Ante tal realidad, uno podría intentar un discurso moralista. Hablar, por ejemplo, de la corrupción endémica de la clase política. O podría, alternativamente, ensayar un alegato anti-imperialista. Hablar, por ejemplo, de la división internacional del trabajo o del hedonismo irresponsable de los habitantes de las metrópolis norteamericanas. O incluso uno podría poner el dedo en la llaga de nuestras falencias sociales. Hablar, por ejemplo, de la cultura de la ilegalidad. O mejor, de la inexistencia de normas sociales y de instituciones formales que incentiven el cumplimiento de la ley como cuestión de principio.
Pero cada una de las explicaciones señaladas no pasa de ser una simplificación errónea. Echarle la culpa a la falencia moral de nuestra clase política sería desconocer que el poder corruptor de la droga es tan extendido como inevitable. Echarle la culpa a la demanda sería pasar por alto que la oferta proviene mayoritariamente de Colombia. Y echarle la culpa a la cultura de la ilegalidad sería ignorar que la erosión de las normas sociales y el debilitamiento de las instituciones se debe al mismo narcotráfico. Creer, como ha afirmado Francisco E. Thoumi, entre otros, que el negocio de la droga se incrustó en Colombia por cuenta de una falencia sociológica (de nuestra secular connivencia con la ilegalidad) equivale a negar la complejidad de una actividad que, por su misma naturaleza, se encarga de generar las condiciones propicias para su desarrollo. En otras palabras, la cultural de la ilegalidad no es tanto una causa del problema de la droga, como una consecuencia del mismo.
Por supuesto, las soluciones basadas en las explicaciones erróneas no funcionan. Así, no tiene sentido seguir insistiendo en la urgente renovación de la clase política. Ni tiene lógica continuar clamando por un mayor control de la demanda en el mundo desarrollado (el consumo seguirá creciendo jalonado por España y los otros nuevos ricos europeos). Ni tiene fundamento proponer una solución basada en la instauración del imperio de la ley y la modificación de las normas sociales, cuando fue precisamente el narcotráfico el que corrompió la justicia y trastocó los valores. La ingeniería cultural (al estilo Mockus) es un arma inocua para combatir una actividad en la cual los beneficios materiales superar con creces los reatos morales de mucha gente.
Así las cosas, no veo solución distinta a la legalización. Una alternativa imposible en el corto plazo pero inevitable en el largo plazo. Lástima que la experiencia colombiana haya servido más como acicate para una guerra imposible, que como estimulo para la única solución posible. En últimas, no creo que el Presidente Uribe vaya a figurar ante la historia como quien permitió la consolidación de la influencia mafiosa en la vida pública (como injustamente afirman sus contradictores). Ni tampoco figurará como quien logró romper con la convivencia entre el negocio de la droga y la actividad de la política (como ingenuamente proclaman sus defensores). Sino como quien se empecinó en el sinsentido de combatir intensamente un negocio cuya rentabilidad crece de manera proporcional a la intensidad con la que se le combate.