En uno de sus primeros pronunciamientos públicos, Fernando Carrillo, el nuevo director de la Agencia Jurídica de la Nación, señaló la dimensión (casi inconmensurable) de su tarea. “Las demandas contra el Estado –dijo– ascienden a 1.200 billones de pesos…25 millones por cada colombiano, un monto preocupante”. Carrillo puso de presente la incapacidad del Estado colombiano para defenderse de un enemigo mejor apertrechado, de un verdadero ejército de litigantes. Con el optimismo de los recién llegados, prometió una revolución, un cambio radical en la defensa jurídica del Estado: “estamos en la idea de traer las mejores experiencias, como las que ofrece España que tiene unas tasas de éxito procesal impresionantes”.
Carrillo pretende convertirse en una especie de superhéroe de historieta, en el jefe de un pequeño escuadrón de funcionarios decididos a enfrentar y vencer un enemigo formidable. Ojalá tenga suerte. Otros han intentado sin éxito hazañas similares. Pero sus proezas seguramente serán insuficientes. Mientras tanto debería usar su poder simbólico (quizás el único que tiene) para hacer un poco de pedagogía, para señalar algunas de las causas estructurales del exceso de demandas en contra del Estado colombiano. Una de estas causas tiene que ver, en mi opinión, con una idea generalizada, con la concepción errónea del Estado como una especie de señor todopoderoso, con capacidades y recursos ilimitados y por lo tanto con la obligación de responder por todos sus errores y omisiones con dinero contante y sonante. El Estado, cabe advertir, no es un señor indiferente sentado en una pila de monedas de oro: es a duras penas un proveedor de servicios financiados mayoritariamente con nuestros impuestos. En últimas, buena parte de los 1.200 billones de pesos constituye un intento de despojo de unos pocos al resto de la sociedad.
Carrillo podría también llamar la atención sobre un problema más álgido, a saber: en Colombia las actividades y ocupaciones más rentables están asociadas con la captura de rentas, con la redistribución de la riqueza, no con su creación. Un ingeniero o científico creativo gana menos que un abogado avezado. Muchas demandas en contra del Estado son simples experimentos redistributivos dirigidos por abogados que conocen los vericuetos legales y cobran millonadas por sus servicios. ¿No debería alguien proponer un tope a los honorarios legales, a las millonadas que se pagan por demandar al Estado? ¿No son estos pagos tan irritantes como los bonos pagados a los banqueros que tanta indignación han causado en el mundo desarrollado? ¿No valdría la pena llamar la atención sobre la extrañeza (por decir lo menos) de honorarios de miles de millones de pesos por actividades que no generan un ápice de riqueza, que poco o nada le aportan a la sociedad?
Mientras sigamos concibiendo al Estado como el administrador desalmado de una riqueza ajena (no de nuestros impuestos), mientras la cacería de rentas y la redistribución oportunista continúen siendo actividades provechosas y respetadas y mientras los demandantes sigan ganando honorarios magníficos, de muchos ceros, la defensa jurídica de la Nación será poco menos que imposible y el ejército de tinterillos seguirá haciendo de las suyas a pesar de las buenas intenciones de Fernando Carrillo o de quien sea.