El novelista mexicano no parece temerles a los lugares comunes. Postula una disyuntiva bien conocida entre la democracia imaginaria (la de los textos) y la real (la de la vida). Sostiene al mismo tiempo que la desigualdad es incompatible con la democracia, pues “arrebata a los hombres el gusto por las instituciones libres” y “divide la sociedad en órdenes distintos, ajenos entre sí”. En el esquema propuesto, América Latina está condenada irremediablemente por la desigualdad. Por lo tanto, nuestro futuro será tan pródigo en fracasos como el pasado. Y los latinoamericanos, en el realismo mágico o en el trágico, da lo mismo, jamás tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra.
Jorge Volpi pretende ser el representante de una nueva generación de hombres de letras. Quiere romper con el costumbrismo, con la idea absurda del excepcionalísimo latinoamericano que postula, entre otras cosas, la necesidad de teorías propias para abordar una realidad única. Pero la ruptura es superficial. La forma puede ser distinta. Pero el fondo es el mismo. Volpi es en muchos sentidos un típico intelectual tercermundista. Incurre en los mismos vicios de sus antecesores. En los juicios absolutos. En el miserabilismo. En la fracasomanía. En la renuencia a reconocer cualquier atisbo de progreso: el crecimiento de la clase media, la mejoría de los indicadores sociales o la fortaleza de muchos procesos democráticos en el ámbito local.
A la hora de las propuestas concretas, tiene muy poco que decir. “Si América Latina quiere salir de su atraso, necesita cambiar su visión del desarrollo económico e impulsar medidas para que la pequeña y mediana industrias se desarrollen”, escribe sin mucho pudor, como si estuviese planteando una idea original. Una de las tragedias de esta parte del mundo es la falta de imaginación de sus intelectuales, su apego a una suerte de fatalismo sin atenuantes, su creencia ciega en las certezas del realismo trágico.