La organización criminal liderada por Daniel Rendón, alias Don Mario, representa la nueva cara de la violencia en Colombia. Esta organización no es un cartel de narcotraficantes, no es una milicia paramilitar, no es una oficina de protección privada: es las tres cosas a la vez, es la santísima trinidad del crimen organizado en Colombia. La organización domina las rutas del narcotráfico originadas en el Urabá antioqueño, maneja un ejército de miles de hombres y logró, en poco tiempo, infiltrar la justicia y las fuerzas de seguridad del Estado. “Estamos –dijo esta semana el general Óscar Naranjo– frente a una organización que logró penetrar al más alto nivel no solamente de las instituciones sino de la sociedad colombiana”.
Un empresario bien conectado, dueño de una firma de seguridad que había sido contratada por el Estado para proteger a los desmovilizados del paramilitarismo, terminó convertido en un enlace propicio, en la punta de lanza de la organización criminal de alias Don Mario. El empresario consiguió que el jefe de Fiscalías y el jefe de Policía de Medellín pusieran el poder del Estado al servicio de la organización de marras. Y el jefe de Fiscalías organizó una alianza con políticos locales con el objetivo de propiciar la caída del Alcalde de Medellín, uno de los únicos funcionarios que se había opuesto con decisión a la nueva amenaza criminal. Primero, los contratistas sirven de intermediarios para comprar la justicia y la Policía, y luego la justicia se convierte en un mecanismo de extorsión de los criminales. “Control total” parece ser el nombre del juego.
Pero el juego pasó desapercibido por mucho tiempo. Sorprendentemente el Fiscal General alentó las pesquisas perversas del jefe de Fiscalías en contra del Alcalde de Medellín: “Vea hombre, ahí le he estado haciendo un seguimiento a lo de la Alcaldía de Medellín. Dele para adelante y tiene mi apoyo incondicional”. El general Naranjo confió tozudamente en la honestidad del jefe local de la Policía, un hombre muy sano, pervertido por cuenta de unos amigos muy malos, según la confesión involuntaria del mismo implicado. Mientras tanto, el presidente Uribe anunciaba desprevenido el fin del paramilitarismo, su desmonte definitivo.
Esta semana, la Casa de Nariño anunció, en un breve comunicado, que “al Presidente de la República le dolería mucho regresar a Medellín… sin haber podido derrotar la delincuencia en su totalidad”. Pero el Presidente podría hacer mucho para evitar una frustración mayor, para enfrentar el nuevo desafío criminal. Podría comenzar, por ejemplo, con una manifestación de apoyo explícito y contundente al alcalde Alonso Salazar. La determinación y valentía del Alcalde sobresalen en medio de la corrupción generalizada, de la captura de Estado por parte del crimen organizado y sus agentes.
El Presidente debería también liderar los ajustes necesarios en la política de Seguridad Democrática. Hoy en día, el poderío de las Farc parece inferior al de las alianzas emergentes entre narcotraficantes y paramilitares reciclados. Pero los recursos humanos y financieros están casi totalmente concentrados en la lucha antiguerrillera. La naturaleza de la violencia ha cambiado, pero las fuerzas del orden siguen persiguiendo, selva adentro, el mismo enemigo invisible. La inercia de la guerra no nos ha dejado ver que la cara de la violencia cambió de manera definitiva, que ya no está representada por la imagen familiar de Alfonso Cano, sino por la figura enigmática de Daniel Rendón, alias Don Mario.