Dos cosas habría que decir sobre el discurso pronunciado por el presidente Uribe en la instalación del Congreso. Primero, fue un discurso primordialmente económico. Cincuenta minutos de oratoria escueta sobre finanzas públicas, sólo interrumpidos por dos breves referencias a la reforma de la justicia y a la reelección de alcaldes y gobernadores. Y segundo, el discurso fue un inventario deshilvanado de iniciativas, un recital de promesas sin orden aparente. Casi un álbum de fotos dispuestas al azar que sugiere varias cosas pero que no revela ninguna historia precisa. Ningún modelo. Ninguna teoría.
Entre otras muchas cosas, el Presidente prometió ventajas tributarias para las empresas que aumenten sus inversiones (“se propone una fórmula agresiva para que los contribuyentes puedan deducir el monto de sus inversiones durante el primer año de haberlas realizado”) y descuentos de impuestos para quienes adquieran acciones de empresas del sector agrícola (“estos incentivos tienen que empujar el propósito de convertir a Colombia en gran productor de combustibles biológicos”). Al mismo tiempo, anunció más transferencias en efectivo para las familias de escasos recursos, más auxilios directos para los ancianos indigentes, más subsidios de salud, así como devoluciones en efectivo para los hogares de los estratos bajos y apoyos directos a los productores agrícolas.
Pero detrás de la forma deshilvanada del discurso, puede vislumbrarse un esbozo de modelo económico. Las fotografías en desorden sugieren una historia en formación. El modelo económico del segundo mandato de Uribe parece estar basado en una mezcla de descuentos tributarios para las empresas y auxilios directos para los pobres. Un cruce extraño entre la doctrina tributaria del Wall Street Journal (menos impuestos, más crecimiento) y la política de gasto de la socialdemocracia (asistencialismo permanente para la mayoría). Una hibridación peculiar entre los estímulos dudosos del Reaganomics y los subsidios cuestionables del Estado de Bienestar. En últimas, el modelo es sencillo. Para incentivar las inversiones, se ofrecen regalos tributarios. Para paliar la indigencia, se reparten auxilios monetarios.
Pero lo grave de todo este asunto es la ineficacia de cada uno de los esquemas propuestos: de la mano derecha y la mano izquierda del modelo uribista. Los estímulos tributarios, de un lado, son inocuos en el mejor de los casos y perjudiciales en el peor. Ya lo dijo Paul Krugman en su reciente visita al país: “la verdad es que los incentivos tributarios a las empresas no garantizan un aumento de la inversión ni del crecimiento y sólo benefician a la gente rica”. Los subsidios estatales, de otro lado, disminuyen la formalización del empleo y aumentan la vulnerabilidad fiscal. El asistencialismo permanente, tarde o temprano, se revela como dañino para los hogares e insostenible para el fisco.
Pero el modelo económico de Uribe tiene otro elemento esencial: el exceso de dinamismo. Si los empresarios necesitan estímulos para invertir y los pobres subsidios para vivir, el Gobierno tiene necesariamente que asumir un papel preponderante. La diligencia debe ser permanente. La mano derecha y la mano izquierda tienen que estar en continuo movimiento. El repartir, repartir y repartir requiere de un incesante trabajar, trabajar y trabajar. Lástima que, al final de cuentas, tanta actividad resulte infructuosa. Pues la verdad del asunto (la triste verdad del asunto) es que los subsidios (a ricos y pobres) no traerán ni mayor crecimiento, ni menor pobreza.