La desigualdad es el tema del momento en el mundo desarrollado. Concentra la atención de las elites globales reunidas esta semana en Davos, Suiza, concita el interés de los académicos estadounidenses que solían considerarla una preocupación exótica, propia de investigadores tercermundistas, y ocupó un lugar preminente en el discurso pronunciado por el presidente Obama el martes en la noche. “No podemos acostumbrarnos a un país donde un número decreciente de personas es cada vez más rico, mientras un número creciente apenas sobrevive”, dijo Obama en tono categórico. Razones no le faltan. En Estados Unidos, el 1% más rico de la población se quedó con el 65% del crecimiento económico ocurrido entre 2002 y 2007.
Las causas del incremento de la desigualdad son múltiples y difíciles de desentrañar. Dos de ellas han sido mencionadas con insistencia durante los últimos meses por políticos y ciudadanos indignados: la inequidad del sistema tributario (en Estados Unidos un multimillonario tiene una tasa impositiva inferior a la del trabajador promedio) y los absurdos sistemas de remuneración de los directivos de las grandes empresas (en 1990, un presidente típico de una empresa grande de Estados Unidos ganaba 70 veces más que el trabajador promedio; en 2005, ganaba ya 300 veces más). Se dice, con razón, que el Estado ha otorgado privilegios crecientes para los crecientemente privilegiados.
Pero los discursos de los políticos y de los indignados usualmente omiten un factor clave, primordial: la tecnología. Las nuevas tecnologías han perjudicado a los trabajadores menos calificados, beneficiado a los más educados y contribuido por lo tanto al aumento de la desigualdad. Los computadores han eliminado millones de empleos de trabajadores sin mucha calificación, de supervisores, cajeros, almacenistas, contadores, dibujantes, etc. Al mismo tiempo, las tecnologías de comunicación, visualización y análisis de datos han generado nuevas y más lucrativas oportunidades para los trabajadores con mayor preparación. En palabras de los economistas Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, “el trabajador promedio ha perdido la carrera contra la máquina”, con consecuencias obvias sobre la desigualdad del ingreso.
Las nuevas tecnologías han facilitado la tercerización y la adopción de sistemas más eficientes de administración y contratación; cambios que, en conjunto, han beneficiado a los trabajadores más talentosos: la tecnología refuerza las ventajas, no las atenúa. Además, las innovaciones tecnológicas han multiplicado las llamadas “industrias de superestrellas”, en las cuales unos pocos se quedan con casi todo. Hace unas décadas, por ejemplo, cada mercado local tenía su cantante favorito, pero con las nuevas tecnologías, con la gran facilidad de difusión, los nichos desaparecieron y unos cuantos predominan globalmente. No sólo en la música, también en la industria de software, en el deporte, en el entretenimiento, en la academia, etc. En un mundo anterior había muchos Willington Ortiz, ahora hay un solo Messi.
A pesar de todo, muchos siguen hablando de desigualdad sin mencionar la tecnología: siempre será más fácil señalar a unos cuantos desalmados que a unas máquinas sin alma: acusar es más gratificante que explicar. No sobra recordar, entonces, que la tecnología tiene mucho que ver con lo que está ocurriendo en el capitalismo moderno. Con lo bueno y con lo malo.