En 1962, hace ya 50 años, la firma encuestadora Gallup le hizo la siguiente pregunta a una muestra de mujeres estadounidenses: ¿en general, quién cree usted que es más feliz, una mujer casada encargada de su familia o una mujer soltera que trabaja? El comentarista conservador Charles Murray llamó la atención recientemente sobre la uniformidad de las respuestas, más de 90% de las entrevistadas respondieron que las mujeres casadas eran más felices. La pregunta era casi una provocación, sugiere Murray. El matrimonio era considerado entonces un destino ineluctable. La gente nacía, se casaba, se reproducía y moría. Eso era todo. Medio siglo después, las cosas han cambiado de manera radical. La gente pospone cada vez más el matrimonio. O nunca se casa. O si lo hace, se separa después de unos cuantos años. El entorno familiar se ha transformado consecuentemente. En Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje de niños nacidos por fuera del matrimonio pasó de 3% en 1960 a más de 30% en 2010. El porcentaje de niños criados por un solo padre ha seguido una trayectoria similar. Además, las parejas casadas son menos felices. En 1962, 63% de las mujeres decía sentirse muy feliz en el matrimonio; en 2010, este porcentaje ya era inferior a 40%. El matrimonio no atrae, ni amarra, ni entretiene. No sólo en Estados Unidos. En Colombia, el divorcio es cada vez más común y la unión libre se ha generalizado, sobre todo en las familias de menor nivel socioeconómico. Estas tendencias tienen efectos probados sobre la socialización de las generaciones futuras. En promedio, los hijos de padres casados muestran mejores resultados escolares, menores problemas psicosociales y una mejor salud, tanto física como emocional. La evidencia al respecto es inmensa. Apabullante, podría decirse. Para el caso de Colombia, por ejemplo, los investigadores Diego Amador y Raquel Bernal mostraron recientemente que, todo lo demás constante, los hijos de padres casados tienen un mejor desempeño escolar que los hijos de padres en unión libre. El matrimonio, sugieren los autores, acrecienta la responsabilidad y el compromiso de los padres. ¿Puede hacerse algo al respecto? No mucho. El retorno a un supuesto pasado idílico que proponen Murray y otros comentaristas conservadores es imposible. La estatización casi completa del cuidado infantil que proponen algunos liberales es también utópica, sobrestima las capacidades estatales y subestima las restricciones financieras. El Estado no puede sustituir a la familia. No completamente al menos. El novelista Michel Houellebecq plantea el problema con precisión: “es deplorable que la unidad familiar esté desapareciendo. Uno puede argumentar que aumenta el dolor humano. Pero deplorable o no, no hay mucho que podamos hacer. Esa es la diferencia entre mi visión y la de un reaccionario: yo no tengo interés en devolver el tiempo. No creo que pueda hacerse”. Más allá de las políticas públicas, de la reingeniería de valores que propone la derecha o la ingeniería social que promueve la izquierda, el declive del matrimonio y por ende de la familia es un fenómeno trascendental, con consecuencias inquietantes en el mejor de los casos. “Por esta y otras razones, la sociedad ha venido perdiendo la capacidad de producir adultos equilibrados, razonables”, me dijo un colega hace unos meses. Razón no le falta.
febrero 2012
A comienzos de los años cincuenta tuvo lugar un interesante debate en este país. El sociólogo estadunidense T. Lynn Smith señaló, en una serie de artículos ya olvidados, que la movilidad social en Colombia era casi inexistente. En su opinión, las clases altas eran una casta inexpugnable y las clases medias, un refugio de ricos decadentes. El antropólogo austríaco Gerardo Reichel-Dolmatoff criticó duramente el pesimismo de Smith: “Colombia –escribió– no es un país dominado por un sistema feudal manejado por unas cuantas familias de sangre azul que dominan una mayoría de mestizos analfabetos. Esto pudo haber sido cierto hace doscientos años. Pero, en el presente, Colombia es un país cuya estabilidad política y social descansa sobre una firme fundación de miembros de la clase media”. En los años setenta, el debate volvió a repetirse en los mismos términos. En un influyente artículo, el sociólogo Rodrigo Parra Sandoval cuestionó de nuevo las posibilidades de ascenso social. “Cuando se mira con detenimiento a la sociedad colombiana –señaló–, se observa que las posibilidades de movilidad ascendente son mínimas… sólo existen para grupos específicos, estratos medios y altos urbanos, para quienes representa no un ascenso sino un mantenimiento de su posición”. Casi simultáneamente, los economistas Albert Berry y Miguel Urrutia presentaron una visión mucho más optimista. En un libro publicado en 1974, argumentaron que las personas talentosas y educadas tenían las puertas abiertas en Colombia. Los debates descritos tocaban un asunto crucial. Pero, la verdad sea dicha, los debatientes tenían muy pocos datos para sustentar sus conclusiones. Una encuesta reciente, realizada de manera conjunta por el Departamento Nacional de Estadística (DANE) y el Departamento Nacional de Planeación (DNP), permite retomar el debate con mayor objetividad. La encuesta incluye, como es usual, un conjunto de preguntas sobre las condiciones de vida de las personas en el momento actual. Y contiene, al mismo tiempo, una interesante innovación: una serie de preguntas retrospectivas sobre las condiciones de vida (las características de las viviendas, la educación de los padres, etc.) de las mismas personas cuando tenían 10 años de edad. La encuesta permite, por lo tanto, comparar las condiciones de vida presentes y pasadas, y cuantificar las posibilidades de movilidad social. Los resultados muestran un pequeño grado de movilidad social. Aproximadamente 5% de los colombianos pasó, en una generación, de la parte inferior de la distribución (el 40% más pobre) a la parte superior (el 20% más rico) y un poco más de 15% pasó de la parte intermedia a la superior. La movilidad social es menor a la observada en otros países, como Chile y México, donde se realizaron encuestas similares. Más allá de las comparaciones, la movilidad es insuficiente por decir lo menos. Casi una tercera parte de la población nace pobre y muere pobre. Los otros apenas se mueven. Muy pocos logran ascender decididamente. Y si lo hacen, deben enfrentarse al clasismo, a un catálogo conocido de improperios: lobos, mañés, igualados, provincianos, carangas resucitadas, etc. Paradójicamente la crítica social en Colombia se ha dedicado más a denigrar de las costumbres de quienes logran ascender socialmente que a denunciar la falta de movilidad social. Al subido, hay que caerle. Los caídos, caídos están.
Mucho antes de que nuestros políticos encasillaran a las viviendas en estratos y a las personas en grupos del Sisben, los expertos en mercadeo habían clasificado a la población en seis clases sociales, denotadas, casi solapadamente, con letras mayúsculas: A, B, C (1 y 2), D y E. Las clases en cuestión, creadas originalmente por una compañía editorial inglesa, tenían un significado preciso, aséptico en apariencia: la clase A incluía a los ejecutivos, empresarios y profesionales de primer nivel, la B, a los administradores y empleados de niveles intermedios, las D y E, a quienes apenas podían satisfacer sus necesidades básicas o no ponían hacerlo en absoluto, y la C, la clase intermedia, al resto de la población: microempresarios, oficinistas, técnicos y tecnólogos, etc.
Por mucho tiempo, el capitalismo de esta parte del mundo se ocupó preferentemente de los gustos y caprichos de las clases A y B. Con frecuencia alguien hacía notar la preeminencia demográfica de las clases D y E o el potencial invisible de la misteriosa clase C, pero el poder de compra seguía estando concentrado en la parte de arriba, en las exclusivas clases A y B. En América Latina, los mercados se ocupaban más de los gustos de los de arriba que de las necesidades de los de abajo. “Los ricos tienen mercados, los pobres, burócratas”, dijo alguna vez un economista gringo con intención sarcástica. Razón no le faltaba. Pero las cosas están cambiando rápidamente. En Brasil, en Colombia y en buena parte de América Latina, el crecimiento de la otrora desdeñada clase C está transformando el capitalismo. O democratizándolo al menos. En Colombia, más de cinco millones de personas se sumaron en la última década a la clase media, conformada por hogares con ingresos mensuales entre dos y ocho millones de pesos. En Brasil, 30 millones de consumidores han pasado de las clases D y E a la clase C: “la pirámide cambió de forma y se convirtió en un rombo”, dicen los publicistas moviendo las manos. Los nuevos consumidores están viajando en avión por primera vez, comprando vehículos nunca soñados, pensando en enviar sus hijos a la universidad, en fin, contemplando una vida distinta, más allá de la satisfacción imperiosa de las necesidades básicas. Los datos hablan por si solos. En Colombia, el año pasado se vendieron más vehículos Chevrolet que vehículos Renault 4 en dos décadas. No todo el mundo está contento, sin embargo. Algunas minorías ilustradas critican la proliferación de consumidores sin alma, la congestión permanente de calles y centros comerciales y la medianía inevitable del capitalismo masivo. Otros llaman la atención sobre el endeudamiento de los hogares y la precariedad de las bonanzas latinoamericanas (una región maniaco-depresiva, en su opinión). Otros más señalan la pasividad de las nuevas clases medias, su indiferencia ideológica, su complacencia en medio de la corrupción y el desgobierno. Paradójicamente el progresismo latinoamericano mira con malos ojos la democratización del consumo. Contradicciones del sistema tal vez. Gústenos o no, la clase C llegó para quedarse. En el futuro tendremos vías más congestionadas, aeropuertos más llenos, universidades más asediadas e insuficientes y políticos más pragmáticos, más pendientes (o dependientes) de los vaivenes de la economía, del bolsillo de la ahora arrolladora clase C.
¿Qué está pasando? Es difícil fácil saberlo en medio de la inevitable politización del debate. Conviene, sin embargo, distinguir dos hipótesis contrarias. La primera es la hipótesis de la ruptura, la de los opositores uribistas para quienes el gobierno actual ha bajado la guardia y envalentonado a la guerrilla con su política de apaciguamiento y sus promesas de negociación. La segunda hipótesis es la de la continuidad, la de algunos analistas para quienes el resurgir de la violencia terrorista es un problema heredado, de vieja data, que refleja los límites (geográficos, si se quiere) de la política de Seguridad Democrática.
La Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) publicaron hace unos meses un documento (“Persistencia y productividad de la coca en la Región Pacífica, 2009-2010”) que tiene mucho que decir sobre la validez de las hipótesis mencionadas. El documento muestra que en los departamentos de Cauca y Nariño, esto es, en el epicentro mismo de la arremetida guerrillera, las condiciones generales de seguridad no mejoraron en la última década. Todo lo contario. Los cultivos de coca aumentaron (mientras se reducían en el resto del país). Los homicidios crecieron (mientras caían en la mayoría de las regiones de Colombia). Y la presencia de grupos armados se multiplicó consecuentemente. En 2010, al final del segundo gobierno de Uribe, Cauca y Nariño albergaban los principales municipios cocaleros de Colombia: Tumaco, Barbacoas, Roberto Payán y Timbiquí.
Durante el segundo cuatrienio del presidente Uribe, casi 200 mil hectáreas fueron fumigadas en Cauca y Nariño. 70 mil fueron erradicadas manualmente. Pero los esfuerzos nunca fructificaron. Los cultivos ilícitos se dispersaron en parcelas más pequeñas, se movieron hacia lugares más remotos, invadieron los resguardos indígenas y las tierras colectivas de las comunidades negras, pero siguieron creciendo. “Los grupos ilegales transformaron esta región en un área estratégica para la siembra, producción y comercialización de cultivos ilícitos, al mismo tiempo que creaban un puente para el tráfico de coca y otros productos ilícitos hacia los mercados de consumo”. En suma, los problemas de seguridad de Cauca y Nariño no son nuevos, vienen de tiempo de atrás, del gobierno anterior.
El error del presidente Santos no es la ruptura, es paradójicamente la continuidad, es no haberse dado cuenta, a pesar de su experiencia y sus muchos asesores, de que la Seguridad Democrática había fracasado rotundamente en el suroccidente colombiano.