“A pocas cosas nos dedicamos los seres humanos con tanto ahínco como a la infelicidad. Si un maligno creador nos hubiese colocado sobre la Tierra con el único propósito de hacernos sufrir, tendríamos buenas razones para felicitarnos por nuestra entusiasta respuesta ante semejante tarea”, dice con elocuencia Alain de Botton. Pero toda regla general tiene sus excepciones. Los colombianos, aparentemente, hemos logrado escapar el destino inevitable de la infelicidad. O al menos hemos puesto menos ahínco en la tarea innoble de la tristeza. Así lo señalaron esta semana varios informes de prensa que daban cuenta de un estudio, realizado por una fundación norteamericana, en el cual se clasificó a Colombia como el segundo país más feliz del mundo después de una pequeña y desconocida isla del Pacífico.
Las explicaciones periodísticas no se hicieron esperar. La felicidad, se dijo, está relacionada con la capacidad de gozarse la vida (¡uuepa je!), con los apegos comunitarios tradicionales, con el ritmo sosegado del trópico y con el rechazo cultural de la opulencia. Todas las explicaciones parecían variaciones sobre la tesis previsible del buen salvaje. No casualmente el país más feliz del mundo es una isla del Pacífico. La patria intelectual de los salvajes satisfechos. Allí donde Margaret Mead había imaginado, engañada por dos adolescentes delirantes, su propio mundo feliz. Y allí donde Rousseau había concebido una felicidad espontánea fincada sobre la falta de posesiones materiales y la ausencia de instituciones corruptoras.
Pero la tesis del buen salvaje tiene la desventaja del bienpensantismo. Parece sugerir una especie de justicia divina: riqueza para unos y felicidad para otros. No creo, en concreto, que la felicidad colombiana tenga mucho que ver con un fantasma romántico. Quizás la supuesta felicidad de este país de infortunios sea una consecuencia inesperada de sus mismas falencias. De sus injusticias atávicas. De la falta de movilidad social y la resignación cristiana de buena parte de la población. Del sosiego mental que otorga no sentirse dueño de su propio destino. De la comodidad moral que produce el saberse víctima del sistema. De la renuncia a las pretensiones que ocasiona la aceptación pasiva de un origen socioeconómico desfavorable. La exclusión, en últimas, doblega el espíritu hasta hacerlo feliz.
Hace ya muchas décadas, Alexis de Tocqueville señaló la correlación diabólica entre felicidad y falta de movilidad social. O mejor, entre infelicidad y movilidad social. “Cuando… todos los ciudadanos pueden aspirar a cualquier profesión e incluso llegar a la cima de cada una de ellas por su propio esfuerzo, parece abrirse un porvenir realizable a la ambición de los hombres. Pero esta es una impresión errónea que la experiencia viene a disipar día tras día… a la cual habría que atribuir la singular melancolía que demuestran los habitantes de los países ricos en medio de su abundancia, y ese desgano de vivir que a veces invade su existencia cómoda y tranquila”. En suma, si esperamos ser mucho más que las generaciones pasadas corremos el riesgo de ser mucho menos que nuestros sueños.
Como lo sugiere De Tocqueville, la felicidad constituye una meta social cuestionable. Así, deberíamos propender no tanto por la multiplicación de la felicidad, como por la aceleración de la movilidad. Por una sociedad dinámica, donde los inconformes agobiados sean la regla, no la excepción. Donde el frenesí de la movilidad no deje lugar para el aburrimiento aunque pueda dar pie a la infelicidad de no llegar y no poder culpar a nadie. Por una sociedad donde la mayoría pueda mirar hacia atrás y repetir con el poeta, “fui feliz pero me aburrí tanto”.