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enero 2012

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Las máquinas

La desigualdad es el tema del momento en el mundo desarrollado. Concentra la atención de las elites globales reunidas esta semana en Davos, Suiza, concita el interés de los académicos estadounidenses que solían considerarla una preocupación exótica, propia de investigadores tercermundistas, y ocupó un lugar preminente en el discurso pronunciado por el presidente Obama el martes en la noche. “No podemos acostumbrarnos a un país donde un número decreciente de personas es cada vez más rico, mientras un número creciente apenas sobrevive”, dijo Obama en tono categórico. Razones no le faltan. En Estados Unidos, el 1% más rico de la población se quedó con el 65% del crecimiento económico ocurrido entre 2002 y 2007.
Las causas del incremento de la desigualdad son múltiples y difíciles de desentrañar. Dos de ellas han sido mencionadas con insistencia durante los últimos meses por políticos y ciudadanos indignados: la inequidad del sistema tributario (en Estados Unidos un multimillonario tiene una tasa impositiva inferior a la del trabajador promedio) y los absurdos sistemas de remuneración de los directivos de las grandes empresas (en 1990, un presidente típico de una empresa grande de Estados Unidos ganaba 70 veces más que el trabajador promedio; en 2005, ganaba ya 300 veces más). Se dice, con razón, que el Estado ha otorgado privilegios crecientes para los crecientemente privilegiados. 
Pero los discursos de los políticos y de los indignados usualmente omiten un factor clave, primordial: la tecnología. Las nuevas tecnologías han perjudicado a los trabajadores menos calificados, beneficiado a los más educados y contribuido por lo tanto al aumento de la desigualdad. Los computadores han eliminado millones de empleos de trabajadores sin mucha calificación, de supervisores, cajeros, almacenistas, contadores, dibujantes, etc. Al mismo tiempo, las tecnologías de comunicación, visualización y análisis de datos han generado nuevas y más lucrativas oportunidades para los trabajadores con mayor preparación. En palabras de los economistas Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, “el trabajador promedio ha perdido la carrera contra la máquina”, con consecuencias obvias sobre la desigualdad del ingreso. 
Las nuevas tecnologías han facilitado la tercerización y la adopción de sistemas más eficientes de administración y contratación; cambios que, en conjunto, han beneficiado a los trabajadores más talentosos: la tecnología refuerza las ventajas, no las atenúa. Además, las innovaciones tecnológicas han multiplicado las llamadas “industrias de superestrellas”, en las cuales unos pocos se quedan con casi todo. Hace unas décadas, por ejemplo, cada mercado local tenía su cantante favorito, pero con las nuevas tecnologías, con la gran facilidad de difusión, los nichos desaparecieron y unos cuantos predominan globalmente. No sólo en la música, también en la industria de software, en el deporte, en el entretenimiento, en la academia, etc. En un mundo anterior había muchos Willington Ortiz, ahora hay un solo Messi. 
A pesar de todo, muchos siguen hablando de desigualdad sin mencionar la tecnología: siempre será más fácil señalar a unos cuantos desalmados que a unas máquinas sin alma: acusar es más gratificante que explicar. No sobra recordar, entonces, que la tecnología tiene mucho que ver con lo que está ocurriendo en el capitalismo moderno. Con lo bueno y con lo malo.
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Charlatanes

Más allá del espectáculo consuetudinario de la corrupción, más allá de si deben o no usarse recursos públicos para financiar prácticas sobrenaturales, el incidente del chamán ha abierto un interesante debate sobre la llamada tiranía de la ciencia y la racionalidad occidental. “Lo que está en juego con el asunto del chamán es la posibilidad de que otras racionalidades tengan derecho a existir y a actuar con eficacia”, escribió el profesor y activista Gustavo Wilches-Chaux. “El llamado chamán es como un acupunturista del clima: efectivo, de bajo riesgo e inexplicable desde la ortodoxia alopática”, dijo el mismo Wilches-Chaux en un arranque poético. En igual sentido, el columnista Óscar Collazos denunció “la descalificación de prácticas ancestrales en sociedades distintas a las precariamente sustentadas en la racionalidad científica”. En su opinión, “el chamán puede alterar el comportamiento de la naturaleza; las plegarias pueden ser atendidas por el ‘ser superior’ que las escucha”.

Los defensores intelectuales del chamán han traído a cuento las investigaciones de varios antropólogos. Collazos mencionó a Gerardo Reichel-Dolmatoff. Otros más sugirieron que la antropología respalda la eficacia práctica del chamanismo, la radiestesia y otras prácticas semejantes. Pero estos argumentos son cuestionables, por decir lo menos. La antropología poco tiene que decir al respecto. En términos generales, la investigación antropológica no se ocupa de la efectividad de las prácticas y tradiciones ancestrales, sino de su función simbólica, de su papel como reguladoras de las relaciones de los hombres con su entorno y sus semejantes. Collazos y los demás creen estar defendiendo la diversidad cultural, pero están, consciente o inconscientemente, haciendo otra cosa: defendiendo el irracionalismo y la charlatanería; rechazando, alegremente, la importancia de la coherencia y la validación empírica.

Se asemejen, en mi opinión, a los intérpretes literales de la biblia que, incapaces de distinguir entre los significados simbólicos y los reales, sobreponen las historias del viejo testamento a los hechos científicos. Los defensores del chamán personifican lo que Estanislao Zuleta llamó alguna vez el antinomismo: la naturaleza es la madre caritativa y la ciencia es, por el contario, el padre despiadado, corruptor. En suma, usan mal la antropología, defienden el irracionalismo y reiteran la oposición sin sentido entre ciencia y naturaleza.

Collazos y los otros son apenas los últimos representantes de una tradición retardataria, que, entre otras cosas, ha impedido el avance de la ciencia en Colombia. No casualmente, por ejemplo, las teorías de Darwin fueron acogidas rápidamente en Venezuela, pero tuvieron (y siguen teniendo) mucha resistencia en Colombia. El antropólogo Carl H. Langebaek ha mostrado de forma meticulosa, casi obsesiva, de qué manera en Colombia “los intentos por adoptar la objetividad científica a lo largo de los siglos XIX y XX fueron rápidamente sepultados en nombre del humanismo, de Dios, de la generosidad, de la lástima o de cualquier fuerza idealista que ratificara el predominio de una moral amenazada por el materialismo”.

En fin, el incidente del chamán nos ha vuelto a recordar que, en pleno siglo XXI, a este país le sobran defensores intelectuales del irracionalismo y la charlatanería, y le faltan promotores de la ciencia y la razón.

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Europa 2040

El futuro de Europa es incierto. La crisis de la deuda de los países mediterráneos luce cada día peor. La recesión económica parece inevitable. Las tensiones geopolíticas han vuelto a florecer. Los europeos miran el futuro con pesimismo: apenas 8% de los franceses opina que sus hijos tendrán una vida mejor que ellos. Muchos creen que Europa será incapaz de recuperar la preeminencia económica del pasado. Un velo de ceniza parece haber envuelto los ánimos. Sea lo que sea, las preguntas sobre el futuro económico del viejo continente, no en el corto plazo, sino en 20 o 30 años, son cada vez más frecuentes. Y relevantes.

Pero la recreación del futuro es una tarea más para la ciencia ficción que para las ciencias sociales. Los economistas, a duras penas, podemos hacer proyecciones condicionadas. Los novelistas, por el contrario, pueden probar su suerte en la futurología. En su última novela El mapa y el territorio, el escritor francés Michel Houellebecq intenta una descripción del futuro económico de Francia (y por consiguiente de Europa) en el año 2040. A su manera, con cierto pesimismo resignado pero compasivo, Houellebecq describe (a retazos) los sectores líderes y el marchitamiento tranquilo, sosegado del capitalismo europeo.

Mirado desde el punto de vista aún más distante de la novela, el fin de la época industrial europea era ya definitivo en 2040. La industria se había mudado, para siempre, a otros lugares más propicios: las economías emergentes habían finalmente emergido. Algunos parques industriales habían sido transformados en museos. Pero la mayoría se había desintegrado. Había muerto como mueren las cosas. Poco a poco. Gradualmente. Pero no todo era desolación. Muchas comunidades rurales habían vuelto a la vida por cuenta de la mano invisible de la economía. Habían renacido la huerta de regadío, la forja artística, la herrería, etc. Los nuevos habitantes de las zonas rurales habían recuperado tradiciones olvidadas durante siglos: las recetas, los bailes y las usanzas regionales. “No era –sin embargo– la fatalidad lo que les había empujado a dedicarse a la cestería artesanal, la restauración de un albergue rural o la fabricación de quesos, sino un proyecto empresarial, una elección económica ponderada, racional”.

Europa se había convertido en un gigantesco museo, en un parque temático para el entretenimiento de los nuevos dueños del mundo, los chinos, los vietnamitas, los rusos, etc. No era el destino del capital sino de los capitalistas. No era un lugar atractivo para los inversionistas sino los para consumidores. Con ello, paradójicamente, había sobrevenido cierta estabilidad, cierta armonía lánguida, decadente: “no teniendo para vender prácticamente otra cosa que hoteles con encanto, perfumes y charcutería fina –lo que se denomina un arte de vivir– , Francia había sobrellevado sin dificultad los azares económicos”. Incluso había dado pie a cierta utopía marxista: sin grandes capitalistas, sin las urgencias de la producción, los trabajadores tenían ahora más tiempo libre para el arte y la creación. En la novela, un mecánico rural dibuja fantasías heroicas de un mal gusto extravagante, complementario, sin duda, con la decadencia de los tiempos.

Más allá de su nostalgia por la disminuida industria europea, Houellebecq parece insinuar que Europa tiene más pasado que futuro. O mejor dicho, que su pasado es su futuro. Ni más, ni menos.

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Promesas

En los primeros días del año, imbuidos de espíritu renovador, hacemos promesas, trazamos planes y recitamos propósitos. Parecemos políticos en campaña. Pero con una diferencia: el engañador y el engañado son en este caso la misma persona. Ingenuos o simplemente esperanzados, volvemos cada año a creer que el cambio es ahora y la renovación es posible, que atrás quedaron, para siempre, las promesas incumplidas. Nos quejamos de los políticos, pero no somos muy distintos: nosotros mismos explotamos, con proselitismo barato, nuestra inocencia y credulidad.

¿Es posible cumplir las promesas de año nuevo? ¿O estamos condenados a la repetición anual de los mismos propósitos vanos? Créanlo o no, la economía tiene algo que decir al respecto. La autoayuda no es un patrimonio exclusivo de psicólogos y escritores varados. Muchos otros profesionales han incursionado en un campo tan desprestigiado como lucrativo. Thomas Schelling, premio Nobel de economía, poseedor de una mente brillante como pocas y teórico de la guerra fría, ha estudiado con detenimiento las tensiones estratégicas al interior de la conciencia, las negociaciones internas de esta especie mentirosa. “Homo mendax”, dice Fernando Vallejo.

Para entender el asunto, dice Schelling, conviene suponer que somos habitados por dos seres semiautónomos: uno impaciente y otro paciente. El primero valora la gratificación inmediata y el consumo presente. El segundo aprecia la satisfacción postergada y el consumo futuro. El primero pretende fumarse el cigarrillo de la discordia. El segundo aspira a dejar de fumar. Ambos están involucrados en un complejo juego estratégico en el cual el jugador impaciente tiene una ventaja obvia, casi insalvable. Pero hay un escape posible a la tiranía del presente, dice Schelling. La parte paciente puede mover primero y dejar sin opciones a su rival. Amarrarse al mástil para contrarrestar el irresistible canto de las sirenas ha sido, desde siempre, una estrategia eficaz.

Si queremos ahorrar, lo mejor es hacerlo mediante descuentos automáticos que no dejen llegar toda la plata a nuestra cuenta. Si pretendemos madrugar, lo adecuado es situar el despertador lejos de nuestro alcance. Schelling propone incluso una estrategia más general. Entregarle una suma en efectivo (100 mil pesos, un millón, algo así) a un pariente o un amigo de confianza que pueda verificar el cumplimiento de nuestras promesas. Debemos darle, además, una orden perentoria: transferir el dinero, en caso de incumplimiento, a una organización predeterminada, detestable en nuestra opinión (una asociación taurina, el Opus Dei, el Colectivo Alvear, cada quien escogerá la suya estratégicamente). La cosa suele funcionar, dice Schelling. Al menos disminuye ostensiblemente la ventaja estratégica del jugador impaciente. Pero hay dificultades adicionales. Dos psicólogos gringos, Martin Daly y Margo Wilson, mostraron recientemente que la visualización de mujeres atractivas vuelve a los hombres más impacientes, más propensos a aceptar 15 dólares ahora en lugar de 35 más tarde: ciertas influencias suelen conspirar en contra de nuestras estrategias más rebuscadas. En fin, ni siquiera Schelling (el estratega de la guerra fría) tiene la clave de este asunto. “Las promesas se hicieron para incumplirse”, dicen los políticos. Y en este caso, cabe reconocerlo, tienen toda la razón.