A veces las decisiones públicas más cuestionables se toman a puerta cerrada. Por eso son cuestionables pero no cuestionadas. Porque ocurren sin que medien el debate político, el escrutinio público. Así ha ocurrido históricamente con los subsidios a los combustibles, los cuales se deciden de manera inadvertida, por fuera del presupuesto y por dentro del ejecutivo. El proyecto de presupuesto para el año 2007 que presentó el Gobierno a finales de la semana, busca corregir el entuerto histórico y contiene, por primera vez, una mención explícita al valor de los subsidios: 2,9 billones de pesos. En 2006 y 2005, los subsidios a los combustibles alcanzaron los 5 billones de pesos, un valor similar a las transferencias de la Nación para la totalidad del sector salud.
Los subsidios son calculados como la diferencia entre el llamado precio de paridad de importación y el precio real. Los subsidios han crecido de manera sustancial durante los últimos años, como consecuencia del aumento de los precios externos de los combustibles líquidos, el cual ha superado ampliamente el aumento de los precios internos. Quienes se quejan de las alzas permanentes de la gasolina no son conscientes de que las mismas habrían sido mucho mayores de no haber mediado la generosidad pública. Cada vez que los precios internos se rezagan con respecto a los externos, se está privando al fisco de recursos ingentes que podrían tener otros usos. Pero históricamente los subsidios no se han contabilizado como un mayor gasto sino como un menor ingreso corriente. La contabilidad fiscal ha terminado escondiendo la aberración social.
Pues los subsidios a los combustibles son abrumadoramente regresivos: una muestra paradójica de generosidad pública con los que tienen y pueden. Cabría incluso usar una imagen demagógica (pero no por tal equivocada): no es al reciclador en su zorra sino al ejecutivo en su burbuja a quien el Estado ha decidido, en esta oportunidad, darle una manito. Pero como las contradicciones ideológicas abundan en este país de contrastes, ha sido la izquierda quien ha defendido con más ahínco los subsidios a la gasolina. Para tal efecto, ha utilizado un discurso social similar al usado por el propio Gobierno con el fin de defender los subsidios agrícolas. La retórica populista muchas veces sirve para afianzar los privilegios y consolidar las injusticias.
Cuando el Gobierno hace explícitos los subsidios a los combustibles, inmediatamente invita a una pregunta retórica. ¿Por qué en lugar de insistir en una propuesta políticamente riesgosa y constitucionalmente dudosa como la ampliación de la base del IVA, una propuesta que implica un engorroso mecanismo de devolución que convertirá al Estado en un dispensador de cheques y aumentará la corrupción a tal punto que el Vicepresidente terminará pidiendo puesto en el comité organizador del mundial Brasil-2014, por qué, repito, el Gobierno no decide más bien empezar por el principio y propone la eliminación total de los subsidios a la gasolina en un período de dos o tres años? El trueque es sencillo: se cambia la gasolina por el IVA y hasta sobra plata para suavizar el furioso embate contra las rentas laborales.
Esta propuesta no sólo sería más razonable fiscalmente, sino más responsable globalmente. O para decirlo más directamente: nos pondría más a tono con el mundo. Con la crisis del Medio Oriente, con la voracidad china, con el cambio climático, con el terrorismo global, en fin, con el desajuste del mundo actual, cuya manifestación más evidente son los mayores precios del petróleo. Dejando de lado a las autarquías petroleras, los mayores precios son una realidad mundial que todos (los colombianos incluidos) deberíamos asumir. Así suene grandilocuente (o caricaturesco o ambas cosas a la vez), la eliminación de los subsidios a la gasolina constituye, en últimas, una muestra de responsabilidad y civilización.