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enero 2008

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El narcotráfico después de las Farc

Quiero comenzar esta columna con un silogismo falso que resume los logros y los extravíos de la lucha antidroga, con un raciocinio que ilustra, una vez más, la sucesión de batallas ganadas en una guerra perdida.La primera premisa del silogismo es verdadera: las Farc son una organización clave en el negocio de la droga: en el cultivo, la producción y la comercialización de cocaína. La segunda premisa también es inobjetable: las Farc están debilitadas y podrían ser derrotadas. Pero las premisas anteriores no permiten concluir que el debilitamiento (o la caída) de las Farc significa la reducción (o la erradicación) del negocio de la droga. El narcotráfico es importante para las Farc. Pero las Farc son irrelevantes para el narcotráfico. Esa es la lógica del negocio.

El año 2007 fue el peor año en la historia reciente de las Farc. La muerte de varios cabecillas y la deserción de miles de sus miembros señalan su debilitamiento progresivo. Y tal vez definitivo. Pero el año 2007 fue tal vez el peor año en la guerra contra las drogas desde el escalamiento de la ofensiva antiguerrillera. La producción de cocaína probablemente cayó. Pero la caída fue compensada por las innovaciones en el transporte. Los decomisos de cocaína que hace la Armada de los Estados Unidos disminuyeron abruptamente el año anterior. Los decomisos habían aumentado de manera continua desde el año 2003, llegaron a 160 toneladas en 2006 y cayeron a 100 toneladas en 2007. “Los ‘malos’ se están moviendo más rápido que nosotros”, afirmó a mediados de mes un alto oficial de la Armada de los Estados Unidos. El jefe del Comando Sur, Jim Stavridis, fue más evasivo: “en un guerra de ofensa y defensa —dijo— hay que ajustar las tácticas permanentemente”. En esta guerra, en particular, hay que moverse todo el tiempo para permanecer en el mismo sitio.

Uno podría, como hizo el zar antidrogas, John Walters, en Medellín, tratar de echarle la culpa a Chávez. Pero las causas del fracaso son más complejas. Y más interesantes. La guerra contra las drogas está a punto de entrar en su fase submarina. Varios oficiales del gobierno de los Estados Unidos señalan que el fracaso reciente obedece en buena medida a la proliferación de “naves semisumergibles” que pueden transportar hasta 20 toneladas de cocaína prensada. En un patio de las oficinas centrales del Comando Sur, Stavridis decidió instalar una réplica de un submarino hechizo, construida por los investigadores de la Armada en un esfuerzo desesperado por entender la innovación artesanal que ha hecho de su guerra una empresa imposible.

Pero la innovación es sólo parte de la historia. Los submarinos también necesitan tripulantes: jóvenes dispuestos a arriesgar su vida en una aventura submarina por dos o tres mil dólares. En meses pasados, el diario estadounidense Los Angeles Times recogió el testimonio de un oficial de la Armada Nacional que interceptó un submarino cargado con droga en mar abierto. Cuando los periodistas le pidieron que describiera a los tripulantes, el oficial simplemente dijo: “están locos”. Pero la locura descrita (el arrojo de los tripulantes) es una forma corriente de la ambición. O de la desesperación. Es, en todo caso, inagotable.

Colombia, en últimas, debe prepararse para el futuro del narcotráfico después de la derrota (o de la transformación) de las Farc. Como ocurrió con una buena parte de los paramilitares, muchos frentes guerrilleros se convertirán en bandas independientes de narcotraficantes. En grupos armados dedicados a supervisar el cultivo de coca y la producción de cocaína. En proveedores de quienes controlan la flotilla de submarinos. En suma, el marchitamiento de las Farc no representa el fin del narcotráfico. Representa solamente un cambio en las formas de lucha de los narcotraficantes.
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Protesta y delirio

Colombia se ha convertido en un país monotemático. Cada comunicado de las Farc, cada declaración de Piedad Córdoba, cada opinión del presidente Chávez o del canciller venezolano, cada respuesta del presidente Uribe o de su gobierno, cada una de las vicisitudes de esta guerra de comunicados e improperios parece acaparar plenamente los espacios de los medios y la atención de la gente. No hay campo para más. Sólo una exigua minoría se atreve a pasar la página, a cambiar de canal o a poner otro tema. Pero el hartazgo razonable de unos cuanto es visto como el reflejo de una falencia moral, como un desapego calamitoso frente a las angustias de las víctimas y las maquinaciones de los victimarios.

Uno puede argumentar, con razón, que este clima de opinión es saludable, que ya era hora de volvernos monotemáticos y que, después de décadas de indiferencia, de muchos años de inacción y de complacencia, el país entendió por fin la magnitud de su desafío y el talante de su enemigo. Uno puede, igualmente, señalar que la fijación colectiva obligará a las Farc a darse cuenta de que lo único que comparten con el pueblo es (como escribiera alguna vez el ensayista alemán Hanz Magnus Enzensberger) el “rechazo que se profesan mutuamente”. Y uno puede, en últimas, argumentar que la atención nacional hará que las Farc entiendan la esquizofrenia de su lucha. “En la medida –escribe el mismo Enzensberger– en que el terrorismo todavía reclama motivaciones políticas, lleva esta locura a la práctica: convierte la guerra popular en guerra contra la mayoría de la población”.

Pero, más allá de sus efectos sobre la conciencia de los asesinos, la obsesión nacional con las Farc puede ser peligrosa. Puede, en primer lugar, sobre todo si el mensaje no es suficientemente claro, darles a las Farc una impresión de protagonismo. Y puede, en segundo lugar, como dice el mismo Enzensberger, conseguir que los terroristas transfieran al resto de la sociedad el delirio al que ellos mismo sucumbieron. Puede llevar “a la idolatría histérica del poder estatal y a la santificación de las fuerzas del orden”. La consigna debe ser “No más Farc”. Una y mil veces, si se quiere. Pero sin caer en la paranoia. En la histeria. Si las Farc nos contagian de su delirio, habrán ganado otra batalla. ————— Respuesta de Ramiro Bejarano a la columna de la semana anterior:
Adenda. Recojo el guante que con socarrona cobardía lanzó el taxónomo del régimen, Alejandro Gaviria, quien la semana pasada clasificó en forma insultante las opiniones adversas al Gobierno al que tanto le sigue debiendo. Con su proverbial arrogancia autocalificó su actitud como no arbitraria. Según el ambiguo ex subdirector de Planeación de Uribe, el único que piensa acertadamente es él, los demás no, sólo porque no tenemos los mismos intereses suyos en el Gobierno. Fue obvio que con su taimada postura hacía méritos o cumplía el encargo de insultarnos en clave a varios columnistas, o ambas cosas. Su argumento críptico es igual al discurso mezquino y desleal del otro Gaviria, José Obdulio. La diferencia es que Alejando posa de independiente, cuando tampoco lo es, y acusa a los demás de “dudosa ética”, cuando también carece de autoridad moral para erigirse en censor de la opinión ajena. Debió haber empezado por clasificar los lagartos y oportunistas, donde él es un espécimen fuera de concurso.

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Sobre la retórica pacifista de Chávez

Esta semana, las cancillerías de Colombia y Venezuela añadieron un nuevo capítulo a la guerra de palabras entre los dos países que comenzó hace ya más de dos meses. Primero el Canciller colombiano, en un tono vehemente, pidió respeto para el Gobierno y el pueblo colombianos. Y luego el Canciller venezolano, en un tono desafiante, señaló, entre otras cosas, que “el Gobierno colombiano no está comprometido con la paz, sino obsesionado… con la guerra”, que el “presidente Uribe está más preocupado por salvar las apariencias que por salvar las vidas de sus conciudadanos” y que “el comunicado de la Cancillería colombiana está plagado de cinismo e hipocresía”.

Sin ningún ánimo patriotero, simplemente con el deseo de señalar las contradicciones (el cinismo y la hipocresía, podría uno decir) de la Cancillería venezolana en particular y de la retórica bolivariana en general, vale la pena examinar algunas de las afirmaciones del comunicado de marras. Vale la pena, en particular, contrastar las palabras del Canciller venezolano con la cruenta realidad de la revolución bolivariana, con un legado violento que algunos desconocen y otros omiten de manera conveniente. En diciembre pasado, por ejemplo, el escritor colombiano William Ospina, sin ningún atisbo de ironía, con una seriedad de propósito y unas pretensiones líricas que recuerdan los discursos de Chávez o las peroratas de los peores dictadores tropicales, elogió “el carácter pacífico y democrático del actual proceso venezolano”.

Ya que el Canciller venezolano habla de la paz y de la importancia de salvaguardar vidas humanas, ya que William Ospina pone como ejemplo de civilización al “proceso venezolano”, conviene recordar (o para los no iniciados simplemente mencionar) algunas cifras. En números redondos, la tasa de homicidios en Venezuela ascendió el año pasado a 45 muertes por cada cien mil habitantes. En Colombia, la misma tasa estuvo alrededor de 40 homicidios por cada cien mil personas. Más de un venezolano fue asesinado cada hora. En los dos primeros días de este año, 63 personas fueron asesinadas violentamente en la ciudad de Caracas. Dadas las cifras anteriores, resulta paradójico que el gobierno venezolano quiera dar lecciones de paz. El “proceso venezolano” ha estado acompañado de un incremento inusitado de la violencia que contradice la retórica pacifista del comunicado de la Cancillería. Actualmente Venezuela no es un ejemplo de paz. Es tristemente un paradigma de la violencia.

El aumento de los homicidios es explicado, según las fuentes venezolanas, por una combinación de indiferencia e ineficiencia. El Gobierno de Chávez ha desdeñado sistemáticamente el tema de la seguridad personal. Además, el deterioro institucional generalizado (el empleo público se ha convertido en una forma perversa de distribución en favor de las personas leales al régimen) ha afectado de manera desproporcionada a la policía y a las fuerzas del orden en general. Mientras tanto algunos oficiales del gobierno, muchos de ellos ex militares, han propuesto distribuir armas entre los habitantes de los arrabales urbanos con el propósito de atenuar la violencia. Esta solución, piensa uno, no parece consecuente con el cacareado carácter pacífico del “proceso venezolano”.

Alguien podría afirmar que la violencia venezolana es diferente a la colombiana, que es espontánea, difusa, desconectada del alboroto de la política. Pero en últimas todas las muertes violentas son iguales en la contabilidad imprescindible del sufrimiento humano. Pero el gobierno bolivariano parece pensar de otra manera. Mientras lamenta la violencia de Colombia, “la resignación y desconsuelo… de la sociedad colombiana”, desdeña la violencia propia y la desesperación de sus gobernados. Así, la retórica pacifista de Chávez y de su Canciller suena vacía en el mejor de los casos. Y oportunista, en el peor. La caridad, dicen, comienza por casa. Y hasta ahora el gobierno venezolano ha sido indiferente ante la violencia propia, ante los muchos muertos que en su silencio dicen más que los largos pronunciamientos bolivarianos.

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Una taxonomía del antiuribismo

Esta columna propone una clasificación de la oposición política en Colombia, una taxonomía del antiuribismo. La clasificación es subjetiva pero no arbitraria. Debe leerse como una opinión sobre las opiniones. Como una caricatura de las caricaturas. Los argumentos políticos, en últimas, son más reiterados que originales. Son variaciones sobre la misma idea. Así, tiene sentido intentar una clasificación de las distintas especies que pueblan el panorama de la oposición política colombiana.

Cabe comenzar con el antiuribismo delirante que sostiene, como principal argumento, que el Presidente y sus colaboradores más cercanos son la continuación del cartel de Medellín. Los antiuribistas delirantes recurren a la estridencia para ocultar la falta de evidencia. Son pocos pero ruidosos. Llevan un largo tiempo insistiendo en varias hipótesis inverosímiles y proponiendo la responsabilidad familiar de las conductas delictivas o criminales. Los opositores delirantes son aficionados a ciertos remoquetes de mal gusto. Cultivan una estética tan cuestionable que sugiere, creo yo, una ética igualmente dudosa, un apego por la mentira y la exageración.

En segundo lugar cabe mencionar el antiuribismo obtuso, que rechaza la lógica y renuncia a los hechos, que parece haber abandonado cualquier pretensión de objetividad. Los antiuribistas obtusos son pensadores dobles, dados a sostener posiciones contradictorias casi simultáneamente. Decían, cuando las Farc anunciaron la liberación de algunos secuestrados, que el presidente Uribe había perdido el pulso político. Y dijeron, cuando el Gobierno reveló las mentiras de las Farc, que el presidente Uribe era un oportunista que había aprovechado una coyuntura especial para ganar el pulso político. La derrota es mala. Pero el triunfo es peor. Los opositores obtusos aducen, por ejemplo, que la seguridad democrática sólo ha permitido que algunos privilegiados regresen a sus fincas de recreo. La congestión navideña de las terminales de transporte, atiborradas de ciudadanos corrientes en busca de un milagro en la forma de una silla en una flota intermunicipal, no parece afectar sus convicciones, cambiar sus juicios. Los hechos no les interesan. Sus posiciones son inflexibles, inmunes a la realidad.

En tercer lugar habría que mencionar el antiuribismo suspicaz, que señala con preocupación los vínculos de políticos de la coalición uribista y ex funcionarios del Gobierno con los paramilitares. Los antiuribistas suspicaces indican algunas coincidencias comprometedoras, pero no hacen juicios definitivos. Insinúan sin acusar. Muchos de ellos se preguntan, con razón, por qué el presidente Uribe no ha pedido disculpas, como dijo que lo iba a hacer si pasaba lo que pasó, por el nombramiento de Jorge Noguera en el DAS. O por qué el Gobierno no muestra la diligencia y la osadía acostumbradas en la persecución internacional del ex gobernador Salvador Arana.

Por último, debe mencionarse el antiuribismo puntual, que denuncia los errores de las políticas y las decisiones del Gobierno. Los antiuribistas puntuales señalan, entre otras cosas, el crecimiento del asistencialismo, de los subsidios al sector privado (la profusión de zonas francas, por ejemplo), la improvisación de muchas decisiones (la fusión de los ministerios, por ejemplo), el clientelismo en el servicio exterior, la desinstitucionalización, etc. La crítica puntual pone de presente no tanto la perversidad del Gobierno como la inconveniencia y la mediocridad de algunas de sus decisiones.

Paradójicamente, el Gobierno les presta mucha más atención a las formas delirantes e irracionales de la oposición que a las formas más sensatas. A las primeras les contesta con comunicados, con alocuciones radiales, con insultos del mismo calibre. A las segundas, simplemente las confunde o las ignora. El Gobierno, en últimas, ha escogido la oposición que quiere tener, no la que piensa, no la que cuestiona, sino la que insulta y reniega de la razón.
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La mentira como principio

Hace ya más de 20 años, en 1985, Enrique Santos Calderón publicó un libro sobre las vicisitudes y los problemas del proceso de paz de Belisario Betancur. El libro (titulado La guerra por la paz) no sólo es un recuento de un proceso fallido, de lo que Laura Restrepo llamó en su momento la historia de un entusiasmo, sino también un documento histórico sobre la persistencia de la mentira, sobre la inveterada práctica del engaño y de la desinformación de la guerrilla colombiana en general y de las Farc en particular.

Gabriel García Márquez, quien escribió la introducción del libro de marras, señala, con una mezcla de sorpresa e indignación, las mentiras casi inverosímiles de las Farc. “Los guerrilleros —escribe García Márquez— se enredaron en su propia lógica. Don Manuel Marulanda, comandante supremo de las Farc, tuvo el desenfado de decir en una extensa entrevista de radio que su movimiento no había recurrido al secuestro y que las cuotas que les pagaban los hacendados eran voluntarias… Pero lo peor fue que Don Manuel dijo después en la misma entrevista que sí se había servido del secuestro, pero que ya no lo hacía ni lo volvería a hacer”.

Muchos años después, las Farc siguen en lo mismo: enredadas en su propia lógica, mintiendo y contradiciéndose. A mediados de septiembre de 2007, Raúl Reyes le dijo a Piedad Córdoba, quien, a su vez, le contó a la prensa nacional, que el Negro Acacio estaba vivo y que todos los secuestrados estaban bien de salud. Meses más tarde, las Farc reconocieron, con el mismo desenfado del que se quejaba García Márquez, la muerte del Negro Acacio, y la opinión nacional conoció con espanto el precario estado de salud de algunos de los secuestrados. La continuidad en la mentira es evidente. Basta una simple interpolación para pasar de la entrevista radial de Marulanda a las declaraciones de Reyes y a la falsa entrega de Emmanuel.

Todas las verdades son iguales. Pero cada mentira es falsa a su manera. Muchas de las mentiras de las Farc son más elaboradas que las simples negativas burdas de Marulanda y Reyes. Las Farc son expertas en teorías de conspiración, en la mención repetida (e infundada) de enemigos agazapados, de adversarios ocultos. “Allí estará la mano siniestra de los Estados Unidos”, dijo esta semana la agencia de noticias Anncol en referencia a los análisis genéticos sobre la identidad de Emmanuel. “Todos los exámenes que ellos hagan demostrarán que ese niño ‘es Emmanuel’. Habrá en consecuencia dos Emmanuel. Sólo su madre sabrá cuál es el verdadero, el de ella”. Esta mezcla de romanticismo barato y de teoría de conspiración (del mal gusto y la mentira) haría ruborizar hasta al mismo Oliver Stone.

El libro mencionado hace referencia a una cita de Aleksandr Solzhenitsyn que hoy sigue siendo tan exacta como hace dos décadas. Decía el novelista ruso que la violencia sólo puede ser ocultada por la mentira y que la mentira sólo puede mantenerse por la violencia. Como escribió Enrique Santos Calderón, “quien proclame la violencia como método, se verá obligado a adoptar la mentira como principio”. Veinte años después, esta predicción se confirma nuevamente y en cabeza de los mismos protagonistas. Si algo ha quedado demostrado en la devolución fallida de Emmanuel, en todo este incidente inverosímil, es la complementariedad siniestra entre la violencia y las mentiras de las Farc.