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5 febrero, 2012

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Guerra en el sur

Por un tiempo creímos que era posible olvidar la rutina odiosa de la violencia y pensar en otros problemas más gratificantes: el rezago de la infraestructura, la falta de competitividad, la enfermedad holandesa, etc. Pero lo ocurrido en el mes de enero de este año bisiesto nos devolvió abruptamente a un pasado sombrío. Los ataques de la guerrilla crecieron casi 40% con respecto al año anterior y 300% con respecto al año 2008. Por primera vez en varios años, las Farc pudieron juntar un contingente de más de cien hombres que, primero, destruyó un radar en el municipio de El Tambo, Cauca, y después, combatió con el ejército por algunas horas. Los departamentos de Cauca y Nariño están en guerra. No hay otra palabra para describir los hechos de las últimas semanas.

¿Qué está pasando? Es difícil fácil saberlo en medio de la inevitable politización del debate. Conviene, sin embargo, distinguir dos hipótesis contrarias. La primera es la hipótesis de la ruptura, la de los opositores uribistas para quienes el gobierno actual ha bajado la guardia y envalentonado a la guerrilla con su política de apaciguamiento y sus promesas de negociación. La segunda hipótesis es la de la continuidad, la de algunos analistas para quienes el resurgir de la violencia terrorista es un problema heredado, de vieja data, que refleja los límites (geográficos, si se quiere) de la política de Seguridad Democrática.

La Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) publicaron hace unos meses un documento (“Persistencia y productividad de la coca en la Región Pacífica, 2009-2010”) que tiene mucho que decir sobre la validez de las hipótesis mencionadas. El documento muestra que en los departamentos de Cauca y Nariño, esto es, en el epicentro mismo de la arremetida guerrillera, las condiciones generales de seguridad no mejoraron en la última década. Todo lo contario. Los cultivos de coca aumentaron (mientras se reducían en el resto del país). Los homicidios crecieron (mientras caían en la mayoría de las regiones de Colombia). Y la presencia de grupos armados se multiplicó consecuentemente. En 2010, al final del segundo gobierno de Uribe, Cauca y Nariño albergaban los principales municipios cocaleros de Colombia: Tumaco, Barbacoas, Roberto Payán y Timbiquí.

Durante el segundo cuatrienio del presidente Uribe, casi 200 mil hectáreas fueron fumigadas en Cauca y Nariño. 70 mil fueron erradicadas manualmente. Pero los esfuerzos nunca fructificaron. Los cultivos ilícitos se dispersaron en parcelas más pequeñas, se movieron hacia lugares más remotos, invadieron los resguardos indígenas y las tierras colectivas de las comunidades negras, pero siguieron creciendo. “Los grupos ilegales transformaron esta región en un área estratégica para la siembra, producción y comercialización de cultivos ilícitos, al mismo tiempo que creaban un puente para el tráfico de coca y otros productos ilícitos hacia los mercados de consumo”. En suma, los problemas de seguridad de Cauca y Nariño no son nuevos, vienen de tiempo de atrás, del gobierno anterior.

El error del presidente Santos no es la ruptura, es paradójicamente la continuidad, es no haberse dado cuenta, a pesar de su experiencia y sus muchos asesores, de que la Seguridad Democrática había fracasado rotundamente en el suroccidente colombiano.