Colombia se ha convertido en un país monotemático. Cada comunicado de las Farc, cada declaración de Piedad Córdoba, cada opinión del presidente Chávez o del canciller venezolano, cada respuesta del presidente Uribe o de su gobierno, cada una de las vicisitudes de esta guerra de comunicados e improperios parece acaparar plenamente los espacios de los medios y la atención de la gente. No hay campo para más. Sólo una exigua minoría se atreve a pasar la página, a cambiar de canal o a poner otro tema. Pero el hartazgo razonable de unos cuanto es visto como el reflejo de una falencia moral, como un desapego calamitoso frente a las angustias de las víctimas y las maquinaciones de los victimarios.
Uno puede argumentar, con razón, que este clima de opinión es saludable, que ya era hora de volvernos monotemáticos y que, después de décadas de indiferencia, de muchos años de inacción y de complacencia, el país entendió por fin la magnitud de su desafío y el talante de su enemigo. Uno puede, igualmente, señalar que la fijación colectiva obligará a las Farc a darse cuenta de que lo único que comparten con el pueblo es (como escribiera alguna vez el ensayista alemán Hanz Magnus Enzensberger) el “rechazo que se profesan mutuamente”. Y uno puede, en últimas, argumentar que la atención nacional hará que las Farc entiendan la esquizofrenia de su lucha. “En la medida –escribe el mismo Enzensberger– en que el terrorismo todavía reclama motivaciones políticas, lleva esta locura a la práctica: convierte la guerra popular en guerra contra la mayoría de la población”.
Pero, más allá de sus efectos sobre la conciencia de los asesinos, la obsesión nacional con las Farc puede ser peligrosa. Puede, en primer lugar, sobre todo si el mensaje no es suficientemente claro, darles a las Farc una impresión de protagonismo. Y puede, en segundo lugar, como dice el mismo Enzensberger, conseguir que los terroristas transfieran al resto de la sociedad el delirio al que ellos mismo sucumbieron. Puede llevar “a la idolatría histérica del poder estatal y a la santificación de las fuerzas del orden”. La consigna debe ser “No más Farc”. Una y mil veces, si se quiere. Pero sin caer en la paranoia. En la histeria. Si las Farc nos contagian de su delirio, habrán ganado otra batalla. ————— Respuesta de Ramiro Bejarano a la columna de la semana anterior:
Adenda. Recojo el guante que con socarrona cobardía lanzó el taxónomo del régimen, Alejandro Gaviria, quien la semana pasada clasificó en forma insultante las opiniones adversas al Gobierno al que tanto le sigue debiendo. Con su proverbial arrogancia autocalificó su actitud como no arbitraria. Según el ambiguo ex subdirector de Planeación de Uribe, el único que piensa acertadamente es él, los demás no, sólo porque no tenemos los mismos intereses suyos en el Gobierno. Fue obvio que con su taimada postura hacía méritos o cumplía el encargo de insultarnos en clave a varios columnistas, o ambas cosas. Su argumento críptico es igual al discurso mezquino y desleal del otro Gaviria, José Obdulio. La diferencia es que Alejando posa de independiente, cuando tampoco lo es, y acusa a los demás de “dudosa ética”, cuando también carece de autoridad moral para erigirse en censor de la opinión ajena. Debió haber empezado por clasificar los lagartos y oportunistas, donde él es un espécimen fuera de concurso.