Dada la cantidad de opiniones que propugnan por un plebiscito en torno al TLC, he decididido reciclar una columna que escribí hace unos meses sobre el tema.
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El debate es tan antiguo, las razones han sido expuestas tantas veces y los adversarios suelen ser tan pugnaces que volver sobre lo mismo podría parecer inútil. Pero algunas veces tiene sentido llover sobre mojado. Sobre todo cuando tantos de quienes toman decisiones públicas son impermeables a la razón.
De una lado de la mesa, están quienes creen que las decisiones públicas (al menos las más trascendentales) deben ser tomadas por ese gran jurado de conciencia que es el Pueblo soberano y que éste en su sabiduría siempre sabrá descubrir la mejor de las opciones en discordia. Del otro, están quienes creen que las decisiones deben ser tomadas por representantes informados que puedan guardar cierta distancia de los juicios ligeros y volátiles del Pueblo. Mientras los primeros consideran que la autoridad del Pueblo radica en su capacidad de escoger las leyes de gobierno, los segundos creen que la misma se deriva de su facultad de seleccionar los gobernantes.
Desgraciadamente, los primeros, dignos herederos de la ingenuidad de Rousseau y fieles creyentes en la infalibilidad de la voluntad general, se pusieron de moda. El Presidente Uribe quiso que el Pueblo (en su eterna sabiduría) decidiera sobre las complejidades de las reglas electorales y el sistema pensional. Ahora varios candidatos quieren que el pueblo se pronuncie sobre los efectos de la integración comercial sobre el bienestar general. Así lo proponen Serpa, Navarro, Gaviria, Robledo y muchos otros.
En últimas, los defensores de la democracia directa están confundiendo la soberanía del pueblo (que nadie discute) con su sabiduría (que cabe cuestionar). O dicho de otra manera, la defensa de la democracia no puede estar basada en el supuesto absurdo de que la mayoría es experta en política, economía, jurisprudencia o relaciones internacionales. Si así fuera, gobernar sería simplemente un asunto de investigadores de opinión y de burócratas. Los primeros dedicados a revelar la voluntad general y los segundos atareados en ponerla en práctica
Pero lo que los candidatos no han mencionado son las razones que los llevaron a renunciar a su papel fundamental de ideólogos. Ni los motivos por los cuales han decidido validar una de las peores tendencias de la política moderna: el apego excesivo a los dictados (cambiantes y manipulables) de la opinión, y el consecuente desplazamiento del debate ideológico y del examen objetivo de las políticas. Quizás las razones tengan menos que ver con la ingenuidad de Rousseau, ya mencionada, que con el realismo de Maquiavelo, siempre presente. Al fin de cuentas, política y oportunismo son casi sinónimos. A la izquierda, a la derecha y en el centro.
A pesar de la ubicuidad del oportunismo político, no deja de ser sorprendente que estos políticos hayan decidido abdicar a la ideología para dedicarse a la imagología. Como dice el novelista Milan Kundera, las ideologías al menos luchaban unas contra otras, la imagología sólo procura la alternancia de los mismos por temporadas. En fin, ahora que muchos renunciaron a los argumentos y optaron por los jingles, aquí les propongo uno para su próxima campaña: “Es mejor una ruana pastusa que una chaqueta made in usa”.