En los próximos meses el debate sobre el futuro de la educación universitaria en Colombia tendrá un nuevo capítulo. La semana anterior los líderes del movimiento estudiantil se reunieron en Manizales para elegir sus voceros. Los estudiantes reiteraron su objetivo prioritario: “educación superior gratuita y de calidad para todos”. La educación superior, dicen, debe ser un derecho fundamental, una obligación inalienable del Estado.
Esta columna es una invitación a ir más allá de los pronunciamientos retóricos, a pasar de las palabras a los números. La columna presenta una aritmética antipática, pero necesaria creo yo. Empecemos por el principio, por el número de nuevos cupos requeridos para cumplir con la utopía de la universalización planteada por los estudiantes. En Colombia, existen (mal contados) 1,5 millones de estudiantes matriculados en universidades e institutos tecnológicos y técnicos. La cobertura de la educación superior es inferior a 40%. La universalización requeriría, entonces, la creación de más de 2,0 millones de nuevos cupos. Si nos atenemos a los pronunciamientos de los voceros estudiantiles, al menos un millón deberían ser cupos universitarios. Una meta formidable sin duda.
¿Cuánto cuesta crear un millón de nuevos cupos universitarios? El costo semestral por estudiante en una universidad de calidad aceptable, con 50% de profesores de planta, la mitad de ellos con maestría, asciende aproximadamente a cinco millones de pesos. Un millón de cupos nuevos costaría, por lo tanto, cinco billones de pesos semestrales o diez billones anuales: más de cuatro veces el costo de la primera línea del metro de Bogotá, un monto por ahora incompatible con las sostenibilidad fiscal. Pero la plata no es el principal escollo para el cumplimiento de la utopía estudiantil. La construcción de capacidades supone un reto aún más complejo. Dada una relación (no muy exigente) de 30 estudiantes por profesor, la creación de un millón de nuevos cupos universitarios requeriría más de 30 mil nuevos profesores. ¿Quién va a encargarse de su formación? ¿Dónde se capacitarán los nuevos docentes? La respuesta es complicada. El número de profesores requerido es inmenso, casi abrumador.
Pero allí no terminan los problemas. La mayoría de nuestros bachilleres no tienen las habilidades requeridas para entrar a la universidad. Más de la mitad son incapaces de realizar una operación aritmética básica: “Usted compró una camisa que costaba 20 mil pesos y recibió un descuento de 15%, ¿cuánto pagó finalmente?”. En Colombia, hemos invertido la secuencia lógica del progreso educativo. Aspiramos a tener educación universitaria de calidad, pero no reparamos en la pésima calidad de la educación secundaria. Los líderes estudiantiles poco han dicho al respecto. Están en otro cuento.
Más que una nueva ley o un cambio constitucional, Colombia necesita un plan de educación superior que señale claramente de qué manera se van a construir las capacidades requeridas, que muestre de dónde saldrán los recursos y cómo se formaran los profesores y capacitarán los bachilleres. El movimiento estudiantil debería pasar de las palabras a los números, de la retórica vacía de los derechos a una reflexión más profunda sobre las capacidades y los recursos. Ya pasó el tiempo de la carreta.