Una de las peculiaridades de nuestra historia reciente ha sido la ausencia de populismo.
En Colombia no hemos tenido un Perón, un Chávez o un Alan García (en su primera reencarnación). En términos económicos, no hemos sufrido hiperinflaciones, ni grandes crisis fiscales, ni corralitos, esto es, no hemos padecido las grandes distorsiones macroeconómicas que han caracterizado (o definido) los gobiernos populistas de América Latina. Desde una perspectiva económica, Colombia ha sido un país estable. Mediocremente estable quizá. Pero ese ya es otro cuento.
Como lo ha señalado el economista e historiador inglés James Robinson, la ausencia de populismo (y por lo tanto de grandes distorsiones macroeconómicas) es sólo una parte de la historia. La otra parte, mucho más problemática, es la omnipresencia del clientelismo (y por lo tanto de enormes ineficiencias en la provisión de bienes públicos y en el funcionamiento del Estado). Desde los años sesenta al menos, un arreglo pragmático, un pacto implícito, ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático y centralizado de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Para bien y para mal, el clientelismo ha sido el costo pagado por la ausencia de populismo.
Veamos un ejemplo representativo. En 2001, el Congreso aprobó una polémica reforma constitucional que redujo de manera significativa la tasa de crecimiento de las transferencias a municipios y departamentos. La reforma a las transferencias, promovida y defendida por el entonces ministro de Hacienda, Juan Manuel Santos, contribuyó decididamente a la sostenibilidad fiscal, pero su aprobación, cabe recordarlo, requirió una buena dosis de clientelismo en la forma de partidas regionales o auxilios parlamentarios. Históricamente, ya lo dijimos, el clientelismo permitió la estabilidad, pero lo hizo a un costo muy alto: la ineficiencia de buena parte del Estado y el menor progreso social. El clientelismo, sugiere el mismo Robinson, puede ser tan nocivo como el populismo.
Sea lo que sea, el clientelismo ha sido un equilibrio duradero. Los líderes que lo combatieron, quienes denunciaron los vicios inveterados de la corrupción y la politiquería, López Michelsen, Galán, el mismo Uribe, terminaron en lo mismo. O fueron asesinados. Pero los equilibrios políticos no son para siempre. Las cosas cambian. Muchas redes clientelistas han perdido influencia como consecuencia del debilitamiento de los partidos tradicionales. La competencia política es ahora mucho más abierta que en el pasado: actualmente una figura carismática puede ganar la presidencia sin muchos apoyos políticos o conexiones clientelistas. Además, la bonanza minero-energética (el espejismo petrolero, digamos) ha aumentado las demandas de la gente y las ofertas de los políticos.
En fin, el equilibrio clientelista parece mucho menos estable. Paralelamente el riesgo de populismo ha aumentado. Una cosa viene con la otra. En las próximas elecciones, ya lo veremos, todos los candidatos prometerán lo divino y lo humano. Los anuncios de las últimas semanas, las cien mil viviendas y demás, son apenas un anticipo ominoso de un fenómeno inédito, inconcebible hasta hace apenas algunos años: el populismo colombiano.