Este resultado pone de presente el fracaso del modelo de desarrollo rural prevaleciente, así como la ineficacia de las formas de intervención estatal predominantes desde hace ya varios años. En términos generales, las políticas rurales han estado excesivamente concentradas en el otorgamiento de subsidios (y favores) a los agricultores, lo que ha llevado no sólo a una distorsión de las ventajas comparativas, sino también a la expansión artificial de cultivos poco intensivos en mano de obra: precisamente el recurso abundante en el campo. Así, los subsidios regresivos desplazan la inversión necesaria en vivienda, tecnología e infraestructura básica, y el crecimiento de la agricultura no necesariamente conduce a una mejoría en el bienestar del grueso de los pobladores rurales. Por lo tanto, la coyuntura actual (la agricultura va bien pero el campo va mal) no debería concebirse como un hecho extraño sino como un resultado previsible. Como la consecuencia adversa de una política perversa.
Tristemente, esta forma fallida de intervención se ha exacerbado durante el actual gobierno. Sin ánimo de ser exhaustivo, cabría recordar que la administración Uribe ha instituido, entre otras medidas, exenciones tributarias para los cultivos de rendimiento tardío, protecciones ad-hoc para la leche y el maíz, subsidios cambiarios para el banano y las flores, y coberturas de precios para el algodón y el café. Hace algunas semanas, el Presidente prometió una nueva ronda de subsidios, dirigidos esta vez a los supuestos perdedores del TLC, lo que no impidió que los cafeteros (quienes nada tienen que perder en el asunto en cuestión) reclamaran su tajada en la nueva repartija. El gobierno ha argumentado que los subsidios agrícolas terminan, tarde o temprano, filtrándose hacia los más pobres. Pero la evidencia muestra, inequívocamente, la falsedad de este argumento.
Así mismo, el Gobierno ha argumentando que los subsidios son fundamentales para la consolidación de la seguridad democrática, como si, en la elusiva ecuación de la paz, las ganancias de los agricultores fuesen más importantes que el bienestar de los pobladores rurales. Pero esta argumentación, no exenta de cierta demagogia, ha ganado muchos adeptos y ha movilizado varios grupos de interés, hasta el punto de que la demanda por mayores subsidios ha crecido rápidamente: la oferta del ejecutivo ha creado su propia demanda en el legislativo. Actualmente la economía política del sector rural apunta hacia más de lo mismo, hacia la reiteración de un modelo ineficaz: la tasa actual de pobreza rural, cabe recordarlo, es mayor que la tasa observada quince años atrás.
En últimas, la política rural está inmersa en un círculo vicioso, en una trampa de economía política, en la cual los subsidios agrícolas aumentan la pobreza y la pobreza (equivocada pero hábilmente) sirve para justificar mayores subsidios. La dinámica es tan sencilla como inquietante: más subsidios y más pobreza, más pobreza y más subsidios, y así ad infinitum.