Basta repasar los escritos políticos de William Ospina, expansivos en su prosa pero reduccionistas en su mensaje; o leer las opiniones políticas de Santiago Gamboa, menos elocuentes pero igualmente panfletarias; o examinar los juicios absolutos de Oscar Collazos (“las soluciones de Estado no han sido beneficiosas. Atizaron el fuego de la guerra, estimularon el crecimiento de la pobreza, y precipitaron el éxodo de campesinos hacia las ciudades”); o revisar los diagnósticos rotundos de Daniel Samper Pizano (“todos sabemos que este no es un país sino un club manejado por un puñado de familias y una oligarquía cada vez más rica”); basta, en últimas, con estudiar las opiniones de la mayoría de nuestros letrados para comprobar la pertinencia de la crítica de Posada. Quizás por desconocimiento involuntario, o tal vez por una forma de desidia intelectual, pereza antipositivista podría uno llamarla, los protagonistas de esta columna insisten en negar la posibilidad de cualquier progreso social cuando, al menos desde una perspectiva de largo plazo, los avances son evidentes. Cabría mencionar, por ejemplo, la mejoría sistemática de los índices de desarrollo humano, la expansión de los servicios públicos, el crecimiento de la seguridad social, la generalización de los mecanismos de solidaridad, el aumento del gasto social, etc.
Probablemente las críticas de los letrados, su denuncia de nuestras muchas lacras sociales, serían mucho más eficaces si estuviesen acompañadas de un interés positivista por los hechos y de una curiosidad académica por el trabajo de politólogos, sociólogos y economistas de todas las tendencias. Especialmente si los novelistas, como lo afirma sin ambages Santiago Gamboa, aspiran a convertirse en los relatores de nuestra historia secreta, en los reporteros de la verdad escondida. Pero no es repitiendo lugares comunes como se revela la verdad social. Al menos sociológicamente hablando, nuestros émulos de Balzac todavía están muy lejos de, digamos, Tom Wolfe.
Hace ya casi 50 años, en 1959, C. P. Snow publicó un libro con el sugestivo título de las Dos culturas, la literaria y la científica, en el cual censuraba el monopolio de los intelectuales literarios sobre los grandes temas de la sociedad y denunciaba la ignorancia de muchos letrados, quienes, en su opinión, podían opinar con irresponsabilidad factual gracias al proteccionismo intelectual que les brindaba el mundo literario. Proféticamente, las opiniones de Snow describen con precisión los excesos de nuestros literatos. O mejor, sus extravíos factuales cuando asumen el papel de opinadores.
Uno esperaría que los letrados trataran los problemas de la sociedad con la misma veneración con la que estudian las complejidades del alma humana. Pero ese no es el caso. Simplemente muchos escritores de primera son opinadores de segunda: repetidores de ideas preconcebidas, editorialistas con piloto automático que confunden los hechos con la ideología.