En su último libro Imperial Grunts (”Soldados imperiales”), Kaplan parte de un hecho evidente pero olvidado: el futuro del imperialismo no sólo se decide en los salones de lujo de la Casa Blanca, o en las oficinas de estrategia del Pentágono, o en la plenarias de Babel de la ONU, sino también en el campo de batalla, en la periferia. Uno de los epígrafes del libro plantea el argumento con elocuencia: “el imperialismo avanzó históricamente no como resultado de presiones comerciales o políticas que vinieron desde Londres, Paris, Berlín, San Petersburgo o Washington, sino, principalmente, porque algunos hombres en la periferia, en su mayoría soldados, presionaron para ampliar las fronteras del imperio, mucha veces sin ordenes, o incluso en contra de las ordenes”.
Armado con su realismo esclarecedor, Kaplan estuvo hace tres años en Colombia: estaba comiendo en un restaurante bogotano cuando explotó la bomba de El Nogal. Su testimonio de ese viaje, publicado en el libro de marras, nos permite no sólo apreciar el conflicto a través de los ojos de un reportero sin par, sino también entender el papel de las fuerzas armadas estadounidenses en Colombia. “El futuro del conflicto militar en el mundo puede medirse mejor en Colombia que en Irak”, escribió Kaplan. “En Colombia fui testigo de las tácticas que emplearan los Estados Unidos para controlar un mundo incontrolable”.
Las tácticas están basadas en una lógica simple. “El imperialismo no es tanto un asunto de conquista como un tema de entrenamiento de los ejércitos locales”. Pero como los ejércitos son irreformables sin un cambio social y cultural de fondo, la tarea debe concentrarse en el adiestramiento de unidades elite (o especiales) por parte de los mejores instructores del ejército estadounidense. Así se hizo en El Salvador y así se está haciendo en Colombia. “¿Qué tan bueno es el ejercito colombiano?”, le preguntó Kaplan a uno de los instructores. “El conjunto de soldados rasos es débil, los sargentos no tienen iniciativa…pero nada importa excepto conseguir que algunas de las unidades especiales sean capaces de llegar hasta las cabecillas de la Farc”.
El objetivo es preciso, unilateral: destruir el liderzazo de la guerrilla, deshacer el centro de gravedad de las FARC. Tanto así que los instructores parecen aburridos en su papel secundario, dispuestos a asumir la tarea principal por ellos mismos, impacientes con la justicia colombiana y las demandas de la comunidad internacional, ignorantes del contexto general, despreocupados por el futuro del conflicto. Son simples piezas de intercambio en el refinamiento de una táctica sin estrategia.