que luchaban en contra del gobierno conservador. La carta es conmovedora y trágica al mismo tiempo. Es un testimonio (elocuente digamos) sobre la futilidad de las pasiones políticas, sobre el heroísmo dudoso de quienes dan la vida por un ideal.

“Compadre —escribió Lleras—, la guerra es un vértigo, es una locura, es una insensatez; y los hombres más benévolos se vuelven bestias feroces; el valor del guerrero es una barbaridad. Pero cuando uno toma las armas no puede, no debe dejarlas en el momento de peligro, no puede volver la espalda a amigos, enemigos y hermanos, sin cometer la más baja de las acciones, sin ser un cobarde y un miserable”. Pocos días antes había escrito: “Dios sabe si nos tocará dejar la barriga al sol mientras llegan los gallinazos”. En suma, la lucha es de vida o muerte, su abandono, el peor pecado, y la lealtad con los compañeros de causa, la más alta virtud.

A Luis Lleras lo mataron a los pocos días de un bayonetazo en la batalla de la Humareda, “esa oscura refriega de una oscura revolución de una oscura patria”. El sacrificio fue en vano. Algunas semanas después, Rafael Núñez anunciaría la muerte de la república federal. Cuenta Vallejo que cuando escribió la carta de marras, el 11 de junio de 1885, Lleras llevaba seis meses sin saber de sus ocho hijos, a quienes había abandonado con el propósito de luchar por el bien de la patria o el bienestar general o una sociedad más justa o las sacrosantas ideas liberales o cualquier cosa por el estilo. Escribe Vallejo: “Esto es lo que en español castizo, que tan caro leerá a don Rufino, se llama un solemne hijueputa. Para Colombia era un buen colombiano”.

Como Luis Lleras, muchos colombianos han sucumbido ante las pasiones políticas, han dedicado su vida a refriegas oscuras, a luchas ideológicas sin sentido. Otros han abandonado sus familias en busca de un ideal imposible. Pero a todos, en mayor o menor grado, nos pasa lo mismo. Odiamos a quienes no conocemos por cuenta de sus ideas u opiniones políticas. Peleamos encarnizadamente por defender ideologías dudosas. Vivimos obsesionados con los demagogos que nos gobiernan. Protestamos por sus pronunciamientos más insulsos. Nos tomamos demasiado en serio el espectáculo consuetudinario de la política.

Cinco años antes de su muerte, Luis Lleras trabajó con el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros en La Industria, una publicación quincenal que pretendía “llenar un vacío que se nota en esta sociedad, ocupándonos única y exclusivamente en asuntos que tiendan al desarrollo material: lo cual clara y distintamente quiere decir que este periódico no tendrá color político”. Pero el asunto no prosperó. El ingeniero Lleras prefirió las luchas políticas al desarrollo material y murió como un dudoso héroe militar. Después de su muerte en la Humareda fue ascendido de coronel a general, un homenaje insulso que enfatiza la inutilidad de su sacrificio y la futilidad de nuestras pasiones políticas.

Academia Reflexiones

Un país en paz

“Víctima de la globalización: la historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia”. Así se titula el nuevo libro del historiador y colombianista James D. Henderson que será presentado esta semana en la Feria del Libro de Bogotá. El libro comienza con una tesis novedosa: entre 1965 y 1975, en la década siguiente al fin definitivo de la Violencia, “Colombia fue un lugar extraordinario”, un país en paz con una economía floreciente. En 1950, en los años de Laureano Gómez, 50 mil colombianos fueron asesinados. En 1966, cuando Carlos Lleras Restrepo asumió la presidencia, tan solo 496 personas murieron por causas violentas. “En 1965, era difícil encontrar 500 violentos en todo el territorio nacional”, escribió otro historiador estadounidense, Rusell W. Ramsey. La cifra parece inverosímil. Los colombianos estamos convencidos de que la continuidad de la violencia caracteriza (o define incluso) nuestro país.

La década de la paz, escribe Henderson, comenzó (simbólicamente por supuesto) en junio de 1965 con la muerte del bandolero conservador Efraín González en el sur de Bogotá durante un operativo militar. Con el mismo hecho empieza “35 muertos” de Sergio Alvarez, una novela que, casualmente, cuenta la misma historia: la recaída de Colombia en el abismo de la violencia por cuenta del narcotráfico. Otro evento simbólico, sugiere Henderson, marcó el fin de la paz y el comienzo de más de tres décadas de violencia y desorden. En noviembre de 1975, en la ciudad de Medellín, tuvo lugar la primera masacre perpetrada por un grupo de narcotraficantes: 40 personas fueron asesinadas después del decomiso de 600 kilos de cocaína por parte de la Policía Nacional. Colombia comenzaba apenas a consolidarse como el principal exportador de cocaína a Estados Unidos y la década de la paz (es fácil apreciarlo en retrospectiva) había terminado abruptamente.

Pero muy pocos percibieron lo que se venía encima: la destrucción de la paz de Colombia. En 1975, la Casa Blanca presentó un documento que minimizaba la importancia de la cocaína. “Tal como se usa actualmente, la cocaína no tiene graves consecuencias sociales”, señaló el documento de marras. Inicialmente las autoridades de Estados Unidos toleraron el comercio de una droga considerada inofensiva. Las autoridades colombianas, con el presidente Alfonso López Michelsen a la cabeza, “adoptaron una política de laissez-faire con respecto al tráfico de drogas ilícitas”. En 1975, Alvaro Gómez Hurtado, quien sí intuyó el desastre en ciernes, planteó una pregunta que resultaría ominosa: ¿cuánto nos cuesta la indiferencia?

Mucho nos costó. Desde la masacre de Medellín hasta el presente, cientos de miles de colombianos han sido asesinados. Los capos del narcotráfico y otros grupos violentos “corrompieron, debilitaron y casi destruyeron los sistemas judiciales y legales del Estado”. La historia es bien conocida. Pero Henderson es optimista. No cree en la supuesta continuidad de la violencia. “Estoy convencido –escribió– de que Colombia será de nuevo un país en paz. Viví allí en 1966 y recuerdo el alivio y el optimismo de un pueblo que había dejado atrás la Violencia. Algo de ese mismo espíritu está presente hoy”. 

Tal vez este optimismo sea exagerado. Pero tiene un mérito: nos recuerda que este país tuvo, durante una década ya olvidada, un momento de paz y tranquilidad, y nos sugiere, en últimas, que a pesar de todo no estamos eternamente condenados a la violencia.

Academia Personal

Una propuesta modesta

Por razones fortuitas, –probablemente un funcionario de una organización multilateral lo dejó olvidado en la sala de espera de un aeropuerto colombiano –, tuve acceso a un memorando confidencial que plantea algunas propuestas sobre cómo resolver la crisis fiscal del primer mundo. Transcribo el documento de manera casi literal. Sólo me he tomado algunas libertades con la traducción.

1. El riesgo de envejecimiento es la principal amenaza para la sostenibilidad fiscal del mundo.  En Inglaterra, por ejemplo, los estimativos oficiales proyectaban que, en promedio, una persona de 65 años de edad debería vivir otros 17 años. Pero los estimativos se quedaron cortos. La gente está viviendo tres años más que lo esperado, con consecuencias fiscales desastrosas. Tres años más de vida con respecto a las edades proyectadas implican un costo fiscal de largo de plazo del orden de 50% del PIB. Reconocer y mitigar este riesgo es un proceso que debe ponerse en marcha ahora mismo. Las reformas tradicionales tardarán muchos años en producir resultados. Nuevas reformas son necesarias.

2. El riesgo de envejecimiento no sólo constituye una amenaza para la sostenibilidad de los sistemas de pensiones. También afecta la sostenibilidad de los sistemas de salud. En 2015, según las proyecciones disponibles, el costo de atención a los enfermos de Alzheimer le costará a Estados Unidos 189 mil millones de dólares. En 2050, el costo ya superaría los 950 mil millones de dólares. Muchos de los problemas presupuestales del primer mundo tienen que ver con la intención de extender marginalmente la duración de la vida de personas enfermas y mayores de edad.

3. La generación que causó la crisis tendrá  que asumir el costo de su resolución. Los países desarrollados deberían, mediante un proceso participativo liderado por organizaciones científicas, determinar (y probablemente incorporar en sus constituciones) el valor de un año de vida adicional de, digamos, una persona de 70 años. Con base en este valor, los beneficios y los costos de los medicamentos y procedimientos médicos pueden ser estimados. Si los beneficios son inferiores a los costos, el uso de recursos públicos debería prohibirse explícitamente. Por ejemplo, medicamentos oncológicos muy costosos que, en promedio, apenas prolongan la vida de los enfermos de cáncer por unos pocos años deberían excluirse de manera definitiva.

4. Al mismo tiempo, los países del primer mundo deberían imponer un límite etario para el pago de pensiones. Las personas de, digamos, ochenta o más años deberían vivir por su cuenta y riesgo. Resulta muy oneroso para el resto de la sociedad asumir el costo de las distorsiones demográficas individuales. Varios intelectuales públicos han señalado que las vidas cortas constituyen un imperativo ético habida cuenta de los problemas económicos actuales. Los gobiernos deberían promover un diálogo sobre los costos sociales y las externalidades negativas de las vidas prolongadas. Muchos actores sociales subestiman o desconocen estos costos.

5. Resumiendo: los países desarrollados han sobrepasado el nivel óptimo de envejecimiento (desde un punto de vista social). Por razones de justicia intergeneracional, los más jóvenes no deberían pagar por el exceso de años de vida de una generación privilegiada. Las reformas sugeridas para evitar un crecimiento insostenible de los costos de salud y pensiones son inaplazables.

Academia Reflexiones

El sueño bogotano

¿Ha aumentado recientemente la importancia demográfica, económica y política de la ciudad de Bogotá y sus alrededores? ¿Es la bogotanización de Colombia inevitable o irreversible? En una columna de opinión publicada la semana anterior en este diario, el economista e historiador costeño Adolfo Meisel respondió afirmativamente a las preguntas anteriores, sugirió que la preeminencia de Bogotá es cada vez mayor: su población ha crecido más rápido que en otros centros urbanos, su participación en la producción nacional ha aumentado sistemáticamente y su importancia política, medida, por ejemplo, por la composición regional del gabinete ministerial, es desproporcionada por decir lo menos. En opinión de Meisel, hoy en día somos gobernados desde Bogotá, por los bogotanos y para los bogotanos.

Bogotá es un lugar extraño (geográficamente hablando): una ciudad mediterránea de ocho millones de habitantes, muy lejos de los puertos del Caribe y del Pacífico, sin un río navegable que la conecte con las principales rutas del comercio internacional. Al menos Ciudad de México fue levantada sobre las ruinas de un imperio precolombino. Pero Bogotá no tiene un pasado imperial. Su preeminencia obedece a unas circunstancias históricas distintas, más caprichosas si se quiere: al centralismo de los colonizadores españoles y sus herederos republicanos y a la cerrazón económica que ha caracterizado buena parte de nuestra historia. Hace unos años oí decirle a un académico norteamericano que Bogotá le recordaba a Salt Lake City, la ciudad donde los mormones fueron a esconderse del mundo. Los colonizadores ibéricos llegaron a Bogotá a esconderse de los mosquitos, pero terminaron alejados del mundo, en el Tíbet suramericano.

Más allá de las circunstancias históricas, la ciudad de Bogotá deriva actualmente su importancia de un mercado interno de ocho millones de personas y de una gran concentración del capital humano. Los trabajadores educados siguen encontrando muchas más oportunidades laborales en Bogotá que en cualquier otra ciudad de Colombia. Lo mismo ocurre con los trabajadores sin educación. “Me vine con toda la familia de Armenia hace dos meses. Ganábamos 120 mil pesos mensuales en una finca cafetera. Solo ayer me hice cien mil pesos”, me dijo un taxista hace unos días con evidente satisfacción. Como él, muchos han llegado (y probablemente seguirán llegando) en busca del sueño bogotano.

Las fuerzas del mercado interno y la aglomeración son muy poderosas. Casi imbatibles, como bien ha enfatizado el economista Paul Krugman. En los últimos 20 años, la apertura económica y la descentralización no pudieron reversar la preeminencia bogotana. Pero si Colombia quiere evitar la macrocefalia, si aspira a un crecimiento urbano más equilibrado, no tiene alternativa distinta a profundizar la apertura de la economía y la descentralización de la política. El dinamismo reciente de algunas ciudades de la Costa Caribe ha sido impulsado por una mayor apertura y un mejor aprovechamiento de la descentralización. Algo similar podría ocurrir en la Costa Pacífica. O incluso en Antioquia, si Medellín logra consolidarse como un exportador de servicios especializados.

En fin, mientras alcaldes y empresarios sigan viniendo a Bogotá a suplicar subsidios y pedir protección, el poder hegemónico de la capital seguirá creciendo y el sueño bogotano seguirá siendo una de nuestras grandes paradojas.

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Una candidatura histórica

En
julio de 1944, en Bretton Woods, New Hampshire, un lugar hasta entonces conocido
 por sus hoteles de lujo y sus pistas de esquí,
los representantes de un grupo de más de 40 países definieron la creación del Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional. En ese momento, en las postrimerías de la Segunda Guerra
Mundial, Europa estaba destruida y Estados Unidos dominaba completamente la
economía mundial. Como resultado de su preeminencia económica, Estados Unidos
logró imponer su visión y asegurar un control duradero sobre las nuevas
instituciones. Por más de sesenta años, el Fondo Monetario y el Banco Mundial
han sido instituciones paradójicas por decirlo de algún modo: multilaterales en teoría, pero dependientes
en la práctica del gobierno de Estados Unidos.

Durante
la segunda mitad del siglo XX, Estados Unidos controló el Fondo Monetario y el
Banco Mundial. Nadie se atrevía a objetar
su control. No había muchas razones para ello. La economía global seguía
dependiendo en buena medida de la economía de Estados Unidos. “Si a Estados Unidos le da gripa –decían– a
medio mundo le da neumonía”. Las grandes crisis económicas y financieras
ocurrían en la periferia, muy lejos de Washington o de Bretton Woods. Por
décadas, Estados Unidos actuó como una especie de padre adusto que pedía
prudencia y daba consejos no solicitados. El Banco Mundial y el Fondo Monetario
transformaban estos consejos en créditos y condicionalidades. En economía, la
postguerra duró más de cincuenta años.

Pero
la realidad económica cambió con la llegada del siglo XXI. En la última década,
las llamadas economías emergentes han crecido, en promedio, a una tasa anual cinco
puntos porcentuales superior a la correspondiente a las economías avanzadas. La
última crisis económica ocurrió en el centro, no en la periferia.  Estados Unidos se enfermó de neumonía y muchas
economías en desarrollo sufrieron si acaso un leve resfriado. El crecimiento
global depende ahora de un puñado de economías emergentes. China es el
principal productor de manufacturas del mundo. Con razón, los líderes de las
economías emergentes han pedido una mayor representación en las entidades
multilaterales.

Estos
mismos líderes ya se atreven a alzar la voz. El primer ministro de la India
señaló recientemente que el exceso de liquidez generado por las políticas de
estabilización puestas en práctica en Estados Unidos y Europa constituye una verdadera
amenaza para la economía mundial. Los
otrora aconsejados han pasado a dar consejos. Esta semana, los jefes de
Estado
de los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sur África)
reclamaron que
el nuevo presidente del Banco Mundial debería ser elegido mediante un
proceso
transparente, basado en los méritos de los candidatos, no en su
nacionalidad.
Ya no hay razones, sugirieron, para que la dirección del Banco Mundial
deba estar necesariamente en cabeza de un estadounidense.

Pero
el gobierno colombiano está en otro cuento. Al no apoyar la candidatura de JoséAntonio Ocampo a la presidencia del Banco Mundial, ha desconocido los justos
reclamos de los países en desarrollo por una participación más justa en las decisiones
económicas globales. De manera despectiva,
el gobierno declaró esta semana que la candidatura de Ocampo era “simbólica”. ¡Claro
que lo es! Tristemente el gobierno no ha entendido el simbolismo y ha despreciado la importancia
histórica de las candidaturas alternativas. Sigué anclado en el Siglo XX, en el mundo ya antiguo de Bretton Woods.