De lunes a viernes, de manera ininterrumpida, las páginas de internet de los principales periódicos de Colombia transmiten alguna audiencia judicial, uno de los tantos procesos penales o disciplinarios de interés general. Los reporteros judiciales ya no deambulan de juzgado en juzgado en busca de historias de amores y de odios. Ahora disertan frente a las cámaras acerca de los procesos en curso con la misma grandilocuencia vana que hiciera famosos a varios comentaristas deportivos: especulan, hacen apuestas y entrevistan a los protagonistas del espectáculo.
Algunos abogados penalistas, Jaime Lombana, Jaime Granados y Abelardo de la Espriella, se han convertido en personajes de farándula. Son entrevistados diariamente por los medios nacionales. Pontifican por la mañana en la radio, por la tarde en los juzgados (con señal en vivo) y por la noche en los noticieros de televisión. Son protagonistas de primera plana de un reality que parece no tener fin. En un momento de entusiasmo, un reportero judicial anunció el viernes anterior “la inminente interinidad en el segundo cargo más importante del país”. Solo en un país donde la justicia se ha convertido en un espectáculo consuetudinario puede alguien pensar que un fiscal tiene semejante importancia. El reality de la justicia ha distorsionado la realidad.
Pero este reality tiene una audiencia creciente, un público cada vez más ansioso. La justicia televisada puede ser cautivante. Satisface algunos de nuestros impulsos más básicos: el placer de la revancha, la satisfacción que produce el escarnio público de aquellos que encarnan todos los males de la sociedad. Recientemente un grupo de científicos ingleses mostró, mediante una serie de experimentos con juegos de cooperación, que muchas personas experimentan placer por el simple hecho de observar que los violadores de las normas cooperativas son castigados públicamente: la contemplación del castigo activa los mismos nervios que titilan con el sexo y los estimulantes. “Los seres humanos –concluyeron– derivan satisfacción de observar que la justicia está siendo administrada, incluso si el instrumento de castigo está por fuera de su control”. En fin, la justicia es un espectáculo seductor. Su disfrute es casi instintivo.
Por lo mismo, el espectáculo puede ser peligroso. Muchos jueces intuyen o conocen los gustos de la audiencia, el deseo mayoritario por el castigo inmediato y terminan fallando para complacer a la galería. Tarde o temprano, la justicia espectáculo acaba por erosionar algo que no hace parte de nuestra naturaleza, que la humanidad tardó mucho tiempo en construir, ese gran legado de la ilustración: las libertades individuales, la presunción de inocencia, la defensa del individuo ante la coerción de las mayorías, ante nuestro deseo instintivo de castigo. En la justicia espectáculo, los derechos humanos terminan subordinados a los deseos revanchistas de la audiencia o de los mismos jueces.
Esta semana, el exdirector del Incoder Rodolfo Campo Soto fue declarado un peligro para la sociedad y enviado a la cárcel sin haber sido vencido en juicio. El hecho fue reportado por los medios de comunicación como si fuera un partido sin importancia, de segunda categoría. En la justicia espectáculo, paradójicamente, las violaciones de los derechos humanos no son noticia.