Durante el primer semestre del año 2005, la revista Semana publicó un artículo sobre una nueva generación de colombianos que parecía llamada a suceder a los famosos, poderosos y adinerados del presente. El artículo identificó cuarenta personas menores de cuarenta años que ya ocupaban (o pronto ocuparían) posiciones de privilegio y visibilidad en el sector público, en la empresa privada, en las artes y en las ciencias. Más que examinar los atributos de los seleccionados o especular acerca de los sesgos de los seleccionadores, quisiera, para los propósitos de esta columna, concentrarme en las reacciones de los lectores ante la publicación de la lista de personalidades.
Aproximadamente 200 lectores expresaron sus opiniones en el foro virtual de Semana. La mayoría lo hizo en un tono iracundo. Muchos acusaron a la revista de haber incurrido en una celebración de la exclusión social. Otros, de haber pasado por alto las exiguas posibilidades de ascenso social. “Han llegado allí por enchufe, son los hijos de políticos y de empresarios y nada mas”, escribió un primer lector indignado. Muchos otros lectores estuvieron de acuerdo: “los mismos con las mismas con una que otra variante”; “no aparece nadie que vislumbre un mundo más allá de la continuación de sus herencias, creencias, hábitos y placeres”; “al artículo le falta decir que además de tener títulos, tienen lo principal que son los apellidos: que casualidad que casi todos son hijos, nietos, sobrinos, parientes de personas muy influyentes del país”; “son sólo hijos, nietos o bisnietos de la clase dirigente que siempre ha dominado al país”; “seria bueno que en este país se le diera importancia a gente que también es inteligente, brillante, ingeniosa, imaginativa, recursiva y buena en su profesión pero que no tienen apellidos de alcurnia”. Y así podría continuar un largo catalogo de opiniones, hasta completar un verdadero memorial de quejas en contra de la ausencia de movilidad social.
Las opiniones de los lectores no pueden descartarse con el argumento manido de que constituyen una superposición de resentimientos. Al menos históricamente, las posibilidades de movilidad social han estado cerradas para muchos colombianos. Aunque la movilidad se ha acelerado levemente, como consecuencia de la expansión de la educación pública, el estatus social sigue siendo un atributo heredable. Como la estatura. O la calvicie.
La semana anterior Felipe Zuleta publicó una columna acerca de los candidatos a la vicepresidencia que puede leerse como una exaltación de los mismos males denunciados por los lectores de Semana: los apellidos, la alcurnia, el abolengo, los privilegios heredados, la inmovilidad social. “Francisco Pacho Santos…ha demostrado su clase, su talante, su fidelidad…No en vano es hijo de Hernando Santos y Clemencia Calderón”. “María Isabel Patiño…honesta como nadie, tiene toda la clase y la elegancia del mundo para tratar a sus congéneres. Se le ve por todos lados la influencia de su padre, el prestigioso médico José Félix Patiño, y la afabilidad de su madre, Blanquita Osorio”. “Patricia Lara…es liberal, con clase, inteligente, trabajadora, preparada y rica…Es dura de carácter, terca y jodona…Al fin y al cabo es una Lara Salive”.
Esta vez pocos lectores protestaron. Quizá porque que el anti-uribismo es un buen disfraz para el clasismo. O quizá porque la irreverencia permite ciertas licencias. O quizá porque la desfachatez se confunde con la ironía. Sea lo que fuere, incumbe reiterar que los argumentos de clase (odiosos en general) son particularmente ofensivos en este país, habida cuenta de nuestra infortunada historia de inmovilidad social y de nuestra equivocada inclinación a confundir el talento con los apellidos.