Son muchos los comentarios que han suscitado las protestas estudiantiles en Francia. Algunos comentaristas lloriquean de nostalgia ante el simulacro de revolución. Otros afinan sus ironías contra las utopías juveniles.
Un periodista del diario Star de Toronto escribió con elocuencia que los estudiantes están protestando contra unos trabajos que todavía no tienen. Pero qué más da. El punto indiscutible es que protestar tiene su encanto. Echarle la culpa a un enemigo (real o sociológico) siempre ha sido un mecanismo de defensa eficaz. Nada se pierde con pedir lo imposible: un Citroen y un puesto de gerente para todo el mundo.
Mientras los jóvenes chinos se preparan para asistir a un concierto de los Rolling Stones, los franceses desempolvan sus gabardinas y se lanzan a la calle a gritar consignas de otros tiempos (cuesta creerlo pero un estudiante colombiano escribió ayer en El Tiempo que los manifestantes gritaban “el pueblo unido jamás será vencido”). Cuando se cansan de las estrofas, estos adolescentes inconformes procuran romper algunas cosas. Pero lo cierto es que, desde la distancia, el idealismo y la generosidad no se ven por ninguna parte. Como tampoco es posible intuir la autenticidad que sí tienen, por ejemplo, las protestas de los emigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos.
En fin, desde de lejos, queda la impresión de que estamos ante la más fraudulenta de todas las revoluciones francesas. Mientras tanto la tasa de desempleo juvenil sigue por encima de 25%: 50% en los banlieues. Dijo Antonio Caballero que los estudiantes franceses no son revolucionarios sino conservadores. Yo preferiría otro adjetivo: decadentes.