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agosto 2009

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El hombre del computador

El tipo tenía un negocio bien montado, un emprendimiento exitoso, una empresa rentable, competitiva. El negocio consistía, en términos generales, en una forma sofisticada de intermediación, conocida en el medio, entre los entendidos, con un eufemismo inocente: la gestión de recursos. El intermediario consigue recursos estatales, notarías, contratos, puestos, cosas de esas, y los revende, los entrega contra el pago de una cuota mensual ojalá en efectivo. Los economistas designan este tipo de emprendimiento con un nombre más franco, la captura de rentas. Pero más allá de las denominaciones, digamos que se trata de un negocio floreciente. Y rentable.

La intermediación tiene una contabilidad sencilla. Los ingresos corrientes son las cuotas y los peajes previamente acordados con notarios, contratistas y otros receptores de favores. En algunos casos, los intermediarios no intermedian, prefieren capturar las rentas directamente mediante transacciones con familiares o empresas ficticias. Los egresos del negocio son más modestos, incluyen el sostenimiento de la maquinaria política que garantiza la elección: los sueldos de algunos colaboradores locales, los regalitos consuetudinarios, los almuerzos y las camisetas, en fin, nimiedades en comparación con los abultados ingresos corrientes. La intermediación política, sobra decirlo, produce unas grandes utilidades operativas, tiene un ebitda gigantesco, es un negociazo.

El intermediario deriva su ventaja competitiva de sus contactos, de sus relaciones con un personaje clave en este estudio de caso empresarial: el hombre del computador, el dispensador de las rentas, el eje del negocio. El intermediario, en primera instancia, intercambia apoyo político por rentas. Da lo primero y recibe lo segundo. En segunda instancia, revende las rentas y utiliza parte del usufructo en comprar su elección, en amarrar los votos necesarios para la continuidad del negocio. La lógica es simple: primero se compran rentas con votos y después votos con rentas. El intermediario conecta los electores con el hombre del computador. Ese es su trabajo. Y le pagan bien.

Un policía despistado (o irónico) sugirió que el intermediario era un tipo previsivo y desconfiado, dado a atesorar efectivo. Otros, más directos, han dudado de su honestidad y demandado una investigación expedita. Razón no les falta. Pero si cambiamos de perspectiva, si pensamos más en el negocio (la intermediación) que en el protagonista (el intermediario) deberíamos concentrar la atención en otro lado: en el hombre del computador. El negocio en cuestión es rentable, primero, porque existen grandes rentas (notarías, subsidios, zonas francas, puestos, etc.) y segundo, porque una sola persona tiene la capacidad de entregárselas a sus aliados políticos. Las rentas y la discreción producen corrupción, son la clave del asunto.

Algunos creen que la lucha contra la corrupción requiere, primero que todo, la promoción de la honestidad de los intermediarios. Probablemente tengan razón. Pero yo me atrevería a recomendar una estrategia complementaria: la eliminación de las notarías, los subsidios, las zonas francas y, en general, de la capacidad de un gobierno para enriquecer a sus amigos o a sus aliados. En suma: no deberíamos subestimar el poder corruptor del hombre del computador.

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Realismo trágico

Jorge Volpi es uno de los escritores e intelectuales mexicanos más importantes de la actualidad. Esta semana presentó en Bogotá su último libro, El insomnio de Bolívar: una reflexión irónica y desencantada sobre el futuro de América Latina. Volpi comienza su alegato con una denuncia del exotismo, de la tesis macondiana según la cual nuestros infortunios son la manifestación predecible de una realidad desaforada, incomprensible para el resto del mundo, para quienes no hayan vivido en este continente de la sinrazón. El escritor mexicano rechaza esta forma de determinismo y propone un movimiento del realismo mágico al realismo trágico, un tránsito intelectual, digamos, de Macondo a Tegucigalpa.
El realismo trágico ya no está definido por el determinismo geográfico o cultural enunciado por Gabriel García Márquez en su discurso de aceptación del Premio Nobel, sino por la desigualad económica, por la distancia infranqueable y creciente entre los de arriba y los de abajo. “Los ricos viven como ciudadanos del primer mundo, gozan de todos los privilegios de las democracias modernas; sus vecinos, en cambio, se limitan a sobrevivir en democracias paralíticas”. Volpi sostiene que la desigualdad es el verdadero nudo de nuestra soledad, el mayor de nuestros problemas, la causa primera del realismo trágico.

El novelista mexicano no parece temerles a los lugares comunes. Postula una disyuntiva bien conocida entre la democracia imaginaria (la de los textos) y la real (la de la vida). Sostiene al mismo tiempo que la desigualdad es incompatible con la democracia, pues “arrebata a los hombres el gusto por las instituciones libres” y “divide la sociedad en órdenes distintos, ajenos entre sí”. En el esquema propuesto, América Latina está condenada irremediablemente por la desigualdad. Por lo tanto, nuestro futuro será tan pródigo en fracasos como el pasado. Y los latinoamericanos, en el realismo mágico o en el trágico, da lo mismo, jamás tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra.

Jorge Volpi pretende ser el representante de una nueva generación de hombres de letras. Quiere romper con el costumbrismo, con la idea absurda del excepcionalísimo latinoamericano que postula, entre otras cosas, la necesidad de teorías propias para abordar una realidad única. Pero la ruptura es superficial. La forma puede ser distinta. Pero el fondo es el mismo. Volpi es en muchos sentidos un típico intelectual tercermundista. Incurre en los mismos vicios de sus antecesores. En los juicios absolutos. En el miserabilismo. En la fracasomanía. En la renuencia a reconocer cualquier atisbo de progreso: el crecimiento de la clase media, la mejoría de los indicadores sociales o la fortaleza de muchos procesos democráticos en el ámbito local.

A la hora de las propuestas concretas, tiene muy poco que decir. “Si América Latina quiere salir de su atraso, necesita cambiar su visión del desarrollo económico e impulsar medidas para que la pequeña y mediana industrias se desarrollen”, escribe sin mucho pudor, como si estuviese planteando una idea original. Una de las tragedias de esta parte del mundo es la falta de imaginación de sus intelectuales, su apego a una suerte de fatalismo sin atenuantes, su creencia ciega en las certezas del realismo trágico.

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La inercia del corazón

“La inercia del corazón es mayor que la inercia de la razón” escribió alguna vez el crítico literario y ensayista alemán Walter Benjamin. Por ello, tal vez, las percepciones públicas difieren con frecuencia de las realidades objetivas; por ello, los riesgos percibidos tienden a ser mayores, en ocasiones mucho mayores, que los riesgos reales; por ello, finalmente, los miedos, los temores de la gente no terminan cuando pasa el peligro o disminuye la amenaza. Las Farc, para entrar en materia, han dejado de ser una amenaza, un problema real para muchos colombianos. Pero siguen ocupando un lugar preponderante en nuestra mente, siguen dominando nuestras emociones. La inercia del corazón no nos ha dejado percibir o entender que las Farc dejaron de ser el principal problema de orden público de este país.

La culebra está viva. En algunos lugares del país las Farc todavía representan una amenaza mortal. Pero si dejamos de lado las emociones, los dictados inerciales del corazón, debemos aceptar que ya no constituyen un riesgo notable para la seguridad de la mayoría de los colombianos. La otrora boyante industria del secuestro de las Farc ya no existe. Se acabó para siempre. La capacidad homicida de la guerrilla se ha reducido drásticamente. Incluso su capacidad defensiva ha sido disminuida de manera sustancial por cuenta, entre otras cosas, de las miles de deserciones anuales. La culebra, en el peor de los casos, está en retirada. Y en el mejor, herida mortalmente.

Pero mientras el cazador buscaba la culebra en la selva, muchas alimañas entraron en su casa. El crimen organizado, como lo ha reconocido el propio general Óscar Naranjo, es un problema creciente en muchas regiones del país. En Medellín, el número de homicidios va a duplicarse en 2009. Hubo mil homicidios el año pasado. Habrá dos mil este año. Las causas son complejas, tienen que ver probablemente con la intensificación de la competencia que sobrevino después del debilitamiento de algunas organizaciones criminales. Pero más allá de las causas, los números hablan por sí solos, sugieren el carácter dinámico o metamórfico de la violencia colombiana. Las nuevas (emergentes, dicen ahora) organizaciones criminales constituyen la principal amenaza para la seguridad. A pesar de lo incierto de este tipo de contabilidad, bandas innominadas, organizaciones criminales mutantes, generan mucha más violencia, matan mucha más gente que las Farc y sus milicias.

Los psicólogos han estudiado con precisión la mecánica de la inercia del corazón, las fallas cognitivas que alimentan el divorcio entre percepción y realidad. Existe, por ejemplo, el llamado sesgo de confirmación: la gente rechaza sistemáticamente los indicios que contradicen sus miedos. El derrumbe de las Farc es evidente para la razón. Pero el corazón sigue creyendo que la amenaza es tan grande como siempre. Y como todo el mundo piensa de la misma manera, nadie se atreve a disentir. La falla cognitiva no es sólo un fenómeno individual; es también una suerte de paranoia colectiva.

Paradójicamente el futuro político del presidente Uribe depende de la coincidencia de dos hechos casi contradictorios: el éxito de la Seguridad Democrática y la omnipresencia de las Farc. La popularidad del Presidente depende, en últimas, de un temor colectivo, de la inercia del corazón de la sociedad colombiana.

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Las Farc y los vecinos

Durante los últimos siete años cambió sustancialmente la geografía del conflicto colombiano. Las Farc fueron sacadas de Cundinamarca, perdieron el control que algún día tuvieron, vale recordarlo, sobre muchas de las principales vías de acceso a la ciudad de Bogotá. Perdieron también el dominio sobre algunas áreas del centro del país donde alias Karina hizo y deshizo y sobre otras zonas de la Costa Caribe donde alias Martín Caballero se movía a sus anchas. Recientemente han perdido el dominio sobre vastos territorios del Meta y el Caquetá donde mandaron por cuatro décadas. En suma, las Farc han perdido presencia en el interior de Colombia. Han cedido buena parte de sus dominios históricos. Y han tenido que moverse hacia las fronteras y hacia la Costa Pacífica.
La política de Seguridad Democrática produjo una consecuencia inesperada, no advertida por los estrategas y los analistas de nuestra guerra: el conflicto pasó del centro a la periferia, se alejó de las principales ciudades y se acercó a los países vecinos, particularmente a Ecuador y a Venezuela. Este hecho entraña una gran contradicción. Paradójicamente el debilitamiento interno de la guerrilla trajo consigo una creciente internacionalización del conflicto colombiano, en un sentido literal, geográfico. En el último lustro la guerrilla colombiana aumentó su presencia en las fronteras y adquirió por ende una presencia transnacional.
Algunos sectores de la opinión pública colombiana consideran que los gobiernos de Ecuador y Venezuela han propiciado la internacionalización del conflicto mediante tratos y coqueteos con la guerrilla colombiana. Probablemente algunos militares venezolanos han hecho alianzas con las Farc y algunos funcionarios ecuatorianos han llevado a cabo negocios con guerrilleros y narcotraficantes. La farcpolítica también ha cruzado las fronteras. Pero yo no creo que pueda hablarse de una política deliberada, de una conspiración a gran escala liderada por Chávez y Correa. En últimas, la internacionalización no ha sido el resultado de las fuerzas atractivas de los gobiernos vecinos, sino de las fuerzas expulsoras de la Seguridad Democrática, del éxito militar colombiano.
Aceptar la internacionalización del conflicto implica reconocer, en primera instancia, la necesidad de la cooperación militar y de inteligencia. En la próxima fase del conflicto, la diplomacia debería jugar un papel preponderante. Las opciones militares eran suficientes cuando la guerrilla acampaba en Cundinamarca o reinaba en el Caguán. Pero no lo son ahora que vive en las fronteras, que ha buscado refugio en la ambigüedad de los límites transnacionales.
Por último, no deberíamos descartar una profundización de la tendencia actual, una mayor internacionalización del conflicto que conduzca finalmente a la aparición de una guerrilla supranacional. Existe un escenario de ciencia ficción, improbable mas no imposible, en el cual una derrota electoral o una salida forzada del presidente Chávez desencadena una alianza entre las Milicias Bolivarianas y las Farc. Pero pase lo que pase el conflicto colombiano no volverá a ser el mismo. Su futuro pasa literalmente por los países vecinos. Querámoslo o no, el fin del fin de las Farc se decidirá en las fronteras con Ecuador y Venezuela.
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Chávez eterno

Esta semana, en una conferencia celebrada en la ciudad de Washington, el economista venezolano Moisés Naím resumió de manera precisa las contradicciones del chavismo. Las primeras contradicciones son ideológicas. Chávez anuncia diariamente el fin del sistema capitalista, de la globalización, del consumismo aberrante, pero su gobierno depende en última instancia del crecimiento de la demanda agregada mundial. Chávez es un profeta extraño: anuncia un mundo nuevo, pero no reconoce que una simple dolencia del viejo orden, del sistema capitalista, puede terminar enterrando para siempre el naciente Socialismo del Siglo XXI.

Chávez denuncia cíclicamente al gobierno de Colombia, a sus élites, a la oligarquía santafereña, a los asesinos de Bolívar, etc. Pero el gobierno (o mejor, el desgobierno) chavista ha contribuido de manera efectiva al enriquecimiento del sector privado colombiano. La contradicción es obvia: la hostilidad política ha coincidido con una integración comercial sin precedentes. Chávez ha hecho más por el comercio internacional de Colombia que cualquier acuerdo comercial presente o futuro. En medio de los insultos, de los agravios casi cómicos, Chávez les ha transferido buena parte de su bonanza petrolera a sus enemigos colombianos. Las contradicciones del sistema, dirán algunos.

El crecimiento de las exportaciones es el resultado de otra contradicción, de un gran desequilibrio estructural. De tiempo atrás, el gobierno bolivariano ha estimulado la demanda interna, ha alimentado una gran bonanza de consumo y al mismo tiempo ha propiciado una reducción de la producción, un encogimiento significativo de la oferta. Lo que hace con la mano generosa de las Misiones, lo destruye con el codo abusivo de los controles de precios y las expropiaciones. Así, la inflación y el desabastecimiento son (para usar una metáfora cruel) pan de todos los días. El Socialismo del Siglo XXI no ha podido derogar la ley de la oferta y la demanda. Hay ciertas cosas que los autócratas y sus asambleas obsecuentes no pueden hacer.

Pero las contradicciones no terminan allí. El gobierno venezolano es un gigante atrofiado, cada vez abarca más y aprieta menos. Tiene plata y poder y por lo tanto puede acumular activos rápidamente, sumar y sumar empresas. Pero es incapaz de manejarlas. Los gerentes de las empresas nacionalizadas son militares leales que confunden las urgencias de la administración con las intrigas de los cuarteles. Ni siquiera Petróleos de Venezuela (Pdvsa) es manejada con sentido empresarial, con una mínima racionalidad. Cada vez asume más tareas y obligaciones y cada día produce menos petróleo. En algún momento también será desbordada por el exceso de demandas burocráticas.

Tarde o temprano la economía venezolana se derrumbará bajo el peso de sus propias contradicciones. “Lo que es insostenible tiene que parar”, dice un economista adepto a los lugares comunes. Pero el derrumbe de la economía no significa necesariamente el fin del régimen. Como dice el mismo Naím, el petróleo no puede sostener infinitamente una economía de mentiras, pero sí puede financiar por muchos años, por décadas tal vez, el aparato de seguridad de un autócrata impopular o quebrado. Las contradicciones tumban a los gobiernos democráticos. Pero (cabe terminar con otra paradoja) muchas veces contribuyen a la perpetuación de los dictadores.