Muchos analistas y comentaristas nacionales han interpretado el drama (y la encrucijada) de los secuestrados de las Farc como una muestra fehaciente de nuestras falencias morales, de nuestra inveterada falta de conciencia y solidaridad. Los juicios sociológicos (los dictámenes indignados) están a la orden del día. Aparecen por todas partes, con la insistencia estentórea de los lugares comunes. “¿Esta será una prueba de que Íngrid está viva, o de que nuestra sociedad está muerta?”, pregunta retóricamente el caricaturista Vladdo. “Los videos… le hacen a uno preguntarse qué sentido tiene pertenecer a un país que es capaz de producir esta barbarie silenciosa que se siente de manera íntima, pero que no impulsa a la gente a protestar en las calles, ni a salir a mostrar su indignación”, afirma rudamente la columnista María Jimena Duzán. “Lo que está hoy en juego es qué tanta conciencia humanitaria tiene esta nación”, anuncia perentoriamente el analista Ricardo Santamaría.
La tendencia a explicar muchos de nuestros problemas, antiguos o recientes, como el reflejo de una supuesta perversión moral de la sociedad colombiana tiene una larga tradición. Tanto la izquierda como la derecha adornan sus discursos con diagnósticos culposos, con reflexiones indignadas sobre el alma nacional. Los colombianos, como alguna vez escribiera Gabriel García Márquez, nos deleitamos mirándonos en el espejo de nuestras propias culpas. Reales o inventadas. Somos un país aficionado a la autoflagelación. A la inculpación colectiva. A los golpes de pecho. “Colombia es el peor país del mundo… En sus arrugas montañosas se encajona el espíritu y entre sus valles calurosos, donde zumban los mosquitos, se avinagra el alma”, escribe Fernando Vallejo. Y muchos de nuestros columnistas (“se dicen partes, pero se sienten jueces”) parecen estar de acuerdo.
Pero, en mi opinión, los juicios sociológicos son equivocados. Indemostrables, en el mejor de los casos. Falsos, en el peor. No creo en las sociedades buenas o malas. Ni tampoco en la existencia colectiva (o generalizada) de ciertas falencias morales: la indiferencia, la obsecuencia, la insolidaridad, etc.. Creo, incluso que, al menos en el caso que nos ocupa, los colombianos estarían dispuestos a llevar la solidaridad a extremos insospechados. Algunos colombianos, en mi opinión, estarían dispuestos a intercambiarse por secuestrados que nunca han visto en sus vidas. O a donar una parte de sus posesiones para reducir el sufrimiento de las víctimas. Así, la pregunta retórica de Vladdo (entre otras opiniones) me parece no sólo falsa, sino también injusta.
Muchos colombianos se oponen al despeje no por insolidaridad. No por una incapacidad perversa de ponerse en el lugar del otro o por una indiferencia ancestral ante el sufrimiento ajeno, sino por un escepticismo aprendido, por un convencimiento de que el despeje no disminuirá el sufrimiento y podría incluso multiplicar la barbarie. Probablemente las protestas contra el secuestro seguirán creciendo en el futuro. Pero el rechazo colectivo, el ímpetu de la indignación, siempre tendrá que vencer la certeza sobre la futilidad de los actos políticos, sobre la sordera de las Farc al clamor generalizado.
En fin, Colombia no es la culpable de lo que está sucediendo: es la víctima. La dimensión de nuestra tragedia se manifiesta, entre otras cosas, en la necesidad de repetir lo obvio. Así, dejar de lado la culpa colectiva, rechazar los juicios sociológicos, es, en mi opinión, un paso importante en busca de la unidad nacional, del consenso necesario para lo que viene, para el diálogo inevitable entre una sociedad victimizada y sus victimarios. Los alegatos autoflagelantes no sólo reiteran un lugar común que ha hecho mucho daño y ha logrado muy poco, sino que promueven precisamente lo que pretenden combatir: la insolidaridad y la indiferencia. En últimas, el exhibicionismo moral no sólo es, en esencia, deshonesto, sino que también es, en la práctica, contraproducente.
La tendencia a explicar muchos de nuestros problemas, antiguos o recientes, como el reflejo de una supuesta perversión moral de la sociedad colombiana tiene una larga tradición. Tanto la izquierda como la derecha adornan sus discursos con diagnósticos culposos, con reflexiones indignadas sobre el alma nacional. Los colombianos, como alguna vez escribiera Gabriel García Márquez, nos deleitamos mirándonos en el espejo de nuestras propias culpas. Reales o inventadas. Somos un país aficionado a la autoflagelación. A la inculpación colectiva. A los golpes de pecho. “Colombia es el peor país del mundo… En sus arrugas montañosas se encajona el espíritu y entre sus valles calurosos, donde zumban los mosquitos, se avinagra el alma”, escribe Fernando Vallejo. Y muchos de nuestros columnistas (“se dicen partes, pero se sienten jueces”) parecen estar de acuerdo.
Pero, en mi opinión, los juicios sociológicos son equivocados. Indemostrables, en el mejor de los casos. Falsos, en el peor. No creo en las sociedades buenas o malas. Ni tampoco en la existencia colectiva (o generalizada) de ciertas falencias morales: la indiferencia, la obsecuencia, la insolidaridad, etc.. Creo, incluso que, al menos en el caso que nos ocupa, los colombianos estarían dispuestos a llevar la solidaridad a extremos insospechados. Algunos colombianos, en mi opinión, estarían dispuestos a intercambiarse por secuestrados que nunca han visto en sus vidas. O a donar una parte de sus posesiones para reducir el sufrimiento de las víctimas. Así, la pregunta retórica de Vladdo (entre otras opiniones) me parece no sólo falsa, sino también injusta.
Muchos colombianos se oponen al despeje no por insolidaridad. No por una incapacidad perversa de ponerse en el lugar del otro o por una indiferencia ancestral ante el sufrimiento ajeno, sino por un escepticismo aprendido, por un convencimiento de que el despeje no disminuirá el sufrimiento y podría incluso multiplicar la barbarie. Probablemente las protestas contra el secuestro seguirán creciendo en el futuro. Pero el rechazo colectivo, el ímpetu de la indignación, siempre tendrá que vencer la certeza sobre la futilidad de los actos políticos, sobre la sordera de las Farc al clamor generalizado.
En fin, Colombia no es la culpable de lo que está sucediendo: es la víctima. La dimensión de nuestra tragedia se manifiesta, entre otras cosas, en la necesidad de repetir lo obvio. Así, dejar de lado la culpa colectiva, rechazar los juicios sociológicos, es, en mi opinión, un paso importante en busca de la unidad nacional, del consenso necesario para lo que viene, para el diálogo inevitable entre una sociedad victimizada y sus victimarios. Los alegatos autoflagelantes no sólo reiteran un lugar común que ha hecho mucho daño y ha logrado muy poco, sino que promueven precisamente lo que pretenden combatir: la insolidaridad y la indiferencia. En últimas, el exhibicionismo moral no sólo es, en esencia, deshonesto, sino que también es, en la práctica, contraproducente.