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marzo 2006

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Sobre la desigualdad

Esta semana la organización de las Naciones Unidas presentó un nuevo reporte sobre las condiciones de vida que llamó la atención, entre otras cosas, sobre la creciente desigualdad entre las regiones colombianas. Hace tres semanas, el Banco Mundial había presentado un reporte similar que puso de presente, desde una perspectiva de más largo plazo, la persistencia de la desigualdad entre las familias colombianas. Muchos analistas utilizaron el reporte del Banco Mundial para endilgarle a este columnista lo que ellos perciben como una muestra inapelable de nuestro fracaso social. “No en vano –escribió Alfredo Molano– el Banco Mundial ha mostrado con números, como le gusta a don Alejandro Gaviria, que la distancia entre ricos y pobres se ha mantenido inmodificada en setenta años”. Algo similar apuntó William Ospina: “digan si es falso el informe del Banco Mundial (una autoridad de las que le gustan a Alejandro) según el cual nuestros índices de pobreza están al nivel de 1938”.

Cabría anotar, a manera de paréntesis, que sí es falso que nuestros índices de pobreza estén al nivel de 1938: el Banco Mundial estaba haciendo referencia, no a la pobreza (una medida absoluta), sino a la desigualdad (una medida relativa). Pero el punto es otro. Sobre la persistencia de la desigualdad, incumbe mirar la realidad en un contexto más amplio. La persistencia de la desigualdad es una tragedia, quien podría negarlo. Pero no es una tragedia nacional, es una tragedia mundial. En los Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje del ingreso percibido por el 0.1% más rico de la población aumentó de 5.2% a 7.5% entre 1938 y 2002. En Canadá, donde el capitalismo salvaje ha sido domesticado con inapelable éxito, los más ricos de los ricos (el 0.1%) percibían el 5.7% del ingreso total en 1938 y perciben el 5.6% en la actualidad. Estadísticas similares podrían citarse para la inmensa mayoría de los países del mundo, desarrollados y en desarrollo.

Sería equivocado utilizar estas cifras para argumentar que la equidad es un objetivo imposible. He dedicado gran parte de mi vida profesional a buscarle resquicios a la aparente sin salida de la inercia distributiva. Pero sería asimismo incorrecto perder de vista que la persistencia de la desigualdad es un fenómeno ubicuo, extendido a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía. Por tal razón, la construcción de equidad requiere, más que pronunciamientos grandilocuentes, más que excesos de voluntarismo, más que espectacularidad política, más que indignación retórica, requiere, repito, más que de todo lo anterior, de paciencia. De persistencia en las políticas para contrarrestar la persistencia de la realidad.

La desigualdad podría reducirse sustancialmente en cuestión de años mediante la implantación de una pesadilla orwelliana. Bastaría con concentrar la propiedad, imponer la obediencia y anular al individuo. Una alternativa tan terrible en los medios que los fines resultan secundarios. En su defecto, sólo queda insistir en un expediente conocido: redistribuir la tierra, el crédito y la buena educación. Tres acciones tan imperativas como complicadas. De allí la importancia de los intangibles de cualquier política distributiva: insistencia, persistencia y paciencia.

Estaría dispuesto a aceptar, como lo argumentó hace poco Antonio Caballero, que el reformismo (la redistribución, en este caso) es imposible sin la exageración retórica. Pero, en últimas, cuando los discursos ya se han dicho, cuando los aplausos le dan paso al silencio, cuando los buenos propósitos deben enfrentarse a la dura realidad, el romanticismo tiene que tornarse en realismo. Nadie lo dijo mejor que Fernando Henrique Cardoso, un sociólogo marxista que enfrentó las dificultades de convertir en realidad la exuberancia discursiva. “Lo que es importante es desarrollar una actitud política, no una actitud moralista. Lo que es importante es incorporar los actos de fe en la realidad de la situación actual”.

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Sobre las elecciones

La política colombiana sigue siendo una producción en la cual importan más los actores que los papeles. La clave está en el reparto. No en el drama o en el guión o en los efectos especiales, sino en los nombres: en los grandes electores regionales. Si uno quisiera explicar, por ejemplo, la victoria del partido de la U sobre el partido Liberal tendría que empezar por mencionar los que se movieron del segundo al primero: Luis Guillermo Vélez, Zulema Jattin, Carlos García, Aurelio Iragorri, Piedad Zuccardi, Dilian Francisca Toro, José David Name, etc. Cada uno de ellos, a su manera, en su propio feudo local, trasteó sus votos de un partido a otro. Atrás quedó el trapo rojo, un arcaísmo equivocado pues parte de la base de que los electores son leales a un partido independientemente de los protagonistas.

En últimas, la importancia regional de ciertos nombres pudo más que el protagonismo nacional de otros. En la U, por ejemplo, Dilian Francisca Toro le ganó a personajes de mayor reconocimiento nacional como Marta Lucía Ramírez o Gina Parody. En el partido liberal, Juan Manuel López (que tiene su caudal electoral concentrado en un solo departamento) superó con creces a figuras más conspicuas nacionalmente como Cecilia López o Piedad Córdoba o el mismo Juan Manuel Galán. En el partido conservador, dos de los mayores electores fueron Roberto Gerlein y Germán Villegas: el primero aglutina 80% de sus votos en el Atlántico, el segundo 95% de los suyos en el Valle del Cauca. Sólo en el Polo Alternativo, los políticos de significación nacional (Gustavo Petro y Jorge Enrique Robledo) superaron ampliamente a los de importancia regional (Parmenio Cuellar e Iván Moreno Rojas).

La irrelevancia del reconocimiento nacional (en comparación con la preeminencia regional) se hizo evidente, más que en ningún otro resultado, en el fracaso de Enrique Peñalosa y Antanas Mockus. Ambos políticos cuentan con una amplía recordación nacional. La gente de todas las regiones los conoce, los admira, los respeta pero no vota por ellos. La lista de Mockus obtuvo menos del 1% de la votación en todos y cada uno de los departamentos del país con la excepción de Bogotá donde consiguió el 3%. La lista de Peñalosa tuvo una suerte similar: sólo en Bogotá logró superar el 6%. En el resto del país apenas sumó 60.000 votos. Una cifra irrisoria para quien ha sido el administrador público más prestigioso de la última década.

En contraste, la lista de Convergencia Cuidadana, un partido político basado en enclaves regionales, superó con creces los 500.000 votos y alcanzó siete escaños en el Senado. Luis Alberto Gil, Oscar Josué Reyes, Carlos Barriga o Juan Carlos Martínez tienen un escaso reconocimiento nacional. Ninguno de ellos ha hecho propuestas innovadoras sobre reforma urbana o pedagogía ciudadana. En esencia, su papel ha sido servir de intermediarios entre los recursos públicos y sus votantes en las regiones. Son gestionadores de fondos. O focalizadores de subsidios que operan en los resquicios legales de nuestra compleja legislación social. De ellos, no cabe esperar grandes propuestas. Su política no está hecha de macro-ideas en lo nacional, sino de micro-transacciones en lo local.

Pero toda la política, para insistir en un lugar común, es local. Por ello, cabría reiterar que, más allá de los nombres propios, hubo dos grandes derrotados en estas elecciones. Primero, la circunscripción nacional de Senado, que mostró, de nuevo, ser un instrumento ineficaz para darle realce a las ideas y candidatos de alcance nacional. Y segundo, la cuidad de Bogotá, que fracasó como trampolín político nacional. A pesar de la creciente preponderancia económica de la Capital, este sigue siendo un país de regiones, al menos en materia electoral. En esta elección, como ha ocurrido otras tantas veces en el pasado, la periferia se convirtió, así fuese por un solo día, en el verdadero centro el país.

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Una pareja dispareja

Coincidencia de coincidencias. En el último número de la revista SOHO, el columnista Alberto Aguirre reitera la teoría del carrusel y los contratos (la misma de José Roberto Arango). “La Universidad –dice el energúmeno Aguirre hablando de la Universidad de los Andes– recibe prebendas, auxilios y sobre todo contratos (llamados de estudio)…De su lado, el gobierno recibe de la Universidad y sus pensadores, un apoyo irrestricto…Y entre los dos poderes forman una lanzadera: si un alto funcionario sale del gobierno, ahí mismo encuentra coloca en la Universidad”.

Quizá me sentí aludido, tal vez tenga un conflicto de intereses, pero quisiera señalar de todos modos que, más allá de las diferencias ideológicas, a Aguirre y a José Roberto los une un elemento poderoso: la absoluta ignorancia sobre el tema en cuestión. Aguirre, además, tiene un exacerbado complejo de independencia (él y nadie más sabe guardar distancia del poder), tanto así que no se da cuenta de que muchos a quienes acusa de vendidos son acusados de traidores por el mismo gobierno que él combate con la fruición propia de los ignorantes.

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Advertencia

Quizás este blog está cayendo en la insoportable pesadez de las interpretaciones. Aunque no comparto plenamente su pesimismo, valdría la pena recordar la advertencia de Susan Sontang:

«Del mismo modo que las emanaciones tóxicas de la industria y del tráfico están contaminando nuestras ciudades, la emisión masiva de interpretaciones intoxica nuestra sensibilidad… Interpretar significa expoliar nuestro entorno y empobrecerlo todavía más de lo que ya está.»

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Prácticos vs. técnicos

El ex consejero presidencial José Roberto Arango, en entrevista concedida a la revista Semana, realizó una elogiosa defensa de los hombres prácticos (que él asocia con el sector privado) y un insolente ataque contra los técnicos (que el asocia con el sector público). “Afortunadamente –dijo José Roberto– el Presidente es un práctico. El Ministerio de Hacienda, y conste que el actual es de lo mejor, ha sido siempre una rueda de Chicago, una rosca. Se van para el Banco Mundial, para el BID, para el Fondo Monetario, para el Banco de la República, y vuelven. Y Planeación es un juego parecido. Los que están adentro les dan contratos de estudios a los que ya salieron. Y los que están afuera vuelven y entran y les dan contratos de estudios a los que ya salieron. Este país no necesita más estudios. Necesita hechos. Si yo hubiera seguido en el gobierno, y en desarrollo de la reforma del Estado, el siguiente ente que se tendría que acabar sería Planeación Nacional.”

A manera de respuesta, he querido reproducir los fragmentos de una columna que escribí hace algún tiempo sobre la confusa arrogancia de los empresarios cuando asumen responsabilidades públicas.

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Quizá la animadversión sea cosa de estos tiempos: un hábito propiciado por el discurso anti-gobiernista de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. O quizás se remonte al siglo XIX: una tradición originada en las advertencias de Max Weber. Pero sea cual fuere su origen, el odio hacia los burócratas parece exacerbarse cada día. Los ricos los menosprecian por ordinarios y los pobres los resienten por pequeño burgueses.

Mientras a sus colegas del sector privado los llaman ejecutivos o emprendedores, a ellos les dicen funcionarios. Así, a secas: como queriendo indicar que mientras los primeros ejecutan proyectos o emprendan iniciativas, los segundos apenas funcionan. Se prenden a las nueve y se apagan a los cinco. Si alguna vez se alejan de su rutina, no es para ejecutar, ni menos para emprender; es para idearse un refinamiento más en el complejo arte de estorbar. En estas épocas de aceleración continua, el ejecutivo parece estar siempre en movimiento y el burócrata siempre detenido. La liebre y la tortuga.

Pero todo lo anterior no es más que una fábula. Para comenzar, los burócratas (los profesionales al servicio del Estado) trabajan más y ganan menos que sus contrapartes en el sector privado. Y ni que decir de la calidad del trabajo. Los ejecutivos almuerzan en restaurantes de moda, los burócratas deben conformarse con el almuerzo ejecutivo (ironías del lenguaje). Los ejecutivos pueden tomar decisiones libremente, los burócratas están sometidos no sólo a un código disciplinario absurdo, sino también a las arbitrariedades de contadores fiscales con alma de vengadores. Cuando dejan sus cargos, los ejecutivos reciben jugosas bonificaciones, los burócratas onerosas demandas. Pero así y todo son los malos del paseo. Los vilipendiados de siempre. Vaya uno a saber por qué.

Paradójicamente, los burócratas (y nadie más que ellos) poseen el capital humano indispensable para el funcionamiento del Estado. Pero su conocimiento es tan específico, tan poco trasplantable de un lugar a otro, que no sólo es mal remunerado, sino que puede convertirse en una trampa. Cuando los Ministros asumen sus carteras apenas entienden las complejidades del Estado, y cuando ya han aprendido lo necesario se van (o los sacan). Así, son los burócratas (los técnicos, para ser más preciso) quienes proporcionan la experiencia y la continuidad necesarias para que el negocio de la administración pública siga su curso. Para que el Estado mantenga la inercia requerida. Pues lo que no entienden los empresarios que con candor de primíparos llegan al sector público es que la disyuntiva no es entre inercia y acción, sino entre inercia y caos.

Tristemente, los prácticos ni si quiera se dan cuentan que dependen de los técnicos. Así es la vida.

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¡Las reglas! ¡Las reglas!

Quisiera comenzar esta columna con un consejo para los opositores de oficio (y yo me podría incluir entre ellos). Si desean asumir su tarea con seriedad, deberían dejar de ocuparse de la coyuntura. Les convendría, por lo tanto, olvidarse de las nueve mediciones de pobreza, de los tres mil millones de dólares sucios, de las cien mil hectáreas de coca, de los dos millones y pico de desempleados. En el juego de los números, la oposición parece cada vez más enredada en su propio galimatías. Sus argumentos aritméticos tienen un aire de rebusque obsesivo, de pesquisa neurótica que privilegia el detalle arbitrario, como si quisieran simplemente exhibir uno que otro pelo negro del mismo gato blanco. La coyuntura, cabría reconocerlo de una vez, es favorable al Gobierno.

Pero no ocurre lo mismo con la estructura. O dicho de otra manera, no son las cifras del presente, sino los problemas del futuro, los que habría que endilgarle al Presidente-candidato. Quisiera concentrarme en uno solo de estos problemas, al que llamaré, con la anuencia de los gramáticos, la cultura de la desinstitucionalización. La magistrada del Tribunal de Cundinamarca Beatriz Martínez Quintero seguramente es una funcionaria excepcional, honesta, transparente e inteligente, según lo señaló el diario El Tiempo esta semana, pero estos atributos no impidieron que, en franco desconocimiento de la Constitución, decidiera ordenarle al Gobierno la no firma del TLC. No es el fondo del fallo lo que cabe rebatir, sino la presteza con la cual la magistrada decidió ignorar las instituciones (que no son otra cosa que restricciones, reglas de juego). En ciertas ocasiones, pensará ella, tiene sentido arrogarse para sí el papel de dictador benevolente.

Lo mismo podría decirse de Angelino Garzón, quien ha decidido no sólo recurrir a presiones indebidas, sino también apelar la Corte Interamericana de DD.HH en anticipación a un eventual fallo adverso de la Corte Constitucional. El punto vuelve a ser el mismo. Importa más, pensará Garzón, el bienestar social de la población o los salarios de los funcionarios o las finanzas del Valle del Cauca que el respeto a las reglas de juego. Al fin de cuentas, argumentará a manera de excusa, el bienestar general está por encima de la pulcritud institucional. Lo mismo, probablemente, pensó el senador Mario Uribe cuando propuso hace unos meses el desacato colectivo a un fallo de la Corte; o el mismo Presidente Uribe cuando trató, en diciembre de 2004, de despojar al Banco de la República de sus funciones constitucionales.

Los ejemplos anteriores no son eventos aislados, sino casos recurrentes de una tendencia preocupante. Este problema, creo yo, se ha exacerbado durante este cuatrienio como consecuencia de algunas actuaciones del Gobierno y de la misma reelección. Fue precisamente esta última iniciativa la que hizo evidente que el Gobierno estaba dispuesto a torcer las reglas de juego con el fin de proteger sus realizaciones. El Gobierno fue el primero en subordinar el orden institucional a sus convicciones. Pero no ha sido el último. Actualmente muchos otros funcionarios parecen también dispuestos a ignorar las reglas bajo la disculpa engañosa de que sólo están tratando de proteger el bienestar general. Las consecuencias de este cambio cultural son impredecibles. Pero las causas son mucho más ciertas: el mal ejemplo de la reelección (en particular) y la impaciencia del Gobierno con las reglas de juego (en general).

“¡Jack! ¡Jack! ¡Las reglas! –gritó Ralph– Estás violando las reglas” “Pero a quién le importa,” dijo Jack. “¡Pues la reglas –dijo Ralph– es lo único que tenemos!” Una verdad inquietante, no sólo en la anarquía adolescente de El señor de las moscas, sino también en todo aquello que llamamos civilización.

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plebiscito y TLC

Dada la cantidad de opiniones que propugnan por un plebiscito en torno al TLC, he decididido reciclar una columna que escribí hace unos meses sobre el tema.

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El debate es tan antiguo, las razones han sido expuestas tantas veces y los adversarios suelen ser tan pugnaces que volver sobre lo mismo podría parecer inútil. Pero algunas veces tiene sentido llover sobre mojado. Sobre todo cuando tantos de quienes toman decisiones públicas son impermeables a la razón.

De una lado de la mesa, están quienes creen que las decisiones públicas (al menos las más trascendentales) deben ser tomadas por ese gran jurado de conciencia que es el Pueblo soberano y que éste en su sabiduría siempre sabrá descubrir la mejor de las opciones en discordia. Del otro, están quienes creen que las decisiones deben ser tomadas por representantes informados que puedan guardar cierta distancia de los juicios ligeros y volátiles del Pueblo. Mientras los primeros consideran que la autoridad del Pueblo radica en su capacidad de escoger las leyes de gobierno, los segundos creen que la misma se deriva de su facultad de seleccionar los gobernantes.

Desgraciadamente, los primeros, dignos herederos de la ingenuidad de Rousseau y fieles creyentes en la infalibilidad de la voluntad general, se pusieron de moda. El Presidente Uribe quiso que el Pueblo (en su eterna sabiduría) decidiera sobre las complejidades de las reglas electorales y el sistema pensional. Ahora varios candidatos quieren que el pueblo se pronuncie sobre los efectos de la integración comercial sobre el bienestar general. Así lo proponen Serpa, Navarro, Gaviria, Robledo y muchos otros.

En últimas, los defensores de la democracia directa están confundiendo la soberanía del pueblo (que nadie discute) con su sabiduría (que cabe cuestionar). O dicho de otra manera, la defensa de la democracia no puede estar basada en el supuesto absurdo de que la mayoría es experta en política, economía, jurisprudencia o relaciones internacionales. Si así fuera, gobernar sería simplemente un asunto de investigadores de opinión y de burócratas. Los primeros dedicados a revelar la voluntad general y los segundos atareados en ponerla en práctica
Pero lo que los candidatos no han mencionado son las razones que los llevaron a renunciar a su papel fundamental de ideólogos. Ni los motivos por los cuales han decidido validar una de las peores tendencias de la política moderna: el apego excesivo a los dictados (cambiantes y manipulables) de la opinión, y el consecuente desplazamiento del debate ideológico y del examen objetivo de las políticas. Quizás las razones tengan menos que ver con la ingenuidad de Rousseau, ya mencionada, que con el realismo de Maquiavelo, siempre presente. Al fin de cuentas, política y oportunismo son casi sinónimos. A la izquierda, a la derecha y en el centro.

A pesar de la ubicuidad del oportunismo político, no deja de ser sorprendente que estos políticos hayan decidido abdicar a la ideología para dedicarse a la imagología. Como dice el novelista Milan Kundera, las ideologías al menos luchaban unas contra otras, la imagología sólo procura la alternancia de los mismos por temporadas. En fin, ahora que muchos renunciaron a los argumentos y optaron por los jingles, aquí les propongo uno para su próxima campaña: “Es mejor una ruana pastusa que una chaqueta made in usa”.