Cabría anotar, a manera de paréntesis, que sí es falso que nuestros índices de pobreza estén al nivel de 1938: el Banco Mundial estaba haciendo referencia, no a la pobreza (una medida absoluta), sino a la desigualdad (una medida relativa). Pero el punto es otro. Sobre la persistencia de la desigualdad, incumbe mirar la realidad en un contexto más amplio. La persistencia de la desigualdad es una tragedia, quien podría negarlo. Pero no es una tragedia nacional, es una tragedia mundial. En los Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje del ingreso percibido por el 0.1% más rico de la población aumentó de 5.2% a 7.5% entre 1938 y 2002. En Canadá, donde el capitalismo salvaje ha sido domesticado con inapelable éxito, los más ricos de los ricos (el 0.1%) percibían el 5.7% del ingreso total en 1938 y perciben el 5.6% en la actualidad. Estadísticas similares podrían citarse para la inmensa mayoría de los países del mundo, desarrollados y en desarrollo.
Sería equivocado utilizar estas cifras para argumentar que la equidad es un objetivo imposible. He dedicado gran parte de mi vida profesional a buscarle resquicios a la aparente sin salida de la inercia distributiva. Pero sería asimismo incorrecto perder de vista que la persistencia de la desigualdad es un fenómeno ubicuo, extendido a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía. Por tal razón, la construcción de equidad requiere, más que pronunciamientos grandilocuentes, más que excesos de voluntarismo, más que espectacularidad política, más que indignación retórica, requiere, repito, más que de todo lo anterior, de paciencia. De persistencia en las políticas para contrarrestar la persistencia de la realidad.
La desigualdad podría reducirse sustancialmente en cuestión de años mediante la implantación de una pesadilla orwelliana. Bastaría con concentrar la propiedad, imponer la obediencia y anular al individuo. Una alternativa tan terrible en los medios que los fines resultan secundarios. En su defecto, sólo queda insistir en un expediente conocido: redistribuir la tierra, el crédito y la buena educación. Tres acciones tan imperativas como complicadas. De allí la importancia de los intangibles de cualquier política distributiva: insistencia, persistencia y paciencia.
Estaría dispuesto a aceptar, como lo argumentó hace poco Antonio Caballero, que el reformismo (la redistribución, en este caso) es imposible sin la exageración retórica. Pero, en últimas, cuando los discursos ya se han dicho, cuando los aplausos le dan paso al silencio, cuando los buenos propósitos deben enfrentarse a la dura realidad, el romanticismo tiene que tornarse en realismo. Nadie lo dijo mejor que Fernando Henrique Cardoso, un sociólogo marxista que enfrentó las dificultades de convertir en realidad la exuberancia discursiva. “Lo que es importante es desarrollar una actitud política, no una actitud moralista. Lo que es importante es incorporar los actos de fe en la realidad de la situación actual”.