“Este mundo es una comedia para quienes piensan, y una tragedia para quienes sienten”, escribió hace más de dos siglos el aristócrata inglés Horace Walpole. El enfrentamiento entre Álvaro Uribe y Hugo Chávez tiene mucho de ambas cosas. Para quienes piensan, es una comedia de vanidades. O de errores. O de equivocaciones. Para quienes sienten, es una tragedia de infortunios. O de frustraciones. O de falsas ilusiones.
Ya casi todo se ha dicho sobre el tema. Tanto así que las reiteraciones parecen inoficiosas, superfluas. Quisiera, sin embargo, insistir una vez más sobre lo mismo, señalar un último punto. En el discurso de Calamar, el presidente Uribe dijo, entre otras cosas, que el presidente Chávez no estaba interesado en la paz de Colombia, sino en el fortalecimiento de la guerrilla. Esta denuncia es obvia en retrospectiva. Pero también lo era en prospectiva. Uribe pudo haber dicho lo que dijo hace tres meses o tres años. Para anticipar el fracaso de la intermediación de Chávez, no era necesario ningún poder de adivinación. Bastaba consultar la evidencia. Hacer un poco de memoria.
La relación del presidente Chávez con la guerrilla colombiana tiene una historia larga y conocida. Cabría recordar, por ejemplo, el caso de José María Ballestas, el guerrillero del Eln que dirigió el secuestro de un avión de Avianca en 1999. En el año 2001, Ballestas fue capturado en Caracas, donde vivía amparado por una identidad falsa y unas autoridades complacientes. Una vez capturado, Ballestas fue liberado por orden directa del presidente Chávez, y sólo fue entregado a la justicia colombiana después de muchas rogativas y gran presión internacional.
Cabría también recordar las audacias de Miguel Quintero, asesor y amigo de Chávez, quien tuvo que refugiarse en Cuba hace algunos años, después de que el gobierno de los Estados Unidos llamara la atención sobre sus operaciones encubiertas en favor de la guerrilla colombiana. O cabría simplemente citar las declaraciones de Heinz Dieterich (el principal mentor intelectual de Chávez) pronunciadas en los meses previos al referendo revocatorio venezolano de 2004. “El referendo —dijo Dieterich— es una batalla decisiva entre el eje oligárquico-imperial y el eje presidencial-patriótico. Perder esta batalla significa perder la guerra. Perderlo todo. Crearía una situación extremadamente peligrosa y dejaría… a las Farc y al Eln en Colombia y a los demás movimientos sociales progresistas de toda la Patria Grande sin horizonte estratégico concreto”.
Todo lo anterior era conocido cuando el presidente Uribe decidió la malograda y malhadada intermediación del presidente Chávez. La frase de Dieterich, por ejemplo, no deja dudas sobre las intenciones de Chávez y sus asesores. El fracaso era previsible. El juego con fuego ya prefiguraba la chamuscada. La comedia y la tragedia estaban anunciadas. Como en el caso de Jorge Noguera o de Salvador Arana, el presidente Uribe tomó la decisión equivocada con la información en la mano, con las cartas puestas sobre la mesa. Un poco de suspicacia (o de memoria) hubiese sido suficiente para advertir el desenlace final, para anticipar las consecuencias negativas de este otro nombramiento equivocado.
Ya casi todo se ha dicho sobre el tema. Tanto así que las reiteraciones parecen inoficiosas, superfluas. Quisiera, sin embargo, insistir una vez más sobre lo mismo, señalar un último punto. En el discurso de Calamar, el presidente Uribe dijo, entre otras cosas, que el presidente Chávez no estaba interesado en la paz de Colombia, sino en el fortalecimiento de la guerrilla. Esta denuncia es obvia en retrospectiva. Pero también lo era en prospectiva. Uribe pudo haber dicho lo que dijo hace tres meses o tres años. Para anticipar el fracaso de la intermediación de Chávez, no era necesario ningún poder de adivinación. Bastaba consultar la evidencia. Hacer un poco de memoria.
La relación del presidente Chávez con la guerrilla colombiana tiene una historia larga y conocida. Cabría recordar, por ejemplo, el caso de José María Ballestas, el guerrillero del Eln que dirigió el secuestro de un avión de Avianca en 1999. En el año 2001, Ballestas fue capturado en Caracas, donde vivía amparado por una identidad falsa y unas autoridades complacientes. Una vez capturado, Ballestas fue liberado por orden directa del presidente Chávez, y sólo fue entregado a la justicia colombiana después de muchas rogativas y gran presión internacional.
Cabría también recordar las audacias de Miguel Quintero, asesor y amigo de Chávez, quien tuvo que refugiarse en Cuba hace algunos años, después de que el gobierno de los Estados Unidos llamara la atención sobre sus operaciones encubiertas en favor de la guerrilla colombiana. O cabría simplemente citar las declaraciones de Heinz Dieterich (el principal mentor intelectual de Chávez) pronunciadas en los meses previos al referendo revocatorio venezolano de 2004. “El referendo —dijo Dieterich— es una batalla decisiva entre el eje oligárquico-imperial y el eje presidencial-patriótico. Perder esta batalla significa perder la guerra. Perderlo todo. Crearía una situación extremadamente peligrosa y dejaría… a las Farc y al Eln en Colombia y a los demás movimientos sociales progresistas de toda la Patria Grande sin horizonte estratégico concreto”.
Todo lo anterior era conocido cuando el presidente Uribe decidió la malograda y malhadada intermediación del presidente Chávez. La frase de Dieterich, por ejemplo, no deja dudas sobre las intenciones de Chávez y sus asesores. El fracaso era previsible. El juego con fuego ya prefiguraba la chamuscada. La comedia y la tragedia estaban anunciadas. Como en el caso de Jorge Noguera o de Salvador Arana, el presidente Uribe tomó la decisión equivocada con la información en la mano, con las cartas puestas sobre la mesa. Un poco de suspicacia (o de memoria) hubiese sido suficiente para advertir el desenlace final, para anticipar las consecuencias negativas de este otro nombramiento equivocado.