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El cuento del celta

Hace ya más de cuatro años, David Lovegrove llegó por primera vez a Colombia. Vino invitado por el gobierno de turno con el propósito de contar una historia maravillosa, extraordinaria, inspiradora: la historia del milagro económico irlandés. En 1987 Irlanda era un país pobre entre los ricos, con una economía estancada y una tasa de desempleo de 17%. En el año 2000, Irlanda era ya el segundo país más rico de Europa, con una economía dinámica, innovadora y una tasa de desempleo de 4%. Irlanda había pasado de la pobreza a la prosperidad en poco más de una década. El cuento del celta, sería necio negarlo, tenía su encanto.
Pero el celta no sólo vino a contar un milagro lejano. David Lovegrove no era un simple mensajero de hechos extraordinarios: era también un profeta. O como dicen (o decimos) los economistas: un experto en competitividad. El celta creía haber resuelto el misterio del desarrollo económico, decía tener la receta para remediar nuestros males eternos, la misma que había aplicado con éxito como secretario de la agencia irlandesa para la política industrial. En últimas, el celta vino a mostrarnos el camino, a vender su cuento, a hacer el milagro.

El gobierno del entonces presidente Uribe le dio un contrato: los profetas del desarrollo se ganan la vida como consultores. David Lovegrove comenzó, entonces, a frecuentar esta tierra de ilusiones. Se convirtió en un conferencista estrella, en un cautivador de multitudes. Siempre repetía el mismo cuento, su credo: hay que bajar los impuestos a las empresas con el fin de generar confianza, atraer a los inversionistas, acelerar el crecimiento económico y de esta manera generar empleo. La clave del milagro irlandés, decía, es una estructura tributaria simple, favorable a la inversión doméstica y extranjera.

El celta fue uno de los inspiradores de la llamada política de confianza inversionista. Propuso una disminución drástica en el impuesto sobre la renta: “Un país como Colombia, con deficiente infraestructura, pobre logística y déficit en educación de calidad, no puede tener además una estructura tributaria poco competitiva. Bajar los impuestos es la mejor manera de atraer inversión”. Pero esta propuesta, por razones obvias, nunca contó con el apoyo de las mayorías parlamentarias. El celta recomendó entonces una política alternativa, un atajo conveniente: la generalización de las llamadas zonas francas, incluidas las zonas francas uniempresariales, donde el Estatuto Tributario no rige plenamente y el impuesto sobre la renta de las empresas es mucho menor, apenas de 15%.

El celta, ya lo sabemos, resultó un milagrero, un simple vendedor de pócimas mágicas. Hoy en día el milagro irlandés parece un simple espejismo, una ilusión, una burbuja. Irlanda está literalmente quebrada: el déficit fiscal es astronómico, cercano a 32% del PIB, los bancos están en la ruina, la gente se está yendo y el gobierno se ha comprometido a subir los impuestos, a reversar la supuesta receta del milagro. El celta no podrá seguir echando su cuento. Pero en Colombia el daño ya está hecho. Tardaremos mucho tiempo, décadas posiblemente, en desmontar las zonas francas, en corregir las distorsiones tributarias derivadas de nuestro alocado intento por reproducir el supuesto milagro económico irlandés.

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La caída del desempleo: ¿un espejismo estadístico?

Las cifras de empleo de octubre, reveladas ayer por el DANE, confirmaron la caída abrupta del desempleo que había sorprendido a propios y extraños el mes anterior. En octubre, el desempleo nacional estuvo cercano a 10%, apenas un punto porcentual por encima de la meta de 9% prevista en el Plan Nacional de Desarrollo.

Pero las cifras son extrañas. En mi opinión corresponden más a una distorsión estadística que a un fenómeno real. El gráfico muestra la evolución de las tasas de desempleo y subempleo objetivo durante lo corrido del año. Los series son promedios móviles de doce meses (esto es, corrigen por las distorsiones estacionales) y corresponden a las trece principales ciudades del país (esto es, no están afectadas por los problemas de medición del empleo rural). El gráfico muestra que, desde julio aproximadamente, el subempleo comenzó a crecer rápidamente y el desempleo comenzó, por su parte, a disminuir. Estas tendencias no tienen una explicación clara. La única explicación que se me ocurre es que las tendencias son artificiales, que bedecen a una reclasificación arbitraria: algunos desempleados pueden estar siendo ahora contabilizados como subempleados.

Sea lo que sea, el gráfico muestra que el agregado de desempleados y subempleados no ha disminuido. En fin no hay mayores motivos para celebrar. Los resultados siguen siendo preocupantes. Y probablemente reflejan más la realidad del DANE que la del país.

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El estilo paranoide

El uribismo tiene un estilo distintivo, una forma peculiar de argumentar, de pronunciarse. Podría decirse que su estilo es original. Pero la realidad es otra. Es un estilo conocido, ya estudiado y clasificado por los historiadores de la política. En 1964, el historiador gringo Richard Hofstadter describió, en un artículo publicado en la revista Harper’s, la persistencia del estilo paranoide en la tradición política de los Estados Unidos. Su descripción corresponde de manera precisa, casi exacta, al estilo del uribismo. En suma, el estilo del uribismo es el estilo paranoide.

Según Hofstadter, el estilo paranoide parte de un supuesto básico: la existencia de una conspiración gigantesca, de una poderosa (pero sutil) maquinaria de influencia. “Con frecuencia el enemigo es percibido como poseedor de una fuente especial de poder: controla la prensa, manipula la opinión pública a través de noticias fabricadas, cuenta con fondos ilimitados…”. Los voceros del estilo paranoide sienten que su lucha va más allá de la defensa de una persona o un gobierno en particular; creen estar luchando por la justicia, la libertad, el orden. Sus pronunciamientos son consecuentemente grandiosos. “El Estado de Derecho se anula cuando la justicia… cae en la trampa de la venganza de los criminales”, escribió el ex presidente Uribe esta semana.

Los voceros del estilo paranoide parecen siempre dispuestos a la confrontación intelectual. En sus repetidos pronunciamientos presentan datos, revelan conexiones, muestran hechos, etc., con una obsesión casi académica. Pero la apariencia es en este caso engañosa. El político paranoide no está interesado en la comunicación de doble vía que caracteriza el intercambio intelectual: “no es un receptor, es un transmisor”. La acumulación de información le sirve para convencerse a sí mismo, para alimentar sus odios y sus miedos, no para convencer a los otros. Sea lo que sea, los datos, los hechos diligentemente enunciados, nunca justifican las conclusiones fantasiosas, las historias de conjuras y conspiraciones.

Muchos voceros del estilo paranoide son conversos que nunca dejaron realmente de creer en sus dioses de antaño, simplemente los convirtieron en demonios. “En los movimientos contemporáneos de extrema derecha de los Estados Unidos —escribió Hofstadter— han jugado un papel particularmente importante los ex comunistas que se movieron rápidamente, aunque no sin angustias, de la izquierda paranoide a la derecha paranoide pero no abandonaron la psicología maniquea que caracteriza a ambas”.

“¿Cómo podríamos explicar la situación actual sin suponer que algunos altos funcionarios están conspirando para conducirnos al desastre? Todo esto tiene que ser el producto de… una conspiración de la infamia tan oscura que, una vez sea finalmente expuesta, sus protagonistas merecerán la condena de todos los hombres honestos”, escribió el senador McCarthy en 1951. En Colombia, sesenta años después, los voceros más connotados del uribismo repiten, cada vez con mayor insistencia, el mismo diagnóstico exaltado. Apocalíptico. Paranoide.

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¿Un país normal?

Esta semana la firma Cifras & Conceptos presentó los resultados de una encuesta de opinión de líderes nacionales. Aproximadamente dos mil personas, residentes en 14 departamentos, fueron entrevistadas durante el tercer trimestre de este año. Los entrevistados son líderes en varios campos: presidentes y gerentes de empresas, directores de medios de comunicación, congresistas, jefes de centros de investigación, presidentes de sindicatos, gremios y organizaciones no gubernamentales, etc. La encuesta no es perfecta. Seguramente hay cientos de colados y miles de omitidos. Pero los resultados son un buen resumen de las opiniones y las creencias de las élites de este país.

A juzgar por los resultados de la encuesta, nuestras élites son bastante provincianas. Casi ensimismadas. Leen El Tiempo, El Espectador y Semana. Ven Caracol y RCN. Oyen Caracol, W Radio y RCN. En Bogotá, la Atenas suramericana, una minoría casi insignificante manifiesta una preferencia por algún medio extranjero: The New York Times, The Economist o CNN. Las élites se autoclasifican en el centro del espectro socioeconómico, con un leve sesgo a la derecha. Desconfían del Congreso y los sindicatos. Y confían en el Banco de la República y en la Corte Constitucional. En general las opiniones de las élites tradicionales son (vale la redundancia) bastante tradicionales.

Pero hay un resultado sorprendente, inesperado: el conflicto armado ya no parece preocupar a las élites colombianas. La mayoría opina que la corrupción y la gobernabilidad son los principales desafíos en el campo político. Apenas seis por ciento menciona el conflicto, la paz y los derechos humanos. La mayoría considera que el desempleo, la pobreza y la salud son los principales problemas sociales. Sólo cuatro por ciento hace referencia a la inseguridad y a los desplazados. El comercio internacional es el tema prioritario en el campo internacional. Los derechos humanos y los problemas fronterizos son percibidos como asuntos secundarios. En el campo económico, la inseguridad ya no preocupa a nadie. En síntesis, el conflicto parece haber desaparecido de la mente de las élites políticas, empresariales y académicas.

Para sus élites, Colombia se convirtió en un país normal, con los problemas típicos de un país de mitad de tabla (desempleo, pobreza, corrupción, desigualdad, etc.), pero sin los problemas atípicos que, hace apenas unos años, amenazaban la viabilidad del Estado. En esta visión, ya no debemos compararnos con Sudán y Afganistán sino con Perú y Turquía. En esta suerte de ficción compartida, el conflicto en Colombia ya hace parte del pasado, ya es una realidad superada, un problema resuelto.

El presidente Santos y los inversionistas extranjeros también están metidos en el cuento de la normalidad. Los soldados muertos, los civiles asesinados, los ataques guerrilleros, las venganzas del narcotráfico, etc. desaparecieron de las primeras páginas de los periódicos, se convirtieron en un ruido de fondo. Ya nadie menciona, por ejemplo, nuestra muy alta, casi alarmante, tasa de homicidios (mucho mayor que la de México). En fin, la normalidad se instaló en la mente de nuestras élites. Pero no ha llegado todavía, cabe reconocerlo, a muchas regiones de Colombia. Cuesta decirlo pero aún no somos un país normal.

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Lo mismo que antes

El Gobierno dio a conocer esta semana el plan de desarrollo. En Colombia, los planes de desarrollo tienen una larga historia. El primero se lanzó en 1960, hace ya 50 años, no por exigencia constitucional (como ahora) sino por compromisos externos: era una condición del gobierno de los Estados Unidos para entregar la plata de la llamada Alianza para el Progreso. Desde entonces, casi ininterrumpidamente, los gobiernos han hecho públicos sus objetivos y programas por medio del llamado Plan Nacional de Desarrollo. Esta semana el presidente Santos aprovechó la ocasión para insistir en una imagen conocida, en una metáfora corriente: “Estamos lanzando ni más ni menos que la hoja de ruta para el Gobierno… que recoge todo lo que aspiramos a realizar en este próximo cuatrienio”.
El Plan tendrá un título llamativo, Prosperidad para todos. “¿Qué es prosperidad para todos? Es que el crecimiento económico sea equitativo y pueda llegar sobre todo a los más pobres para disminuir esa brecha que en el caso colombiano es inaceptable entre ricos y pobres, una de las brechas más grandes de todo el universo, infortunadamente”, explicó el presidente Santos el viernes en la tarde durante una rueda de prensa.

La prosperidad para todos es un objetivo loable. Pero tiene un problemita: ha sido prometida por todos los planes nacionales de desarrollo durante medio siglo. Todos, sin excepción, han hablado de cerrar la brecha, distribuir la riqueza, igualar las oportunidades, redimir a los más necesitados, etc. Yo mismo (lo confieso) escribí algo parecido en uno de los planes anteriores. La retórica de la igualdad ha sido casi tan persistente como la realidad de la desigualdad. Los problemas eternos coinciden con las promesas perpetuas. Esta coincidencia, por lo demás, es una característica conocida del subdesarrollo.

Si el Gobierno aspira a trascender la retórica devaluada de la igualdad, debería empezar por explicar de qué manera va a lidiar con el problema de la informalidad laboral. Más de la mitad de los trabajadores colombianos son informales, esto es, están excluidos del sector moderno de la economía. “Informalidad” es una palabra rebuscada para denotar un fenómeno sencillo: la exclusión económica, la imposibilidad de disfrutar los beneficios de la innovación, el cambio técnico y el aumento de la productividad. Mientras no se creen empleos formales para los trabajadores sin educación superior, mientras la única forma de inclusión siga siendo el acceso a un subsidio estatal, mientras la exclusión económica siga afectando a más de la mitad de la población económicamente activa, la prosperidad para todos no será mucho más que una frase que se saca cada cuatro años del cajón para decorar los planes de desarrollo.

Ojalá me equivoque pero la informalidad laboral podría echar al traste muchas de las metas del Gobierno. Las medidas propuestas para lidiar con el problema de marras, la Ley del Primer Empleo y la Ley de Formalización, son modestas. Casi irrelevantes. Aparentemente seguiremos en lo mismo: cobrándoles altos impuestos a quienes crean empleos formales para poder así subsidiar a quienes no los consiguen. Aun si arrancan las locomotoras, a los informales (esto es, a más de la mitad de los trabajadores colombianos) podría dejarlos el tren. Y la prosperidad, sobra decirlo, no sería entonces para todos.
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El país de la tutela

En el país de la tutela nunca hay nada seguro. Todo depende de la voluntad caprichosa de los jueces. Hace unos días un juez de la república (en su inmensa sabiduría) anuló el proceso de selección de los aspirantes a una beca estatal para programas de doctorado. En opinión del juez, Colciencias, la entidad encargada de seleccionar a los becarios, violó el derecho a la igualdad de una de los aspirantes cuya aplicación fue rechazada (aparentemente por un error de su parte). Más de doscientos becarios vieron truncados sus planes de manera abrupta. Quedaron literalmente desprotegidos. Algunos de ellos ya anunciaron que interpondrán una tutela en contra de Colciencias que quedará, según parece, doblemente entutelada. Así son las cosas en este país.

Las tutelas no sólo son una fuente de incertidumbre. Son también un negocio. Un negociazo. “Hemos desarrollado una aplicación en línea que nos permite brindarle toda la asesoría y seguimiento de su caso desde la comodidad de su hogar” dice la página de internet de SuTutela.com. “Pensionados: ¿cómo lograr que le incrementen el valor de su mesada pensional?” anuncia la misma página de manera directa, casi desenfadada. Y la verdad sea dicha, los consejos de los profesionales de la tutela son valiosos. Por cuenta de miles de decisiones judiciales (de tutelazos) el pasivo pensional ha crecido de manera sustancial en este país durante los últimos años. Algunos fallos son claramente arbitrarios; otros, posiblemente corruptos. Sea lo que fuere los abogados siempre cobran comisión.

Por cuenta de las tutelas, el negocio de la salud se ha hecho más lucrativo. Los vendedores de equipos médicos, aparatos y artilugios han encontrado en Colombia un mercado en expansión, casi sin límites. “Aquí vendo diez máquinas al año, en Francia sólo dos” me dijo inadvertidamente uno de los mercaderes en cuestión en medio de una conversación de aeropuerto. “La tutela is good for business” anotó más adelante sin ningún asomo de ironía. Paradójicamente el Estado social de derecho (en su versión colombiana) creó las condiciones para el desarrollo del peor tipo de capitalismo oportunista. La venalidad de los jueces y la ambición de los capitalistas puede ser una combinación peligrosa.

El abuso de la tutela ha llevado también a una excesiva judicialización de la vida privada. En el ámbito de la educación, por ejemplo, ha distorsionado la toma de decisiones. En las universidades ya no se discute con franqueza el mérito de las distintas alternativas (en un caso disciplinario, por ejemplo). Simplemente se trata de minimizar el riesgo de una tutela. Cualquier cuestión, por pequeña que sea, requiere asesoría legal. El espectro de los jueces es omnipresente. En últimas el abuso de la tutela ha abolido el sentido común. Ha recreado uno de los peores vicios del sector público: la excesiva aversión al riesgo (incluso la inacción) que produce el temor a una justicia arbitraria, entrometida.
Muchos fallos de tutela invocan el derecho a la igualdad. Pero con frecuencia logran el efecto contrario: un aspirante insatisfecho, ya lo vimos, truncó las oportunidades de más de doscientos becarios de Colciencias. En el país de la tutela, como diría Orwell, todos los ciudadanos son iguales pero los favorecidos por los jueces son más iguales, mucho más iguales que todos los otros.

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La trampa de la corresponsabilidad

A comienzos de la semana, durante la llamada Cumbre de Tuxtla, el presidente Santos se pronunció sobre la posible legalización de la marihuana en California. Su pronunciamiento fue confuso, casi contradictorio. “La lucha contra las drogas debe ser una lucha coordinada de todos los países”, dijo inicialmente en tono de reclamo, como si lamentara un posible cambio en las políticas antidroga de los Estados Unidos. “Colombia está dispuesta a ayudar, está dispuesta a debatir, está dispuesta a discutir cualquier tipo de solución”, dijo más adelante, en tono más conciliador, como si celebrara la posibilidad de unas políticas distintas. Esta contradicción no es casual. Todo lo contrario. Es el resultado de un discurso problemático, repetido durante más de dos décadas por todos los presidentes colombianos. Santos está atrapado en la lógica confusa de la corresponsabilidad, una lógica que le impide pensar claramente, que lo lleva a una defensa involuntaria de la política prohibicionista.
La política de la corresponsabilidad surgió en la segunda mitad de los años ochenta. Fue el resultado de otra cumbre presidencial, de una reunión entre Virgilio Barco y Margaret Thatcher. En términos simples, la política definió un objetivo común, la reducción del consumo de drogas. Y estableció una suerte de división internacional del trabajo: el control de la oferta corresponde a los países productores y el de la demanda a los países consumidores, los cuales se comprometen, además, a aportar recursos técnicos y financieros para el control de la oferta. Mientras ellos hicieran lo suyo, nosotros deberíamos hacer lo nuestro con la abnegación de quien ha entrado voluntariamente en un trato.

El discurso de la corresponsabilidad hizo carrera. Nos dio cierta autoridad moral. Nos permitió hablar duro en muchos escenarios internacionales. Los consumidores de cocaína en los Estados Unidos, decíamos con frecuencia, son corresponsables de nuestras tragedias. Pero la lógica de la corresponsabilidad puede ser peligrosa. Hace dos años, cuando todavía era ministro de Defensa, Juan Manuel Santos dio una rueda de prensa con el fin de hacer públicos los éxitos más recientes en la guerra contra los drogas. Ante decenas de periodistas mostró orgullosamente que el precio de la cocaína había aumentado en las calles de Nueva York. Inadvertidamente Santos había adoptado como propios los objetivos de los Estados Unidos. Estaba midiendo los éxitos internos con base en indicadores externos.

Deberíamos desechar de una vez por todas el discurso confuso de la corresponsabilidad. Necesitamos un enfoque diferente, basado no en el objetivo preponderante de disminuir el consumo de drogas, sino en la necesidad imperiosa de cooperar en la lucha contra el crimen organizado. La distinción es sutil, pero importante. Históricamente las políticas antidrogas en Colombia han estado subordinadas a los objetivos de los Estados Unidos. Aceptamos una supuesta culpa compartida. Recibimos miles de millones de dólares en ayuda externa. Y renunciamos, en el proceso, a cualquier autonomía.

En últimas, pagamos un precio muy alto por el consuelo moral de la corresponsabilidad. Valdría la pena aceptar de una vez por todas que ni los gringos son responsables por nuestros muertos, ni nosotros lo somos por sus millones de consumidores.

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El mito de la transparencia

En las primeras semanas de su primer gobierno, en septiembre de 2002, el presidente Álvaro Uribe expidió un decreto que, en teoría, iba a eliminar la corrupción contractual. El Decreto 2170 estaba inspirado en la idea, siempre atractiva, de la transparencia. Ordenaba que los borradores de los pliegos de condiciones fueran publicados antes de la apertura de los procesos de selección, estipulaba que los contratos deberían adjudicarse en audiencias públicas y promovía la participación ciudadana. “Uno de los objetivos del Gobierno ha sido dar más oportunidades de participación a la ciudadanía en todos los asuntos públicos, con la convicción de que a mayor participación, mayor transparencia”, dijo el presidente Uribe al final de su segundo mandato. La retórica (la demagogia podríamos decir) de la transparencia fue una constante de su gobierno. Pero la realidad a veces es inmune a las palabras.

En las primeras semanas de su gobierno, el presidente Juan Manuel Santos también recurrió a la demagogia de la transparencia. Fue incluso más lejos que el presidente Uribe. “Lo que iniciamos con el proyecto de la urna de cristal —dijo hace unos días— será la revolución de la participación ciudadana… Las tecnologías de las comunicaciones nos permiten establecer un diálogo directo con todos y cada uno de los colombianos… cada ciudadano se convertirá en un interventor, en un contralor, en un vigilante”. En la urna de cristal, supuestamente, todo será visto por todos y la mirada escrutadora de millones de ojos terminará por erradicar la corrupción.

Pero la urna cristal es una ficción, no existe. Existe, si acaso, la vitrina de cristal, un espacio donde los gobiernos exhiben lo que quieren promocionar o vender. El gobierno anterior estipuló que, antes de la contratación de cualquier funcionario, su hoja de vida debería ser publicada en la página de internet de la Presidencia. Por cuenta de esta exigencia, el encargado del asunto, el hombre del computador, quien debía, por así decirlo, poner las cosas en la vitrina, se convirtió en el administrador del clientelismo. Decidía qué se publicaba y qué no, y por lo tanto a quién se contrataba y a quién no. La transparencia es casi siempre selectiva, estratégica: muestra para tapar y tapa para mostrar.

La participación ciudadana también es selectiva. Los veedores no son observadores altruistas que se asoman desinteresadamente a la vitrina. Por el contrario, tienen intereses definidos. Económicos o políticos. Por su parte, la gran mayoría de los ciudadanos, los llamados a convertirse en interventores y contralores, a vigilar los contratos públicos, permanecen casi siempre indiferentes. Racionalmente desentendidos. Los estímulos a la participación ciudadana, a juzgar por los resultados, no han tenido un efecto sustancial sobre la corrupción. Las audiencias públicas tampoco han sido muy eficaces. Si acaso convirtieron la corrupción en un espectáculo.

La transparencia, la participación ciudadana, las audiencias públicas, los portales anticorrupción, todas estas cosas, juntas o separadas, no lograrán disminuir sustancialmente la corrupción. Muchas veces simplemente la disfrazan. El control de la corrupción depende en buena medida de los medios independientes. En últimas, son ellos los llamados a correr las cortinas que oscurecen, aquí y en todas partes, la urna de cristal.

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Treinta años después

Los mafiosos llegaron al fútbol pisando duro. Hace treinta años, los traficantes de drogas hicieron lo que suelen hacer los nuevos ricos en muchas partes del mundo: comprar equipos de fútbol. No por negocio sino por vanidad. Por el placer de coleccionar jugadores. O campeonatos. En 1983, Rodrigo Lara Bonilla denunció públicamente lo que era un secreto a voces. “Los equipos de fútbol están ‘inficionados’ por la mafia. Hay que hacer un esfuerzo por quitárselos”, dijo en una entrevista publicada en el diario El Tiempo.

El esfuerzo nunca se hizo. O nunca fructificó. La mafia se quedó con muchos equipos. En la segunda mitad de los años ochenta, el campeonato profesional se convirtió en una competencia entre mafiosos. “¿Vos de qué mafioso sos hincha?”, me preguntó entonces un empresario antioqueño con una sinceridad casi brutal. “No vuelvo a fútbol”, anunció Francisco Santos Calderón en 1988 en una columna de prensa que denunciaba la captura del fútbol profesional. “La verdad —señaló entonces— es que se pueden contar con los dedos de una mano, y sobran varios dedos, los conjuntos profesionales que no están financiados directa o indirectamente por la mafia”.

Como en la política, los mafiosos mataron o intimidaron a quienes se interponían a sus designios. Los partidos comenzaron a decidirse por fuera de la cancha. El fútbol se convirtió en una farsa macabra. A finales de los años ochenta, el presidente de Millonarios, Guillermo Gómez, dijo, como si nada, que los dueños del América no se podían quejar pues ellos también habían acomodado partidos. Gabriel Ochoa Uribe, ex técnico del América (y uno de los principales protagonista de los años más negros de nuestro fútbol), fue aún más lejos. “El América, en vez de contratar jugadores para ganar partidos, debía contratar pistoleros”, dijo con la desfachatez propia de los tiempos. En 1989, los pistoleros asesinaron al árbitro Álvaro Ortega y la Dimayor tuvo que cancelar el campeonato local.

En los años noventa los mafiosos refinaron sus estrategias. Cambiaron su campo de acción. Infiltraron la Dimayor. Pusieron sus fichas bien puestas. Trataron incluso de influir sobre la selección nacional. En 1994, en una entrevista concedida a la revista mexicana Progreso, Francisco Maturana reconoció sus contactos con las jefes de la mafia: “en el 89 me llamó Pablo Escobar para hablar de fútbol… El año pasado me llamaron los del cartel de Cali, los Rodríguez Orejuela, y hablé con ellos”. Probablemente le recomendaron algunos jugadores de su propiedad o preferencia. Los mafiosos eran entonces seleccionadores en la sombra. En la última década, la influencia del narcotráfico ha sido menos visible, más discreta. Pero innegable. Los mafiosos han utilizado algunos equipos para lavar dinero. Han actuado más como empresarios que como políticos. El fútbol ya no es un fin: es un medio para ganar más plata.

En suma, el fútbol colombiano lleva treinta años de connivencia con el narcotráfico. Primero los mafiosos se tomaron los equipos; luego infiltraron los estamentos nacionales; en los últimos años han usado algunos clubes como lavanderías. “No permito que se diga que el fútbol está actualmente minado por el narcotráfico”, dijo hace dos años Ramón Jesurún, el presidente de la Dimayor. El narcotráfico, cabría recordarle, no se acaba: se transforma.

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Su lucha

En sus ensayos políticos, no en sus novelas, Mario Vargas Llosa tiende a subestimar las dificultades del cambio social y el progreso económico. El subdesarrollo de esta parte del mundo, sugiere, viene de nuestro desprecio por las ideas liberales, de nuestro apego casi instintivo a los caudillos, de nuestro gusto por la irrealidad, por los mundos imaginados o imposibles. Si tan solo pudiéramos crear una cultura de la libertad, esto es, extirpar el perfecto idiota que reside, muchas veces agazapado, en cada uno de nosotros, el camino hacia el progreso estaría despejado. Como ensayista, Mario Vargas Llosa se parece mucho a su hijo Álvaro. Cree o parecer creer en las posibilidades del cambio cultural teledirigido.
Pero las cosas son más complicadas. En el Perú, por ejemplo, la economía ha crecido de manera rápida, casi espectacular, no como consecuencia del advenimiento de una nueva cultura de la libertad, sino a pesar de los prejuicios ideológicos de la mayoría. El mismo presidente que sumió a su país en una crisis de dimensiones apocalípticas una generación atrás, está ahora liderando una transformación económica sin precedentes. Paradójicamente la mayoría de la población rechaza su gestión, considera, para insistir en la misma imagen, que es un perfecto idiota. En fin, el camino hacia el desarrollo es más intrincado de lo que supone Vargas Llosa, el ensayista.

En mi opinión, su gran mérito como intelectual público, como batallador permanente en el mercado de las ideas, no es su defensa de una doctrina económica o política, sino su denuncia permanente, indeclinable, de los abusos del poder. A diferencia de muchos escritores latinoamericanos, Vargas Llosa nunca ha practicado la indignación selectiva, el furor unilateral que consiste en denunciar los abusos de unos y callar los de otros. Vargas Llosa ha denunciado los desafueros de todos, de Castro y Pinochet, de Somoza y Ortega, de Chávez y Fujimori. Incluso de Uribe.

Pero su denuncia no se ha quedado en los abusos de presidentes y dictadores; Vargas Llosa ha reprochado también el apoyo cómplice de escritores y artistas a muchos regímenes oprobiosos de izquierda y de derecha. “Los intelectuales han revelado una frivolidad moral y política no menos escandalosa que la de los gobernantes de Occidente”, escribió hace ya varias décadas. Desde entonces ha tenido que soportar una poderosa maquinaria denigratoria, ha sido calumniado una y mil veces, acusado de ser un vendido y (por supuesto) un fascista, un facho. La extrema izquierda latinoamericana, en medio de su quiebra intelectual, de su falta de ideas, de su fracaso casi absoluto, ha perdido no sólo la capacidad de discutir con respeto sino también la habilidad para insultar con imaginación. A cualquiera que cuestione sus dogmas lo llaman facho, como por reflejo.

“La grandeza trágica del destino humano está quizá en…que no le deja al hombre otra escapatoria que la lucha contra la injusticia, no para acabar con ella sino para que ella no acabe con él”, escribió Mario Vargas Llosa en 1978. Esta frase resume, creo yo, el espíritu de su lucha. Probablemente el premio Nobel es un reconocimiento no sólo a los méritos del artista, sino también a la lucha del hombre público, a su ya larga resistencia en contra de tantos insultos, de una pavorosa intimidación intelectual.