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8 marzo, 2006

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Advertencia

Quizás este blog está cayendo en la insoportable pesadez de las interpretaciones. Aunque no comparto plenamente su pesimismo, valdría la pena recordar la advertencia de Susan Sontang:

«Del mismo modo que las emanaciones tóxicas de la industria y del tráfico están contaminando nuestras ciudades, la emisión masiva de interpretaciones intoxica nuestra sensibilidad… Interpretar significa expoliar nuestro entorno y empobrecerlo todavía más de lo que ya está.»

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Prácticos vs. técnicos

El ex consejero presidencial José Roberto Arango, en entrevista concedida a la revista Semana, realizó una elogiosa defensa de los hombres prácticos (que él asocia con el sector privado) y un insolente ataque contra los técnicos (que el asocia con el sector público). “Afortunadamente –dijo José Roberto– el Presidente es un práctico. El Ministerio de Hacienda, y conste que el actual es de lo mejor, ha sido siempre una rueda de Chicago, una rosca. Se van para el Banco Mundial, para el BID, para el Fondo Monetario, para el Banco de la República, y vuelven. Y Planeación es un juego parecido. Los que están adentro les dan contratos de estudios a los que ya salieron. Y los que están afuera vuelven y entran y les dan contratos de estudios a los que ya salieron. Este país no necesita más estudios. Necesita hechos. Si yo hubiera seguido en el gobierno, y en desarrollo de la reforma del Estado, el siguiente ente que se tendría que acabar sería Planeación Nacional.”

A manera de respuesta, he querido reproducir los fragmentos de una columna que escribí hace algún tiempo sobre la confusa arrogancia de los empresarios cuando asumen responsabilidades públicas.

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Quizá la animadversión sea cosa de estos tiempos: un hábito propiciado por el discurso anti-gobiernista de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. O quizás se remonte al siglo XIX: una tradición originada en las advertencias de Max Weber. Pero sea cual fuere su origen, el odio hacia los burócratas parece exacerbarse cada día. Los ricos los menosprecian por ordinarios y los pobres los resienten por pequeño burgueses.

Mientras a sus colegas del sector privado los llaman ejecutivos o emprendedores, a ellos les dicen funcionarios. Así, a secas: como queriendo indicar que mientras los primeros ejecutan proyectos o emprendan iniciativas, los segundos apenas funcionan. Se prenden a las nueve y se apagan a los cinco. Si alguna vez se alejan de su rutina, no es para ejecutar, ni menos para emprender; es para idearse un refinamiento más en el complejo arte de estorbar. En estas épocas de aceleración continua, el ejecutivo parece estar siempre en movimiento y el burócrata siempre detenido. La liebre y la tortuga.

Pero todo lo anterior no es más que una fábula. Para comenzar, los burócratas (los profesionales al servicio del Estado) trabajan más y ganan menos que sus contrapartes en el sector privado. Y ni que decir de la calidad del trabajo. Los ejecutivos almuerzan en restaurantes de moda, los burócratas deben conformarse con el almuerzo ejecutivo (ironías del lenguaje). Los ejecutivos pueden tomar decisiones libremente, los burócratas están sometidos no sólo a un código disciplinario absurdo, sino también a las arbitrariedades de contadores fiscales con alma de vengadores. Cuando dejan sus cargos, los ejecutivos reciben jugosas bonificaciones, los burócratas onerosas demandas. Pero así y todo son los malos del paseo. Los vilipendiados de siempre. Vaya uno a saber por qué.

Paradójicamente, los burócratas (y nadie más que ellos) poseen el capital humano indispensable para el funcionamiento del Estado. Pero su conocimiento es tan específico, tan poco trasplantable de un lugar a otro, que no sólo es mal remunerado, sino que puede convertirse en una trampa. Cuando los Ministros asumen sus carteras apenas entienden las complejidades del Estado, y cuando ya han aprendido lo necesario se van (o los sacan). Así, son los burócratas (los técnicos, para ser más preciso) quienes proporcionan la experiencia y la continuidad necesarias para que el negocio de la administración pública siga su curso. Para que el Estado mantenga la inercia requerida. Pues lo que no entienden los empresarios que con candor de primíparos llegan al sector público es que la disyuntiva no es entre inercia y acción, sino entre inercia y caos.

Tristemente, los prácticos ni si quiera se dan cuentan que dependen de los técnicos. Así es la vida.