La prensa colombiana publicó esta semana el espeluznante testimonio de una joven ex guerrillera de las Farc que tuvo bajo su cuidado a varios de los diputados vallecaucanos asesinados a mediados de año. “Durante el día —relata la joven— tenían la cadena en las manos, y en la noche en los pies. Cuando iban para el baño les soltábamos una mano, pero la otra seguía amarrada. Cuando orinaban, era delante de nosotros, y para las otras necesidades amarrábamos la cadena a un palo, pero no dejábamos de mirarlos”. Uno de los diputados –relata también la ex guerrillera– “repetía que prefería mil veces que lo mataran a seguir pasando esa pena, y no me recibía comida”. El testimonio no deja dudas: las Farc aniquilaron primero el espíritu de los secuestrados y luego procedieron a eliminarlos físicamente. Como escribiera Primo Levi con respecto a las víctimas de los campos de concentración alemanes, “la chispa divina murió en ellos. Uno vacila en llamarlos vivos. Uno vacila en llamar muerte a su muerte”.
El testimonio de la ex guerrillera invita no sólo al repudio, al rechazo sin atenuantes, sino también a la reflexión, a la búsqueda de una explicación, de un entendimiento acerca de las causas del mal. Lo primero que llama la atención, en el caso de las Farc, es la inexistencia de una convicción ideológica sólida, de un fervor doctrinario que nuble la moral y motive la crueldad. Las Farc siempre han carecido de un liderazgo ideológico fuerte y fundamentado: Manual Marulanda no es Abimael Guzmán. Las Farc no son tanto un ejército de cruzados, como una organización de mercenarios. En últimas, la magnitud de los crímenes de las Farc contrasta con la superficialidad de su ideología.
La crueldad de las Farc tampoco es el resultado de la patología, de una perversión psicológica. Los jefes guerrilleros parecen, según los muchos testimonios, “terriblemente normales”: preocupados de asuntos mundanos (los resultados del fútbol profesional), aficionados a gustos burgueses (el agua embotellada), dados a la conversación fácil, a una camaradería desafiante que ha confundido a tantos interlocutores, nacionales y extranjeros. Tal como escribió Hannah Arendt en alusión a los criminales nazis, “el hecho maligno no puede ser rastreado hasta una particularidad de la maldad, hasta alguna patología o hasta alguna convicción ideológica del perpetrador”. La explicación tiene que buscarse en otra parte.
La crueldad de las Farc puede ser explicada por un conjunto de circunstancias mencionado por la misma Arendt con relación a los criminales nazis: la inhabilidad para pensar, para razonar más allá de fórmulas preconcebidas. Las Farc son una organización desconectada de la realidad. Incapaz de aceptar los hechos, de verse como la ven los otros. El aislamiento ha contribuido a la anulación del pensamiento, a la suspensión del juicio y ha facilitado una forma de violencia superficial, casi enigmática. Precisamente lo que Arendt llamaba la banalidad del mal.
En el caso específico de las Farc, la banalidad del mal se caracteriza por una forma extraña de racionalidad, por la sofisticación de los medios cuando los objetivos (la toma del poder) se tornan inalcanzables. No es que el fin justifique los medios violentos: es que éstos se han convertido en el único fin. Quisiera estar equivocado. Pero las muchas opiniones, incluida la de monseñor Castro, que señalan un viraje humanitario de las Farc, me parecen equivocadas, desconocedoras, en últimas, de la incapacidad de pensamiento de una organización que parece haber caído en una dinámica descendente de violencia superficial.