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mayo 2012

Academia Reflexiones

La Corte en su laberinto

Esta semana la Corte Constitucional decidió pasar de agache en un asunto trascendental para la sostenibilidad de las finanzas públicas y la legitimidad de las instituciones.

El artículo 48 de la Constitución, reformado sustancialmente por el acto legislativo Nº 1 de 2005, establece, primero, que “la seguridad social será equitativa y financieramente sostenible” y, segundo, que “solamente la Fuerza Pública y el presidente de la República tendrán un régimen especial” de pensiones. El mismo señala, de manera enfática, que “a partir del 31 de julio de 2010, no podrán causarse pensiones superiores a 25 salarios mínimos”.

Pero en Colombia, los mandatos constitucionales son burlados fácilmente. Excongresistas, exmagistrados y exfuncionarios han seguido recibiendo pensiones que superan el límite señalado por la Constitución. ¿Cómo? Muy fácil. A la colombiana. Mediante leguleyadas. O más precisamente, mediante interpretaciones dudosas de una disposición ya vieja, del artículo 17 de la Ley 4ª de 1992 que concedió una serie de privilegios pensionales a congresistas y otros altos funcionarios. Más de 50 demandas son interpuestas cada día con el aval, implícito al menos, del procurador y el Consejo de Estado. Un excongresista recibió recientemente un cheque de varios miles de millones de pesos por concepto de una reliquidación (retroactiva) de su pensión. La situación es potencialmente explosiva.

Hace un año, el sustento legal de los excesos, el artículo 17 de Ley 4ª de 1992, fue demandado ante la Corte Constitucional. El demandante argumentó que la norma en cuestión amenazaba la sostenibilidad financiera del sistema de seguridad social, concedía unos privilegios aberrantes y reñía por lo tanto con el derecho a la igualdad y la prohibición de los regímenes especiales. No es difícil argumentar que el otorgamiento de pensiones multimillonarias contradice la letra y el espíritu de nuestra Constitución Política.

¿Qué ha hecho la Corte Constitucional al respecto? Mamar gallo. El procurador emitió su concepto desde julio del año pasado. Aparentemente, la Corte iba a pronunciarse antes de diciembre. Pero nunca lo hizo. Primero vino el lío de los impedimentos. Cuatro magistrados se declararon impedidos, pues ellos mismos o sus familiares estaban en trance de pensión. La Corte se demoró varios meses en resolver el problema. Una demora sospechosa, ya que, como lo señaló la revista Semana hace unos meses, apenas necesitó 15 días para resolver los impedimentos en el caso de la reelección.

Esta semana la Corte se declaró inhibida, “por ineptitud sustantiva de la demanda”. Los argumentos de la Corte son perezosos. Dice, por ejemplo, que la norma demandada no viola el derecho a la igualdad, pues en Colombia siempre han existido los regímenes especiales. O que el artículo en discusión no tiene nada que ver con la sostenibilidad financiera, pues era anterior al acto legislativo Nº 1 de 2005. Colombia tiene uno de los sistemas pensionales más inequitativos del mundo: unos pocos reciben mucho, la gran mayoría no recibe nada. La Constitución fue reformada para corregir estas inequidades. Pero de nada ha valido. Tristemente, nuestros magistrados son muy ágiles para otorgar privilegios, pero muy timoratos (por decir lo menos) para negarlos.

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Productores de odio

«La adhesión a las causas políticas sólo puede ser una adhesión moderada, nunca una pasión desbordante», escribió Alexis de Tocqueville a mediados de siglo XIX.

Su admonición no ha perdido vigencia. Todo lo contrario. Las pasiones políticas siguen siendo un obstáculo para el cambio social y para la comprensión cabal de nuestros problemas. Los apasionados de la política distorsionan la realidad, magnifican las dificultades y desean, secreta o públicamente, que las cosas vayan mal, que las condiciones sociales o políticas empeoren. Añoran una catástrofe que los enaltezca. Todos los fanáticos, sobra decirlo, son catastrofistas.

Algunos, los ubicados en el extremo derecho del espectro ideológico, señalan el deterioro constante de las condiciones de seguridad. Magnifican los problemas y minimizan los avances. Si las cifras revelan un hecho positivo, una disminución en los homicidios, por ejemplo, son consideradas incompletas o sospechosas. Cuando ocurre un hecho grave, como el atentado ocurrido esta semana en Bogotá, levantan el dedo acusador en forma casi celebratoria. Tristemente, para algunos fanáticos de la derecha los atentados terroristas son buenas noticias. La perversidad es quizás inconsciente, pero es notoria de todos modos.

Otros fanáticos, los ubicados más a la izquierda del espectro ideológico, proclaman el deterioro permanente de las condiciones sociales. Niegan rotundamente el progreso social. No lo consideran posible. Cualquier mejoría les resulta insignificante o mentirosa. Si las cifras muestran, por ejemplo, una reducción de la pobreza, las desechan con argumentos pueriles o paranoicos. Los fanáticos suelen matar (figurativamente) al mensajero que trae buenas noticias. Para ellos, ya lo dijimos, las buenas noticias son problemáticas, incómodas, estorbosas. La izquierda miserabilista, en particular, necesita la pobreza para justificar el resentimiento y confirmar una supuesta superioridad moral.

El fanatismo de izquierda y derecha puede combatirse por medio de armas conocidas: la ironía, el escepticismo y los datos. Pero estas armas no siempre son eficaces y los rivales son muy numerosos. Los foros de la prensa y los debates políticos están dominados, casi acaparados, por los productores de odio. Muchas veces no vale la pena entrar a la refriega. Otras, conviene entrar furtivamente, señalar los prejuicios más notorios y abandonar el escenario de inmediato. El diálogo es imposible. Los fanáticos siempre suponen la mala intención de sus contradictores. Miran incluso con mayor recelo a los moderados que a los fanáticos de la otra orilla. El odio, al fin y al cabo, no es otra cosa que la idealización del enemigo.

“El moderado no aspira a ganar, a pelear para vencer. Está más allá de la competencia, de la rivalidad y por lo tanto también de la victoria. En la lucha por la vida es el eterno derrotado”, escribió el filósofo italiano Norberto Bobbio en uno de sus últimos ensayos. Las adhesiones moderadas significan con frecuencia una claudicación, una renuncia voluntaria a la lucha política. Pero tienen también un lado combativo. “Detesto con toda mi alma a los fanáticos”, confesó el mismo Bobbio al final de su vida. El odio contra los productores de odio es el fanatismo (liberador, digamos) de los moderados. En Colombia ha sido, además, casi una necesidad democrática.

Reflexiones

Estigmatizados

En Estados Unidos y en muchos otros países del mundo, los crímenes y contravenciones, los líos con la justicia de miles y miles de ciudadanos (un incidente de violencia doméstica, un robo en un supermercado, una pelea callejera, etc.) son registrados de manera minuciosa, casi obsesiva, en grandes bases de datos que pueden ser consultadas en cualquier momento por cualquier persona: un empleador potencial, un periodista inquisitivo, un burócrata desconfiado o un vecino curioso.Peor aun, los registros son permanentes. No tienen fecha de vencimiento. Están disponibles a perpetuidad. Muchos individuos, por lo tanto, nunca terminan de pagar sus condenas, quedan marcados para siempre, sometidos al escarnio público en el escenario moderno de las interacciones sociales: el internet.

Los registros electrónicos, señalan algunos comentaristas libertarios en referencia a la célebre novela de Nathaniel Hawthorne, constituyen una suerte de letra escarlata digital, una marca indeleble, definitiva. En este caso, la marca no es sólo un motivo de vergüenza, sino también una condena al ostracismo laboral y económico, un exilio forzado al mundo de la informalidad o la ilegalidad. Los reseñados no portan una ‘A’ de color rojo en el pecho, pero arrastran consigo un estigma incapacitante. En Estados Unidos existen firmas especializadas en rastrear las bases de datos digitales con el fin de comercializar los resultados de sus pesquisas. “Los empleadores tienen derecho a conocer esta información”, dicen sus voceros (la demagogia de la transparencia justifica sus argumentos). Muy pocos, mientras tanto, abogan por los derechos de los reseñados.

Un estudio reciente de la economista Dara N. Lee puso de presente las consecuencias de la publicación en internet de las bases de datos en cuestión. En el caso de Estados Unidos, el libre acceso a los registros criminales tuvo un efecto disuasivo sobre los jóvenes que no habían sido reseñados y disminuyó levemente los delitos contra la propiedad. Pero la reducción del crimen ocurrió a un costo muy alto, a saber: la creación de una casta de excluidos, de individuos que vieron menguadas sus oportunidades laborales y terminaron por lo tanto reincidiendo en el crimen. La publicación de los registros criminales aumentó la reincidencia criminal en más de 10% y afectó mucho más a los negros que a los blancos. En últimas, las bases de datos digitales terminaron reforzando la exclusión.

El problema descrito trasciende la realidad política y económica de Estados Unidos. En Colombia, por ejemplo, el certificado judicial se ha convertido en un instrumento de exclusión. Las bases de datos financieras, a pesar de los controles introducidos por el Congreso, siguen siendo un estigma insuperable para mucha gente. La publicidad oficial aspira a cerrarles todas las puertas, a excluir de manera definitiva a quienes han sido acusados de violencia doméstica. Muchos desmovilizados son tratados como si fueran leprosos.

“La declaración de los derechos humanos —me dijo un profesor ya viejo hace algunos años— debería incluir un nuevo artículo: todo el mundo tiene derecho a cagarla”. Por desgracia en el mundo de hoy, en esta época digital, a muchos hombres y mujeres les ha sido negada para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

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Populismo

Una de las peculiaridades de nuestra historia reciente ha sido la ausencia de populismo.

En Colombia no hemos tenido un Perón, un Chávez o un Alan García (en su primera reencarnación). En términos económicos, no hemos sufrido hiperinflaciones, ni grandes crisis fiscales, ni corralitos, esto es, no hemos padecido las grandes distorsiones macroeconómicas que han caracterizado (o definido) los gobiernos populistas de América Latina. Desde una perspectiva económica, Colombia ha sido un país estable. Mediocremente estable quizá. Pero ese ya es otro cuento.

Como lo ha señalado el economista e historiador inglés James Robinson, la ausencia de populismo (y por lo tanto de grandes distorsiones macroeconómicas) es sólo una parte de la historia. La otra parte, mucho más problemática, es la omnipresencia del clientelismo (y por lo tanto de enormes ineficiencias en la provisión de bienes públicos y en el funcionamiento del Estado). Desde los años sesenta al menos, un arreglo pragmático, un pacto implícito, ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático y centralizado de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Para bien y para mal, el clientelismo ha sido el costo pagado por la ausencia de populismo.

Veamos un ejemplo representativo. En 2001, el Congreso aprobó una polémica reforma constitucional que redujo de manera significativa la tasa de crecimiento de las transferencias a municipios y departamentos. La reforma a las transferencias, promovida y defendida por el entonces ministro de Hacienda, Juan Manuel Santos, contribuyó decididamente a la sostenibilidad fiscal, pero su aprobación, cabe recordarlo, requirió una buena dosis de clientelismo en la forma de partidas regionales o auxilios parlamentarios. Históricamente, ya lo dijimos, el clientelismo permitió la estabilidad, pero lo hizo a un costo muy alto: la ineficiencia de buena parte del Estado y el menor progreso social. El clientelismo, sugiere el mismo Robinson, puede ser tan nocivo como el populismo.

Sea lo que sea, el clientelismo ha sido un equilibrio duradero. Los líderes que lo combatieron, quienes denunciaron los vicios inveterados de la corrupción y la politiquería, López Michelsen, Galán, el mismo Uribe, terminaron en lo mismo. O fueron asesinados. Pero los equilibrios políticos no son para siempre. Las cosas cambian. Muchas redes clientelistas han perdido influencia como consecuencia del debilitamiento de los partidos tradicionales. La competencia política es ahora mucho más abierta que en el pasado: actualmente una figura carismática puede ganar la presidencia sin muchos apoyos políticos o conexiones clientelistas. Además, la bonanza minero-energética (el espejismo petrolero, digamos) ha aumentado las demandas de la gente y las ofertas de los políticos.

En fin, el equilibrio clientelista parece mucho menos estable. Paralelamente el riesgo de populismo ha aumentado. Una cosa viene con la otra. En las próximas elecciones, ya lo veremos, todos los candidatos prometerán lo divino y lo humano. Los anuncios de las últimas semanas, las cien mil viviendas y demás, son apenas un anticipo ominoso de un fenómeno inédito, inconcebible hasta hace apenas algunos años: el populismo colombiano.