¿Ha aumentado recientemente la importancia demográfica, económica y política de la ciudad de Bogotá y sus alrededores? ¿Es la bogotanización de Colombia inevitable o irreversible? En una columna de opinión publicada la semana anterior en este diario, el economista e historiador costeño Adolfo Meisel respondió afirmativamente a las preguntas anteriores, sugirió que la preeminencia de Bogotá es cada vez mayor: su población ha crecido más rápido que en otros centros urbanos, su participación en la producción nacional ha aumentado sistemáticamente y su importancia política, medida, por ejemplo, por la composición regional del gabinete ministerial, es desproporcionada por decir lo menos. En opinión de Meisel, hoy en día somos gobernados desde Bogotá, por los bogotanos y para los bogotanos.
Bogotá es un lugar extraño (geográficamente hablando): una ciudad mediterránea de ocho millones de habitantes, muy lejos de los puertos del Caribe y del Pacífico, sin un río navegable que la conecte con las principales rutas del comercio internacional. Al menos Ciudad de México fue levantada sobre las ruinas de un imperio precolombino. Pero Bogotá no tiene un pasado imperial. Su preeminencia obedece a unas circunstancias históricas distintas, más caprichosas si se quiere: al centralismo de los colonizadores españoles y sus herederos republicanos y a la cerrazón económica que ha caracterizado buena parte de nuestra historia. Hace unos años oí decirle a un académico norteamericano que Bogotá le recordaba a Salt Lake City, la ciudad donde los mormones fueron a esconderse del mundo. Los colonizadores ibéricos llegaron a Bogotá a esconderse de los mosquitos, pero terminaron alejados del mundo, en el Tíbet suramericano.
Más allá de las circunstancias históricas, la ciudad de Bogotá deriva actualmente su importancia de un mercado interno de ocho millones de personas y de una gran concentración del capital humano. Los trabajadores educados siguen encontrando muchas más oportunidades laborales en Bogotá que en cualquier otra ciudad de Colombia. Lo mismo ocurre con los trabajadores sin educación. “Me vine con toda la familia de Armenia hace dos meses. Ganábamos 120 mil pesos mensuales en una finca cafetera. Solo ayer me hice cien mil pesos”, me dijo un taxista hace unos días con evidente satisfacción. Como él, muchos han llegado (y probablemente seguirán llegando) en busca del sueño bogotano.
Las fuerzas del mercado interno y la aglomeración son muy poderosas. Casi imbatibles, como bien ha enfatizado el economista Paul Krugman. En los últimos 20 años, la apertura económica y la descentralización no pudieron reversar la preeminencia bogotana. Pero si Colombia quiere evitar la macrocefalia, si aspira a un crecimiento urbano más equilibrado, no tiene alternativa distinta a profundizar la apertura de la economía y la descentralización de la política. El dinamismo reciente de algunas ciudades de la Costa Caribe ha sido impulsado por una mayor apertura y un mejor aprovechamiento de la descentralización. Algo similar podría ocurrir en la Costa Pacífica. O incluso en Antioquia, si Medellín logra consolidarse como un exportador de servicios especializados.
En fin, mientras alcaldes y empresarios sigan viniendo a Bogotá a suplicar subsidios y pedir protección, el poder hegemónico de la capital seguirá creciendo y el sueño bogotano seguirá siendo una de nuestras grandes paradojas.