Como seguramente lo señalarán los historiadores del futuro, existe un elemento común en la historia de Colombia de las últimas décadas: las interferencias secretas, las conversaciones grabadas ilegal o fortuitamente. El escándalo político más grande de nuestra historia reciente comenzó con una conversación interceptada, con los famosos narcocasetes. Otros casetes, grabados por un radioaficionado medio ciego, revelaron el escabroso papel de la Fuerza Pública en el holocausto del Palacio de Justicia: “que no nos pongamos a pararnos en municiones o en destrozos que haya que ocasionar… que haya acción… cambio”. Recientemente —ya en desuso los casetes y en abuso los archivos electrónicos—, unas conversaciones interferidas ilegalmente revelaron los extravíos del proceso de paz más cuestionado en nuestra ya larga historia de impunidades pactadas. Las interceptaciones han servido incluso para el entretenimiento, para el deleite voyeurista de los aficionados al reality de la política. En los últimos años hemos escuchado diálogos domésticos entre hermanos, tratos impúdicos entre ministros, imprecaciones presidenciales en tono mayor. De todo.
Aparentemente la cosa viene de atrás. Cuentan los testigos, los que tuvieron acceso a las trastiendas del poder en la época previa a los casetes, en los tiempos de las cintas que fueron también los del Frente Nacional, que en la residencia presidencial de entonces existía una pequeña habitación donde se almacenaban miles de cintas con conversaciones de personajes destacados. Las cintas contenían un registro inédito de la historia nacional. Pero no eran simples testimonios. No eran sólo actas habladas de decisiones y actuaciones previas. Eran testimonios activos. Las grabaciones, sobra decirlo, no sólo registran la historia: pueden también cambiarla.
Las grabaciones ilegales registran el pasado, retratan el presente y pueden cambiar el futuro. La mayoría describe hechos extraordinarios con una entonación familiar, como si se tratase de una epopeya de Hollywood doblada por actores nacionales. Dice el escritor chileno Roberto Bolaño: “las voces que llegan del espacio exterior están rediseñando esta isla infantil llamada Chile: nos enseñan con vara de maestro nuestra realidad, nos piden que abramos los ojos y que abramos también las orejas”. La referencia geográfica es irrelevante. Un detalle circunstancial, pues la idea de fondo es la misma en Colombia y en Chile: las voces interceptadas cuentan y hacen la historia al mismo tiempo.
Las grabaciones (como las cámaras) cambian a los protagonistas. Probablemente muchos funcionarios (y otros tantos personajes de la vida nacional) sienten que están haciendo parte de una representación. Saben que la audiencia es grande. No hablan sólo para sus interlocutores, sino también para el público en general. O simplemente callan. En fin, los que se temen chuzados nunca son sinceros. Son actores de radionovela.
Dice el mismo Roberto Bolaño: “las voces, como si se tratara de una radionovela, están actuando para nosotros, pero sobre todo están actuando para ellos mismos. Por fin han encontrado el papel de su vida… frente a ellos estamos nosotros, desarmados, pero mirando y escuchando”. Frente a ellos estamos todos. Entretenidos y espantados mientras pasa la historia de Colombia convertida en radionovela, en diálogos recurrentes entre personajes “chuzados”: los protagonistas de una comedia que no parece tener fin.
Aparentemente la cosa viene de atrás. Cuentan los testigos, los que tuvieron acceso a las trastiendas del poder en la época previa a los casetes, en los tiempos de las cintas que fueron también los del Frente Nacional, que en la residencia presidencial de entonces existía una pequeña habitación donde se almacenaban miles de cintas con conversaciones de personajes destacados. Las cintas contenían un registro inédito de la historia nacional. Pero no eran simples testimonios. No eran sólo actas habladas de decisiones y actuaciones previas. Eran testimonios activos. Las grabaciones, sobra decirlo, no sólo registran la historia: pueden también cambiarla.
Las grabaciones ilegales registran el pasado, retratan el presente y pueden cambiar el futuro. La mayoría describe hechos extraordinarios con una entonación familiar, como si se tratase de una epopeya de Hollywood doblada por actores nacionales. Dice el escritor chileno Roberto Bolaño: “las voces que llegan del espacio exterior están rediseñando esta isla infantil llamada Chile: nos enseñan con vara de maestro nuestra realidad, nos piden que abramos los ojos y que abramos también las orejas”. La referencia geográfica es irrelevante. Un detalle circunstancial, pues la idea de fondo es la misma en Colombia y en Chile: las voces interceptadas cuentan y hacen la historia al mismo tiempo.
Las grabaciones (como las cámaras) cambian a los protagonistas. Probablemente muchos funcionarios (y otros tantos personajes de la vida nacional) sienten que están haciendo parte de una representación. Saben que la audiencia es grande. No hablan sólo para sus interlocutores, sino también para el público en general. O simplemente callan. En fin, los que se temen chuzados nunca son sinceros. Son actores de radionovela.
Dice el mismo Roberto Bolaño: “las voces, como si se tratara de una radionovela, están actuando para nosotros, pero sobre todo están actuando para ellos mismos. Por fin han encontrado el papel de su vida… frente a ellos estamos nosotros, desarmados, pero mirando y escuchando”. Frente a ellos estamos todos. Entretenidos y espantados mientras pasa la historia de Colombia convertida en radionovela, en diálogos recurrentes entre personajes “chuzados”: los protagonistas de una comedia que no parece tener fin.