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25 febrero, 2006

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Un pensador ambiguo

En el año 1961, Albert O. Hirschman escribió un ensayo sobre la confrontación ideológica en América Latina en torno al tema del desarrollo económico. Entre los pensadores citados aparece, de manera conspicua, Hernán Echavarría Olózaga. “Pocas veces –escribió Hirschman en referencia al liberalismo escueto de Echavarría– se encuentran estas ideas expresadas tan abierta y cándidamente; sus defensores más vehementes suelen ser hombres de negocios que, de ordinario, no son dados a expresar sus opiniones por escrito”. Pero Echavarría no fue un hombre ordinario. Además de empresario y filántropo, fue un escritor incansable, autor de una obra extensa, motivada, creo yo, más por la fuerza de sus convicciones que por la vastedad de su cultura.

Las opiniones de Echavarría fueron las de un puritano enfadado: incansable en sus empresas e implacable en sus denuncias. Sus peroratas más frecuentes estuvieron dirigidas a quienes vivían fácilmente del presupuesto público o de la tierra. “Nadie trabaja cuando puede vivir cómodamente sin hacerlo; y muchos no trabajan si pueden vivir casi tan bien sin trabajar”, escribió en su obra más conocida, el Sentido común en la economía Colombiana. De allí su impaciencia con los burócratas, muchos de quienes, en su opinión, vivían cómodamente sin necesidad de participar en la producción. “Su actitud es de indiferencia inapelable, como la de una tropa de ocupación en un país derrotado”. El símil es exagerado en el fondo pero perfecto en la forma, como corresponde a todo buen polemista.

Pero su mayor obsesión fue, sin duda, el enriquecimiento injusto de los dueños de la tierra. “La inversión en tierras, como el presupuesto público, permite vivir sin trabajar”, escribió en el libro de marras. Pero el asunto, en su opinión, no era sólo de aperezamiento individual, sino también de ineficiencia colectiva: “el problema agrario colombiano radica en que en general resulta de mayor utilidad el comprar tierras y esperar simplemente su valorización, que explotar con empresa agrícola las que ya se tienen”. Repitió la misma idea por más de cincuenta años, con la terquedad de los convencidos y la impaciencia retórica de los hombres prácticos. “En Colombia –escribió en 1977, en una de sus columnas de prensa– continúa siendo verdad la fórmula que daba el bobo de Medellín de hace cincuenta años para volverse rico: compre una manga y siéntese a aguantar hambre en ella”. Pero su voz nunca tuvo eco. Fue un grito solitario en un país donde muchos confunden la fortuna de los terratenientes con el bienestar de los pobres.

Echavarría fue uno de los voceros más representativo de un país que comenzaba a urbanizarse aceleradamente y a cambiar su estructura productiva en contra de las fuerzas retardatarias del campo y los embates intervencionistas de la burocracia. Sus escritos sugieren a menudo una dicotomía antigua, casi decimonónica: la del santafereño contemplativo versus el paisa industrioso. “Quién habrá, pues, que quiera cambiar libremente la tranquilidad del campo y un buen libro por el ajetreo de la industria y la lucha por el mercado?” Paradójicamente, Echavarría encontró tiempo para ambas cosas: la acción y la reflexión.

Su insistencia en que el origen de nuestros males sociales venía de los años sesenta, cuando “el estatismo y la planeación se apoderaron del espíritu y la imaginación de la clase dirigente”, fue exagerada. Al fin de cuentas, la fijación con las soluciones de Estado no es tanto una causa de la pobreza y la desigualdad, como una consecuencia de las mismas. Además, la equidad y la redistribución se han convertido con el tiempo en imperativos políticos. Así las cosas, y citando de nuevo a Hirschman, esa “repugnancia por la inversión pública y por el planteamiento del desarrollo parece un poco histérica y pasada de moda”.