Mucho antes de que nuestros políticos encasillaran a las viviendas en estratos y a las personas en grupos del Sisben, los expertos en mercadeo habían clasificado a la población en seis clases sociales, denotadas, casi solapadamente, con letras mayúsculas: A, B, C (1 y 2), D y E. Las clases en cuestión, creadas originalmente por una compañía editorial inglesa, tenían un significado preciso, aséptico en apariencia: la clase A incluía a los ejecutivos, empresarios y profesionales de primer nivel, la B, a los administradores y empleados de niveles intermedios, las D y E, a quienes apenas podían satisfacer sus necesidades básicas o no ponían hacerlo en absoluto, y la C, la clase intermedia, al resto de la población: microempresarios, oficinistas, técnicos y tecnólogos, etc.
Por mucho tiempo, el capitalismo de esta parte del mundo se ocupó preferentemente de los gustos y caprichos de las clases A y B. Con frecuencia alguien hacía notar la preeminencia demográfica de las clases D y E o el potencial invisible de la misteriosa clase C, pero el poder de compra seguía estando concentrado en la parte de arriba, en las exclusivas clases A y B. En América Latina, los mercados se ocupaban más de los gustos de los de arriba que de las necesidades de los de abajo. “Los ricos tienen mercados, los pobres, burócratas”, dijo alguna vez un economista gringo con intención sarcástica. Razón no le faltaba. Pero las cosas están cambiando rápidamente. En Brasil, en Colombia y en buena parte de América Latina, el crecimiento de la otrora desdeñada clase C está transformando el capitalismo. O democratizándolo al menos. En Colombia, más de cinco millones de personas se sumaron en la última década a la clase media, conformada por hogares con ingresos mensuales entre dos y ocho millones de pesos. En Brasil, 30 millones de consumidores han pasado de las clases D y E a la clase C: “la pirámide cambió de forma y se convirtió en un rombo”, dicen los publicistas moviendo las manos. Los nuevos consumidores están viajando en avión por primera vez, comprando vehículos nunca soñados, pensando en enviar sus hijos a la universidad, en fin, contemplando una vida distinta, más allá de la satisfacción imperiosa de las necesidades básicas. Los datos hablan por si solos. En Colombia, el año pasado se vendieron más vehículos Chevrolet que vehículos Renault 4 en dos décadas. No todo el mundo está contento, sin embargo. Algunas minorías ilustradas critican la proliferación de consumidores sin alma, la congestión permanente de calles y centros comerciales y la medianía inevitable del capitalismo masivo. Otros llaman la atención sobre el endeudamiento de los hogares y la precariedad de las bonanzas latinoamericanas (una región maniaco-depresiva, en su opinión). Otros más señalan la pasividad de las nuevas clases medias, su indiferencia ideológica, su complacencia en medio de la corrupción y el desgobierno. Paradójicamente el progresismo latinoamericano mira con malos ojos la democratización del consumo. Contradicciones del sistema tal vez. Gústenos o no, la clase C llegó para quedarse. En el futuro tendremos vías más congestionadas, aeropuertos más llenos, universidades más asediadas e insuficientes y políticos más pragmáticos, más pendientes (o dependientes) de los vaivenes de la economía, del bolsillo de la ahora arrolladora clase C.
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