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Tinterillos

Al final de la semana, ante un auditorio exaltado, el novelista colombiano Fernando Vallejo leyó un emotivo discurso en honor a Rufino José Cuervo. Vallejo aprovechó la ocasión para lo de siempre, para maldecir a Colombia, para repetir su consabida retahíla, ya debilitada por la repetición. El pasado y el presente de Colombia, dijo, no son más que una “rapiña de tinterillos en busca de empleo público: de un ‘destino’, como se decía hasta hace poco aquí. ¿El destino, que es tan grande, significando tan poca cosa?”.

Los juicios políticos de Vallejo son hipérboles de un alma desencantada. Vallejo dispara para todos los lados. Sin dirección aparente. Pero esta vez, creo yo, dio en el blanco. Cada vez más, Colombia se asemeja a una república de tinterillos en busca de un sueldo o de una pensión, de una renta permanente y cuantiosa. Después de décadas de práctica, los tinterillos han logrado infiltrar el Estado desde adentro. Manipulan y explotan a su favor la asignación de recursos públicos. Son buscadores de rentas que se valen de toda suerte de artimañas: carruseles, tutelas, leyes y micos de muchos pelambres.

Por esas coincidencias de la vida, mientras Vallejo leía su discurso rabioso, los medios de comunicación informaban sobre la última maniobra de un grupo de tinterillos. El año pasado, veinte o más profesionales del derecho hicieron su torcido. Fueron nombrados magistrados del Consejo de la Judicatura por dos o tres meses, el tiempo suficiente para recoger unos milloncitos y aumentar la base de su pensión. Unos llegaban y otros salían coordinadamente. El “carrusel” tenía un único objetivo: la captura de rentas. Varios de los favorecidos, ex magistrados en teoría, aprovechados en la práctica, se jubilaron después de la consabida vuelta en el consabido carrusel a disfrutar de su “destino” como dice Vallejo que decían nuestros antepasados.

Hace dos semanas la prensa nacional llamó la atención sobre una maniobra similar, una iniciativa legal promovida por el senador del Polo Democrático Luis Carlos Avellaneda y aprobada por el Congreso de la República en diciembre pasado. La iniciativa pretende otorgarles una pensión de gracia, en este caso, una renta adicional, a más de siete mil maestros. Avellaneda había litigado a favor de muchos de los posibles beneficiarios, uno de sus antiguos socios es actualmente el apoderado de miles de ellos pero el senador parece no inmutarse: los buscadores rentas suelen ser un poco desvergonzados. Avellaneda incluso se reunió con el vicepresidente Angelino Garzón, un posible aliado en su empresa. Si el presidente Santos no objeta la ley en los próximos días, las rentas capturadas ascenderían, según los cálculos del gobierno, a varios billones de pesos.

Hace algunos meses, el procurador Alejandro Ordoñez, otro tinterillo, señaló que las pensiones de los magistrados y otros funcionarios de la rama judicial deberían liquidarse con base en un régimen especial expedido hace 40 años. De manera desvergonzada, el procurador amenazó con sanciones disciplinarias a los funcionarios que incumplieran sus nefastas instrucciones. De nuevo, hay varios billones de pesos en juego. A este paso terminaremos arruinados. Los tinterillos, lo dijo el mismo Vallejo, podrían parrandearse nuestro destino. Ya como mínimo han asegurado el suyo.

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Síndrome del 70%

El presidente Juan Manuel Santos apenas pudo disfrutar su estadía en Davos, Suiza, la sede permanente del Foro Económico Mundial. Temeroso, supongo, de ser percibido como un mandatario distante, dedicado a la especulación geopolítica (uno de los pasatiempos favoritos de los mandamases de esta parte el mundo), decidió anticipar su regreso a Colombia y viajar directamente a Cúcuta, capital del departamento de Norte de Santander donde, a mitad de semana, más de 20 personas murieron trágicamente en una explosión (otra más) de una mina de carbón. He decidido anticipar mi regreso. Voy a terminar unas citas de trabajo hoy en Davos y mañana voy a regresar al país para acompañar a las familias de las víctimas”, explicó el presidente Santos el día miércoles.

El gesto político del presidente es interesante. Y previsible. Más vale una foto con las familias de los mineros muertos que otra distinta, más glamurosa con los dueños del mundo, con los habituales de Davos: Clinton, Bono, Gates y demás. Pero más allá de los motivos presidenciales, el hecho cierto, la triste verdad de esta y otras tragedias similares es que la “locomotora” minera (las otras no arrancan todavía) parece estar fuera de control, ha venido operando, por muchos años ya, en un vacío institucional. En seis meses, el gobierno no ha hecho nada para remediar este problema. Las presentaciones del plan de desarrollo, repetidas muchas veces, simplemente señalan la necesidad de “fortalecer el marco institucional del sector minero” y “desarrollar estrategias para formalizar la minería”. Por ahora solo hay enunciados generales. Y gestos de buena voluntad.

El regreso prematuro de Santos, la contratación del juez español Baltasar Garzón, el reajuste del salario mínimo, para mencionar sólo algunos ejemplos recientes, no pretenden resolver los problemas del sector minero, la justicia o el mercado de trabajo; son gestos convenientes, trucos publicitarios si se quiere. Todos los políticos recurren a esta suerte de demagogia. Pero la alta popularidad de algunos mandatarios y ex mandatarios latinoamericanos parece estar agravando el problema, exacerbando la superficialidad democrática. Hemos caído, por llamarlo de alguna forma, en el síndrome del 70%. Cualquier porcentaje de aceptación inferior es considerado preocupante, prende las alarmas de los asesores. La medianía estadística se ha convertido en una preocupación preponderante. El narcisismo presidencial está desbordado. En su primer encuentro con el entonces presidente Lula, Santos mencionó (no pudo evitarlo) que mientras su porcentaje de aceptación había llegado al 90%, el de Lula apenas superaba el 85%.

Un porcentaje de aceptación o aprobación de 70% o más puede ser un síntoma preocupante, una manifestación inmediata de cierta complacencia, encantamiento o suspensión de la incredulidad. Puede incluso llamar la atención sobre una enfermedad mayor: la coexistencia de un público complaciente y un gobierno superficial, adepto a los gestos dramáticos. Por el contrario, un porcentaje de aceptación cercano a 50% revela un escepticismo saludable, un grado conveniente de polarización. Yo prefiero incluso la paradoja de Perú, donde el progreso socioeconómico coincide con la impopularidad presidencial, a una paradoja opuesta, casi trágica, en la cual, para usar un giro conocido, “el presidente va bien pero el país va mal”.

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Una fábula sin moraleja

Llevado por una irresistible curiosidad por las tragedias ajenas, leí esta semana la noticia sobre Juliana Sosa, la modelo colombiana capturada en compañía de un mafioso mexicano. Leí también los insultos de cientos de foristas indignados ante «una mujer sin principios», «dispuesta a venderse al mejor postor», sea el que sea. Mientras repasaba la indignación soez de los lectores, recordé una historia inquietante relatada por el filósofo francés Bernard-Henry Lévy en uno de sus últimos libros. Voy a contarla nuevamente en clave colombiana. Pero, aclaro, no se trata de una historia doméstica sino de una fábula universal, antropológica podríamos decir.

Manuel vivió los primeros años de su vida en un pueblo como tantos otros, común y corriente, venido a menos, arruinado por los giros impredecibles de la economía. Abandonó el pueblo antes de cumplir veinte años. Hizo una gran fortuna y regresó muchos años más tarde, convertido ya en un potentado. Inicialmente nadie lo reconoció. Ninguno de los habitantes del pueblo concebía, podía imaginar siquiera, que aquel joven humilde, un simple ayudante de tienda, fuera ahora el dueño de una fortuna magnífica, casi inverosímil.

Pero pasadas algunas semanas, Manuel reveló su identidad: “recuerdan un joven modesto que abandonó este pueblo hace ya muchos años, humillado, expulsado como un perro pues supuestamente le había robado unos cuantos pesos al señor Alfredo, al dueño de la tienda; pues bien, ese soy yo, Manuel”. “Este pueblo está desahuciado, no tiene futuro. Les ofrezco varios miles de millones de pesos para repartir entre todos sus habitantes. Sólo pido una cosa a cambio: la cabeza de Alfredo, el culpable de mi destierro, el causante de la más grande humillación de mi vida”.

Los habitantes del pueblo reaccionaron indignados ante la propuesta de Manuel. “Se trata de una chantaje inaceptable”, dijeron en coro. “Nosotros somos gente decente”, repitieron con firmeza. Pero, días más tarde, el pueblo comenzó a cambiar. Los muchachos estrenaron tenis nuevos, de varios pisos. Las mujeres cambiaron sus vestidos tradicionales por otros más ostentosos, de telas delgadas. El jefe de la policía, a quien Alfredo visitó alarmado ante las miradas recelosas de sus paisanos, exhibía ahora un nuevo diente de oro. El párroco pudo al fin arreglar la fachada de la sacristía. Hubo televisores y equipos de sonido para todo el mundo. En fin, el pueblo, en conjunto, entero, comenzó a venderse. Poco a poco.

“Manuel tiene razón. Alfredo se portó como un patán. Además, es un tipo egoísta, amarrete. Nadie entiende por qué no se va de una vez por todas y permite que llegue la prosperidad al pueblo que dice querer tanto”, dijo uno de los jóvenes de tenis nuevos en un arranque de sinceridad. Pocos días después, Alfredo apareció asesinado en un rincón de su tienda de abarrotes. Desde entonces el pueblo ha vuelto a ser un lugar prospero. Manuel, el artífice de los cambios, es querido y admirado al mismo tiempo, una cosa se ha vuelto indistinguible de la otra.

Volviendo al comienzo, a la realidad de este mundo, no quisiera defender a Juliana Sosa. Pero su historia me parece tan ordinaria. Representa no tanto una perversidad individual o cultural como una inclinación antropológica. La humanidad, ya lo sabemos, no es una especie moralmente muy admirable. Parece siempre dispuesta a venderse. Y a matar. Por cualquier cosa.

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Empirismo vulgar

¿Cuántos economistas, oí decir varias veces esta semana, ganan un salario mínimo o una suma parecida? Esta pregunta retórica ilustra una forma de descalificación común y corriente, previsible, de todos los días. “Los economistas hablan mucho de empleo pero jamás han creado un puesto de trabajo”, solía decir un ex ministro del gobierno anterior en respuesta a sus críticos. “Nunca han pagado una nómina en su vida”, dicen los empresarios con frecuencia. “No conocen el país, no se han untado de pueblo, no entienden las angustias de las regiones”, afirman los políticos de manera rutinaria.

Estos reclamos no sólo son dirigidos en contra de los economistas. Periodistas y comentaristas de otras profesiones reciben reproches similares. “¿Cómo puede alguien que nunca hizo política en Córdoba o en el Cesar hablar de paramilitarismo o de conexiones con los paramilitares?”, se dice con frecuencia. “Qué tan fácil es opinar desde la comodidad de las aulas o de los salones bogotanos, o pontificar desde la distancia, muy lejos de las regiones, de una realidad compleja y acuciante, incomprensible para quienes no la han experimentado de cerca”, se argumenta de manera reiterativa, insistente.

Los argumentos anteriores tienen una marca similar, parecen cortados con la misma tijera; todos invocan, a su favor, una suerte de empirismo vulgar, esto es, todos sugieren que la experiencia continua, sostenida, es una condición insustituible para entender la realidad. Así, sólo los empresarios entienden a ciencia cierta el funcionamiento de la economía, sólo los pobres pueden opinar sobre la realidad y las causas de la pobreza y sólo la práctica rutinaria (la etnografía obligatoria de la vida) nos capacita intelectual y moralmente para entender el mundo y juzgar a nuestros semejantes. Los otros, quienes opinan sin la experiencia requerida, son teóricos, distantes, desubicados o indolentes. 

Esta forma de empirismo es muy popular. Tiene adeptos en la política, en los medios de comunicación, en los negocios, incluso en el sector de la educación. «Solo un médico puede ser Ministro de Salud», dicen algunos con celo gremialista. «Solo los conductores de buseta pueden diseñar los sistemas de transporte», dirán otros en la misma lógica. Pero el empirismo vulgar es demagógico. Incluso peligroso. El contacto permanente con la realidad no siempre abre la mente; por el contrario, la cierra muchas veces. Y poco o nada enseña sobre las causas y los efectos de muchos fenómenos económicos o sobre los determinantes de los problemas más urgentes o sobre la mejor forma de resolverlos. “Pagar la nómina” en nada instruye sobre el comportamiento del mercado de trabajo. 

Los argumentos de muchos economistas son cuestionables. Pero los críticos deberían refinar sus alegatos. El empirismo vulgar es una forma de evadir el debate, de sustituirlo por una descalificación facilista, sin sentido. El empirismo vulgar sirve para crear indignación, para aumentar la popularidad de sus voceros, pero no contribuye al debate. No aporta nada. Genera calor, no luz.
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Un paliativo populista

La inflación puso fin al letargo noticioso del inicio de año. El aumento en el Índice de Precios al Consumidor (IPC) sorprendió al gobierno, a los gremios y a los analistas. Nadie tenía en sus cálculos una cifra de inflación superior a 3% para el año 2010. Pero, contra todos los pronósticos, la inflación terminó en 3,17%, empujada por un aumento abrupto en el precio de los alimentos. En solo el mes de diciembre el precio de la comida creció 1,65%. 2011 podría ser otro año (uno más) de comida cara.

El precio de los alimentos está aumentando en todo el mundo. El índice de precios de productos básicos agrícolas, calculado por la FAO, una agencia de las Naciones Unidas, alcanzó un pico histórico en diciembre de 2010. “La situación es alarmante. El mundo enfrenta un nuevo choque en el precio de los alimentos. Si se prolonga algunos meses, podría convertirse en una crisis” dijo esta semana un vocero de la misma organización. Las sequías en Brasil y Argentina, las inundaciones en Pakistán y Australia, y en general la severidad del fenómeno climático de La Niña han llevado a un rápido aumento en el precio de los alimentos en los mercados globales. “Los altos precios han resurgido como una amenaza al crecimiento y la estabilidad social” escribió el martes el Presidente del Banco Mundial. La cosa es en serio.

Algunos analistas temen una repetición de los disturbios de los años 2007 y 2008, protagonizados por masas hambrientas en más de treinta países. Otros plantean un escenario más preocupante: una repetición de la crisis alimentaria de mediados de los años setenta, con todo y sus desastrosas repercusiones sociales. En Colombia, como lo señalan las investigaciones pioneras de Adolfo Meisel, los nacidos en la primera mitad de los años setenta, en medio de la crisis alimentaria, miden en promedio casi un centímetro menos que los nacidos algunos años antes o después. La crisis en ciernes podría tener consecuencias desastrosas. Y permanentes.

La discusión doméstica se ha centrado en un asunto específico, casi secundario: el incremento en el salario mínimo en un contexto de inflación creciente. Como corresponde a nuestra tradición santanderista, la discusión se ha planteado en términos jurídicos, ha girado en torno a la constitucionalidad del incremento en el salario mínimo decretado por el gobierno a finales del año anterior. Pero el tema, sobra decirlo, va mucho más allá. El reajuste del salario mínimo, anunciado el viernes por el Presidente Santos, es poco más que un paliativo populista, nada contribuirá a mitigar la disminución de los ingresos reales de los trabajadores informales y por ende a aliviar el predecible aumento en la indigencia y la pobreza.

Si el gobierno fuera serio en sus intenciones, debería estar discutiendo, simultáneamente al reajuste del salario mínimo, un aumento de los subsidios monetarios de Familias en Acción, una disminución de los aranceles agrícolas y una expansión de los programas de nutrición. El aumento en el precio de los alimentos afecta a decenas de millones de personas y podría tener, ya lo vimos, efectos permanentes. Por desgracia la única respuesta del gobierno ha sido, al menos hasta ahora, una propuesta irrelevante, simbólica. En últimas, las medidas simbólicas son eso, gestos que buscan efectos políticos, no consecuencias reales.

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Bogotá paradójica

A comienzos de esta semana, el Departamento Nacional de Estadística (DANE) publicó los resultados del mercado laboral correspondientes al mes de noviembre. Las cifras cuentan una historia conocida: el desempleo ha caído levemente como resultado del aumento de la informalidad, del crecimiento de los malos empleos, del dinamismo del rebusque. Las cifras revelan también una historia menos conocida, casi inédita: la creciente importancia de la ciudad de Bogotá en el mercado laboral colombiano. Bogotá tiene la menor tasa de desempleo del país con la excepción (irrelevante en términos cuantitativos) de San Andrés.

En Colombia, la geografía del desempleo exhibe un patrón bien definido. Las mayores tasas ocurren en el centro del país, en Pereira, Armenia, Ibagué y Manizales. En el sur del territorio, en Pasto, en Popayán, incluso en Cali, las tasas también superan el promedio nacional. En la Costa Caribe las tasas son mucho menores: en Santa Marta, Barranquilla y Cartagena son de un solo dígito. En Bogotá, la tasa de desempleo es de 8,6%, diez puntos porcentuales menor que en Pereira, cinco puntos menor que en Cali, cuatro puntos menor que en Medellín y dos menor que en Bucaramanga. (Un paréntesis: los resultados anteriores no tienen mucho que ver con la gestión del alcalde Moreno, pero si las cifras fueran otras, negativas en lugar de positivas, los medios de comunicación ya lo habrían enjuiciado: la asignación de los méritos y las culpas en la política es caprichosa, subjetiva, dominada por juicios superficiales pero inamovibles).

Las tasas de desempleo subestiman la primacía de Bogotá. Los números absolutos cuentan una historia aún más interesante. Bogotá tiene menos del 20% de la población del país, pero concentra más de la mitad de los nuevos empleos. Esta concentración no obedece, como podría creerse, a la construcción de obras civiles o al aumento del empleo público; se debe, mejor, al crecimiento desproporcionado de la informalidad y el subempleo en la capital colombiana. Entre enero y noviembre de 2010, el subempleo objetivo creció 20% en el país y 50% en Bogotá. Dos terceras partes de los nuevos subempleados residen en Bogotá.

Actualmente Bogotá es el gran epicentro nacional del rebusque, una especie de cluster de negocios informales que emplea a millones de personas de todas las regiones del país. “Aquí el que no trabaja es porque no quiere”, dicen los taxistas bogotanos. Y las cifras parecen darles toda la razón. Un desempleado residente en Pereira o Popayán, cansado de esperar un milagro imposible, tiene una alternativa más o menos cierta si quiere superar su situación: emigrar a Bogotá, el paraíso de los rebuscadores, la ciudad de los muchos malos empleos.

Con la internacionalización de la economía, la preeminencia económica y laboral de Bogotá iba supuestamente a disminuir: otras ciudades, menos encumbradas, concentrarían los nuevos negocios y los nuevos empleos. Pero nada de eso ha ocurrido. Con el crecimiento de la informalidad ha crecido también la importancia de Bogotá: por razones de escala, los negocios informales se benefician de la concentración urbana. La informalidad depende de la gente y la gente depende cada vez más de la informalidad. En últimas, Bogotá se está convirtiendo en una gran paradoja: una ciudad donde, en teoría, poca gente quiere vivir, pero donde, en la práctica, cada vez más y más gente tiene que vivir.
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Jueces populares

En una entrevista publicada la semana anterior en El Espectador, el abogado y columnista Yesid Reyes hizo una interesante observación sobre la vida pública de su padre, el presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, inmolado en la toma y retoma del Palacio de Justicia: “la exposición de mi padre a la prensa en el año 1985, cuando era el presidente de la corporación, fue mínima. No tengo idea de cuántas veces saldría en la prensa pero en todo caso no fueron más de tres o cuatro: dos de ellas antes de morir, durante la toma del Palacio”. Los tiempos han cambiado. Hoy en día los presidentes de las altas cortes salen en la prensa casi todos los días. Los magistrados parecen haber pasado del anonimato a la notoriedad en menos de dos décadas. Juan Manuel Caicedo, un ingeniero de sistemas residente en Popayán, lanzó recientemente un buscador de palabras en los artículos periodísticos publicados por la revista Semana desde 1982. El buscador permite estudiar, entre muchas otras cosas, la evolución de la presencia mediática de los presidentes de las altas cortes y los altos dignatarios judiciales. La palabra “magistrado” apenas figuraba en los artículos publicados entre 1982 y 1994. A partir de 1995 la figuración crece ligeramente. Y después de 2002 la frecuencia se dispara. Entre 2002 y 2010, se cuadruplicó. El transito del anonimato a la notoriedad no es una anécdota, es un hecho probado. Un repaso a las noticias sobre la vida y obra de nuestros magistrados sugiere que el protagonismo mediático no obedece a razones coyunturales, no es un simple reflejo del escándalo de las “chuzadas”, las investigaciones de la “parapolítica” o las consecuencias de dos o tres fallos trascendentales. Los magistrados no están viviendo sus cinco minutos de fama. Probablemente su figuración seguirá creciendo año tras año. “El Siglo XXI es el siglo de los jueces” dijo un ex presidente de la Corte Suprema de Justicia, en tono celebratorio, consciente y orgulloso de la creciente popularidad de jueces y magistrados. “No hay nada más peligroso que un juez popular” dicen los ingleses. Y razón tienen. Los jueces, más que nadie, deben evadir las trampas de la simpatía, el chantaje de la opinión pública. Deben evitar convertirse en justicieros, en simples instrumentos de los deseos de venganza y las demandas de compensación de las mayorías. La justicia es otra cosa. Un juez preeminente debe ser, en mi opinión, una persona meditabunda, casi retraída, agobiada por la gravedad de sus asuntos, por la insoportable pesadez de sus decisiones, por la dificultad, insalvable muchas veces, de distinguir entre lo que es justo y lo que no lo es. Un juez sonriente, satisfecho ante las cámaras, enamorado de los reflectores, con ínfulas de justiciero –el juez español Baltasar Garzón es un buen ejemplo – me parece sospechoso. Los jueces, cabe recordarlo, deberían ser inmunes al aplauso. Volviendo al comienzo, quisiera rescatar la modestia, la invisibilidad podríamos decir, de Alfonso Reyes Echandía. Vestido de traje, no de toga, alejado de los medios, consciente de su papel y de sus límites, representa una especie de ideal perdido en medio del nuevo protagonismo mediático de los magistrados. El siglo de los jueces, sobra decirlo, no será necesariamente el siglo de la justicia.

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Supersticiosos

La mayoria de los comentaristas colombianos parece convencida de que la tragedia del invierno es hechura nuestra, un resultado de nuestros pecados, de nuestra caótica ocupación del territorio, de nuestra falta de planeación. En opinión de muchos (1, 2 y 3), la sociedad colombiana no es víctima de una naturaleza inclemente o despiadada; todo lo contrario, la naturaleza ha sido victimizada, casi arrasada, por una sociedad depredadora, irresponsable. Esta tragedia, se dice con frecuencia, nos pinta de pies a cabeza, nos refleja fielmente en el espejo incómodo de nuestras propias faltas.

En medio del desconcierto, agobiados por la magnitud del desastre, confundidos por una realidad que, literalmente, nos ha desbordado, hemos revivido, entre otros, el mito del indígena ecologista: si tan solo siguiéramos el ejemplo de nuestros hermanos mayores. Previsiblemente hemos caído también en otro mito recurrente, el de Frankenstein: tarde o temprano la naturaleza cobra venganza de quienes irrespetan sus mecanismos misteriosos. Algunos columnistas se asemejan a los curas de los tiempos de la colonia que, ante un terremoto o una epidemia, proclamaban, convencidos, que el advenimiento de la tragedia sólo tenía una explicación posible: los extravíos pecaminosos de la sociedad. La religión era otra. Pero el sermón sigue siendo el mismo.

En general hemos caído en una especie de compulsión moralizante. El desastre invernal, decimos, no es una tragedia: es un castigo merecido. En nuestras interpretaciones más recurrentes, no hay causas externas: sólo hay culpables, muchos villanos y unos cuantos héroes incomprendidos que predican en vano en medio del diluvio. Así las cosas, el debate necesario sobre las políticas ambientales se plantea, de entrada, en términos de virtudes y pecados, como si se tratara de un asunto religioso. Nadie habla de costos y beneficios, del complejo balance entre desarrollo y medio ambiente. Nos hemos quedado en los sermones, en los golpes de pecho.

Llevamos, por supuesto, muchas décadas, desde los tiempos del cólera o más atrás, deforestando la cuenca del río Magdalena. Nuestras autoridades ambientales son un ejemplo de venalidad y corrupción. Con frecuencia la planeación urbana obedece más a los intereses de los dueños de la tierra que a los de la comunidad. Pero la superchería que asocia, de inmediato, las faltas de la sociedad con las tragedias humanas no tiene sentido. Hemos sufrido los peores aguaceros de los últimos cuarenta años. Vivimos en un país con una geografía difícil, casi imposible. Los asentamientos en las laderas de las montañas y las riberas de los ríos no son nuevos. Ni van a desaparecer. Son parte de este país. Además, ya somos casi cincuenta millones de personas, una realidad que han omitidos casi todos los análisis de los últimos días.

“Nosotros… buscamos cambiar el sistema como única forma de superar la crisis climática y seguir viviendo bajo el cobijo de nuestra Pacha Mama durante las próximas generaciones”, escribió un columnista de este diario esta semana, citando una proclama indígena o algo parecido. Con las tragedias, con los desastres naturales, aumenta la superstición. Si tan sólo dejáramos el pecado o cambiáramos el sistema, podríamos vivir felices y tranquilos en nuestra Pacha Mama, la nueva tierra prometida.

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Lecturas de 2010

Mi descubrimiento del año fue la cuentista y novelista china, ahora residente en los Estados Unidos, Yiyun Li. Me leí su libro de cuentos A Thousand Years of Good Prayers y su novela The Vagrants, ya traducida al español. Los personajes son maravillosos. Además, Yiyun Li hace una descripción precisa de la vida en la China contemporánea, un lugar extraño sin duda.

Leí varios libros sobre el fracaso de la colonización escocesa del Darién a comienzos del siglo XVIII: The Price of Scotland de Douglass Watt, entre ellos. La empresa colonizadora quebró a la aristocracia de Edimburgo y dio pie a la creación del Reino Unido: acabó para siempre con la independencia de Escocia. Muchos de los colonos murieron, otros quedaron dispersos por el Caribe, otros más, los sobrevivientes del último naufragio, se refugiaron en Carolina del Sur. Uno de los sobrevivientes fue el tatarabuelo de Teodoro Roosevelt quien lideró, siglos después de la malhadada aventura del Darién, una ocupación imperialista a las tierras que mataron a sus ancestros y terminaron, por añadidura, con la nación escocesa.

Leí una larga conversación, un cruce de correos electrónicos, más bien, entre los franceses Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy: Enemigos Públicos. Me agrada la cantaleta reaccionaria, pero compasiva, casi melancólica, de Houellebecq: “todo lo que se ha perdido está perdido irremediablemente y para siempre”.

Me gustó mucho la compilación, hecha por el Fondo de Cultura, de la poesía completa del venezolano Rafael Cadenas:

MatrimonioTodo habitual, sin magia, / sin los aderezos que usa la retórica, / sin esos atavíos con que se suele recargar el misterio. / Líneas puras, sin más, de cuadro clásico. / Un transcurrir lleno de antigüedad, / de médula cotidiana, de cumplimiento. / Como de gente que abre siempre a la misma hora.

El mejor libro de economía que leí este año fue Fault Lines: How Hidden Fractures Still Threaten The World Economy de Raghuram G. Rajan.

Finalmente, un poco de esnobismo. Leí La tía de Julia y el escribidor después del anuncio del Nobel a Vargas Llosa: había una Edición de Bolsillo dando vueltas por la casa desde hace varios años. Me gustó. Vargas Llosa no escribe muchas frases felices. Pero no importa. Es un contador de historias extraordinario. Las radionovelas le ensañaron mucho.

También, lo confieso, disfruté la última novelita de Fernando Vallejo, El don de la vida. Como Houellebecq, Vallejo es un misántropo compasivo. Ambos perdieron la esperanza, parecen resignados al espantoso vacío de la renuncia.

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El paso del Quindio

En julio de 1801 llegó a Santafé de Bogotá, Alexander von Humboldt, el “segundo descubridor de América”. Humboldt fue recibido con pompa y circunstancia, con la devoción (casi cómica) que las regiones apartadas suelen ofrecer a los visitantes ilustres del extranjero. “Nuestra llegada a Santa Fe semejó una marcha triunfal. El Arzobispo nos había enviado su carroza, en la cual llegaron los notables de la ciudad y entramos con un séquito de más de 60 personas a caballo”. En su nutrida correspondencia, Humboldt reseñó repetidamente la lejanía de estas tierras, su aislamiento casi proverbial. “Aquí se está completamente separado del mundo…como en la luna”.

En septiembre de 1801, Humboldt salió rumbo a Popayán, hacia el occidente del país. Recorrió los senderos que hoy, convertidos en carreteritas serpenteantes, transitan los camiones que van y vienen entre Bogotá y Buenaventura, entre nuestro principal centro poblado y nuestro más importante contacto con el Pacífico. Después de varios días, Humboldt encontró un obstáculo extraordinario, casi infranqueable: el “Paso del Quindío” lo llamó en sus crónicas de viaje. “Sufrimos mucho en nuestro recorrido por las montañas del Quindío” escribiría años después. Sus crónicas dan cuenta de los caminos pantanosos, deleznables, imposibles para las mulas, sólo transitables por los cargadores humanos que transportaban a los viajeros en sus espaldas.

El “Paso del Quindío” tiene hoy otro nombre, el “Alto de la Línea”. Pero sigue siendo un obstáculo extraordinario, a menudo infranqueable. Más de doscientos años después de la travesía de Humboldt, Bogotá es todavía una ciudad remota, muy cerca de las estrellas y muy lejos del mar. “Los viajeros, en todas las épocas del año, hacen sus provisiones para muchos días pues a menudo sucede que por la súbita crecida de los torrentes quedan aislados sin poder dirigirse a Ibagué o a Cartago” escribió Humboldt hace más de doscientos años. Algo similar podría escribirse hoy en día.

Desde hace varias décadas todos los gobiernos han prometido la construcción de un túnel para allanar el paso del Quindío. En 1978, Enrique Vargas Ramírez, el Ministro de Obras Publicas de la época, dijo que “además del túnel para vencer uno de los pasos más difíciles en el territorio colombiano, se reconstruirá completamente la carretera de Ibagué a Calarcá, vía en la que está localizada La Línea”. Los gobiernos de Gaviria, Samper y Pastrana prometieron construir el añorado túnel en pocos años, con la convicción de quien repite lo imposible. El gobierno de Uribe construyó un túnel de prueba y adjudicó el contrato de obra. Incluso decidió anticipadamente llamarlo el túnel del Segundo Centenario. Pero las obras marchan a paso lento, como los cargueros de Humboldt. De seguir así tomarán muchos años más. Probablemente décadas.

En un discurso pronunciando en diciembre de 2010, el presidente Santos dijo, citando a Bolívar, que su gobierno doblegará la naturaleza. Yo me conformaría con mucho menos, con la superación definitiva del paso del Quindío, con la terminación del túnel de La Línea. Deberían también cambiarle el nombre. Llamarlo el túnel del Quindío o de Humboldt., pues, la verdad sea dicha, tampoco pudo terminarse para el segundo centenario de la independencia. Por ahora seguimos, como en las épocas del Nuevo Reino de Granada, encerrados en las montañas, condenados por la geografía.