“Víctima de la globalización: la historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia”. Así se titula el nuevo libro del historiador y colombianista James D. Henderson que será presentado esta semana en la Feria del Libro de Bogotá. El libro comienza con una tesis novedosa: entre 1965 y 1975, en la década siguiente al fin definitivo de la Violencia, “Colombia fue un lugar extraordinario”, un país en paz con una economía floreciente. En 1950, en los años de Laureano Gómez, 50 mil colombianos fueron asesinados. En 1966, cuando Carlos Lleras Restrepo asumió la presidencia, tan solo 496 personas murieron por causas violentas. “En 1965, era difícil encontrar 500 violentos en todo el territorio nacional”, escribió otro historiador estadounidense, Rusell W. Ramsey. La cifra parece inverosímil. Los colombianos estamos convencidos de que la continuidad de la violencia caracteriza (o define incluso) nuestro país.
La década de la paz, escribe Henderson, comenzó (simbólicamente por supuesto) en junio de 1965 con la muerte del bandolero conservador Efraín González en el sur de Bogotá durante un operativo militar. Con el mismo hecho empieza “35 muertos” de Sergio Alvarez, una novela que, casualmente, cuenta la misma historia: la recaída de Colombia en el abismo de la violencia por cuenta del narcotráfico. Otro evento simbólico, sugiere Henderson, marcó el fin de la paz y el comienzo de más de tres décadas de violencia y desorden. En noviembre de 1975, en la ciudad de Medellín, tuvo lugar la primera masacre perpetrada por un grupo de narcotraficantes: 40 personas fueron asesinadas después del decomiso de 600 kilos de cocaína por parte de la Policía Nacional. Colombia comenzaba apenas a consolidarse como el principal exportador de cocaína a Estados Unidos y la década de la paz (es fácil apreciarlo en retrospectiva) había terminado abruptamente.
Pero muy pocos percibieron lo que se venía encima: la destrucción de la paz de Colombia. En 1975, la Casa Blanca presentó un documento que minimizaba la importancia de la cocaína. “Tal como se usa actualmente, la cocaína no tiene graves consecuencias sociales”, señaló el documento de marras. Inicialmente las autoridades de Estados Unidos toleraron el comercio de una droga considerada inofensiva. Las autoridades colombianas, con el presidente Alfonso López Michelsen a la cabeza, “adoptaron una política de laissez-faire con respecto al tráfico de drogas ilícitas”. En 1975, Alvaro Gómez Hurtado, quien sí intuyó el desastre en ciernes, planteó una pregunta que resultaría ominosa: ¿cuánto nos cuesta la indiferencia?
Mucho nos costó. Desde la masacre de Medellín hasta el presente, cientos de miles de colombianos han sido asesinados. Los capos del narcotráfico y otros grupos violentos “corrompieron, debilitaron y casi destruyeron los sistemas judiciales y legales del Estado”. La historia es bien conocida. Pero Henderson es optimista. No cree en la supuesta continuidad de la violencia. “Estoy convencido –escribió– de que Colombia será de nuevo un país en paz. Viví allí en 1966 y recuerdo el alivio y el optimismo de un pueblo que había dejado atrás la Violencia. Algo de ese mismo espíritu está presente hoy”.
Tal vez este optimismo sea exagerado. Pero tiene un mérito: nos recuerda que este país tuvo, durante una década ya olvidada, un momento de paz y tranquilidad, y nos sugiere, en últimas, que a pesar de todo no estamos eternamente condenados a la violencia.