Pero no ocurre lo mismo con la estructura. O dicho de otra manera, no son las cifras del presente, sino los problemas del futuro, los que habría que endilgarle al Presidente-candidato. Quisiera concentrarme en uno solo de estos problemas, al que llamaré, con la anuencia de los gramáticos, la cultura de la desinstitucionalización. La magistrada del Tribunal de Cundinamarca Beatriz Martínez Quintero seguramente es una funcionaria excepcional, honesta, transparente e inteligente, según lo señaló el diario El Tiempo esta semana, pero estos atributos no impidieron que, en franco desconocimiento de la Constitución, decidiera ordenarle al Gobierno la no firma del TLC. No es el fondo del fallo lo que cabe rebatir, sino la presteza con la cual la magistrada decidió ignorar las instituciones (que no son otra cosa que restricciones, reglas de juego). En ciertas ocasiones, pensará ella, tiene sentido arrogarse para sí el papel de dictador benevolente.
Lo mismo podría decirse de Angelino Garzón, quien ha decidido no sólo recurrir a presiones indebidas, sino también apelar la Corte Interamericana de DD.HH en anticipación a un eventual fallo adverso de la Corte Constitucional. El punto vuelve a ser el mismo. Importa más, pensará Garzón, el bienestar social de la población o los salarios de los funcionarios o las finanzas del Valle del Cauca que el respeto a las reglas de juego. Al fin de cuentas, argumentará a manera de excusa, el bienestar general está por encima de la pulcritud institucional. Lo mismo, probablemente, pensó el senador Mario Uribe cuando propuso hace unos meses el desacato colectivo a un fallo de la Corte; o el mismo Presidente Uribe cuando trató, en diciembre de 2004, de despojar al Banco de la República de sus funciones constitucionales.
Los ejemplos anteriores no son eventos aislados, sino casos recurrentes de una tendencia preocupante. Este problema, creo yo, se ha exacerbado durante este cuatrienio como consecuencia de algunas actuaciones del Gobierno y de la misma reelección. Fue precisamente esta última iniciativa la que hizo evidente que el Gobierno estaba dispuesto a torcer las reglas de juego con el fin de proteger sus realizaciones. El Gobierno fue el primero en subordinar el orden institucional a sus convicciones. Pero no ha sido el último. Actualmente muchos otros funcionarios parecen también dispuestos a ignorar las reglas bajo la disculpa engañosa de que sólo están tratando de proteger el bienestar general. Las consecuencias de este cambio cultural son impredecibles. Pero las causas son mucho más ciertas: el mal ejemplo de la reelección (en particular) y la impaciencia del Gobierno con las reglas de juego (en general).
“¡Jack! ¡Jack! ¡Las reglas! –gritó Ralph– Estás violando las reglas” “Pero a quién le importa,” dijo Jack. “¡Pues la reglas –dijo Ralph– es lo único que tenemos!” Una verdad inquietante, no sólo en la anarquía adolescente de El señor de las moscas, sino también en todo aquello que llamamos civilización.