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Nostalgia uribista

Ido Alvaro Uribe, la política colombiana ha vuelto a la normalidad. Ya no gira alrededor de la misma persona. Ya no despierta el mismo interés. Ha sido finalmente reducida a sus justas proporciones. El ex presidente Uribe sigue generando noticias. Todavía tiene quien le escriba. Pero las tribulaciones de un catedrático no tienen la misma trascendencia que los desafueros de un mandatario. Esta semana, en su primera intervención pública después de haber dejado la Presidencia, propuso la publicación de un libro que compilara las actuaciones heroicas de nuestras Fuerzas Armadas. Muchos presidentes no se conforman con su papel de protagonistas de la historia: quieren también escribirla. O editarla.

Pero no todo el mundo está feliz con la nueva normalidad. Algunos extrañan a Uribe. Añoran las certezas de su mundo maniqueo. Quisieran volver a verlo todo en blanco y negro. Muchos de sus voceros ideológicos (incluidos algunos ex funcionarios) han pasado a un segundo o tercer plano. Nunca brillaron con luz propia pero ahora, sin Uribe en la Presidencia, sin su estrella tutelar, lucen disminuidos. Apagados. Han perdido su fulgor. Su nostalgia es la nostalgia del poder.

Pero no sólo los discípulos de Uribe están despechados. Sus contradictores más obsesivos están en las mismas. Parecen almas en pena. La fidelidad del odio, escribió alguna vez Héctor Abad, es incluso más grande que la del amor. “Los que aborrecen son fieles a sus ideas fijas”. No cambian. Perseveran. Muchos contradictores siguen fieles a Uribe. Como novios celosos, sopesan sus palabras, acechan sus pasos, vigilan sus movimientos, no lo pierden de vista. Sin confesarlo, secretamente, añoran su regreso a la vida pública. Su nostalgia es la nostalgia del poder que da la oposición al poder desaforado.

Pero el inventario de nostálgicos es amplio. Ido Uribe, el Polo Democrático perdió la fuerza que lo mantenía unido a pesar de sus contradicciones. Ahora luce sin discurso. Fragmentado. Parece más una colección de ambiciones que un partido político. Al final de la semana, Clara López de Obregón, la presidenta del partido, anunció, de manera súbita, sin mayores explicaciones, una gran confrontación electoral con los sectores políticos liderados por el ex presidente Uribe. Pura nostalgia uribista. Algo similar ha ocurrido en la Corte Suprema de Justicia. Ido Uribe, los magistrados lucen menos solemnes en sus togas. Sus causas parecen ahora mezquinas. Sus pequeñeces, antes invisibles, eclipsadas por los ataques del gobierno, han salido a relucir. Muchos magistrados, supongo, añoran el pasado uribista cuando los desafueros presidenciales justifican o incluso enaltecían a los suyos propios.

“La adhesión a las causas políticas sólo puede ser una adhesión moderada, nunca una pasión desbordante”, escribió el filósofo italiano Norberto Bobbio. Con Uribe ocurrió todo lo contrario. La política se convirtió en una pasión desbordante. Los debates se llenaron de significado. Parecían decisivos. Pero todo cambió en las últimas semanas. Yo también, lo confieso, siento algo de nostalgia por los debates del pasado. La Unidad Nacional, no nos digamos mentiras, ha sumido la política colombiana en un sopor insoportable, en una especie de consenso insulso sobre la bondad bondadosa de las buenas intenciones.

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Contrastes

Los colombianos somos extraños. Tenemos algunas fijaciones inexplicables. Una de las más preocupantes es la fijación con los bandidos. O mejor, con los cadáveres de los bandidos. En los últimos años, los cuerpos ensangrentados de Rodríguez Gacha, Pablo Escobar, Raúl Reyes, Jojoy y otros más han sido exhibidos sin pudor en las primeras páginas de los principales diarios. Probablemente estas imágenes han vendido más periódicos que cualquier otra noticia o reportaje. La oferta de imágenes macabras crea su propia demanda. Y viceversa. El mercado, en este caso, funciona perversamente. Vale la pena por lo tanto ocuparse de otras cosas. Alejarse de la agobiante realidad nacional.

En Estados Unidos, un país serio en opinión de muchos, la opinión pública está ocupada de asuntos más importantes. Hace unos días, Christine O’Donnell, la candidata del Tea Party, sorprendió a todo el mundo al ganar la nominación del Partido Republicano para el Senado en el minúsculo Estado de Delaware. O’Donnell derrotó holgadamente al veterano senador Mike Castle. O’Donnell pretende salvar (o rescatar, mejor) a su país del socialismo, dice defender la moralidad y las buenas costumbres y plantea consecuentemente combatir no sólo los vicios públicos, sino también las perversiones privadas. Hace unos años denunció públicamente la inmoralidad de los placeres solitarios.

O’Donnell predica la abstinencia sexual absoluta. En su opinión, no es suficiente practicar la abstinencia cuando se está acompañado, sino también cuando se está solo. “La Biblia dice que el sentimiento de lujuria es igual a cometer adulterio. ¡Y uno no puede masturbarse sin lujuria!”, dijo en tono irónico ante las cámaras de MTV. La masturbación, sugiere, es egoísta, individualista, contraria a la doctrina cristiana. En lugar de contribuir, como Dios manda, a la perpetuación de la especie, los onanistas toman el atajo inmoral de la autosatisfacción, ha insinuado varias veces.

Las reacciones a las palabras de O’Donnell han sido airadas. Estados Unidos cuenta con muchos mecanismos de defensa, sobre todo cuando se trata de defender algunos derechos fundamentales. Inalienables. “La masturbación es una expresión genuina del individualismo, de las aspiraciones de los Padres Fundadores”, dijo uno los voceros de MasturNation, la recién creada asociación de onanistas. La asociación adoptó como lema una famosa cita de la escritora libertaria Ayn Rand: “la pregunta no es quién nos va a dejar; es quién nos va a detener”.

Algunos defensores de las minorías también se han sumado a la protesta, no porque presuman una mayor agite por parte de algunos grupos minoritarios, sino porque comparten otra de las máximas de Ayn Rand: “el individuo es la más pequeña de las minorías”. Un periodista chileno entrevistó recientemente a otro de los defensores de esta causa noble: “la propuesta es inoportuna”, dijo. “En la economía actual la masturbación es uno de los pocos entretenimientos que pueden permitirse las personas del común”. “O’Donnell tiene casi 40 años y no está casada: tendría que saberlo por experiencia propia”, concluyó.

Los gringos, ya lo dijimos, son gente seria. O tienen al menos otro tipo de fijaciones. Más saludables, sin duda.

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Contrafactual

Un mes largo después de la posesión, el ex candidato presidencial (y hoy líder de la oposición) Juan Manuel Santos decidió romper su silencio. En una entrevista concedida al diario El Tiempo, se fue lanza en ristre en contra del gobierno de Antanas Mockus. “Me da mucha pena —dijo— pero el país parece haber perdido el rumbo. Las Farc han asesinado a una treintena de policías y soldados. La inseguridad está disparada. Medellín está prácticamente en guerra. Un carro bomba explotó en Bogotá y no sabemos absolutamente nada. El Gobierno parece confundido, sin capacidad de reacción”. “La gente está perdiendo la confianza”, señaló al final de la entrevista en tono vehemente.

Pero no sólo Juan Manuel Santos ha hecho pública su preocupación con lo sucedido después del siete de agosto. Otros líderes políticos también han manifestado su desconcierto. “No sólo la seguridad me preocupa”, dijo esta semana el ex senador (y ahora precandidato a la gobernación de Risaralda) Rodrigo Rivera en una entrevista radial. “El Gobierno decidió archivar prematuramente la reforma a la justicia. Las altas cortes ejercieron un inaceptable poder de veto con la anuencia del Presidente”, afirmó más adelante. “Los magistrados no pueden ser juez y parte en una reforma a la justicia”, concluyó lapidariamente.

El consejo gremial se reunió de manera extraordinaria al comienzo de la semana. A la salida de la reunión, el presidente de la Andi, Luis Carlos Villegas, denunció el deterioro de la seguridad y la consecuente pérdida de confianza de los inversionistas. “El nuevo gobierno le está debiendo una explicación al país”, dijo. Villegas señaló también la necesidad de una agenda legislativa claramente definida: “a estas alturas no sabemos cuáles son las prioridades del nuevo gobierno”. El dirigente gremial llamó igualmente la atención sobre la inutilidad de los acercamientos con el gobierno venezolano: “los compromisos firmados no han traído todavía ningún beneficio concreto, se han quedado en declaratorias de buenas intenciones… mucho se ha dicho, nada se ha hecho”.

La revista Semana publicó en su portada una fotografía que muestra a los altos mandos castrenses sentados solemnemente en un mesa de reuniones. Todos están mirando en la misma dirección, hacia la cabecera de la mesa, donde yace una silla vacía. “¿Dónde está el piloto?”, decía previsiblemente el titular. Por otra parte, el ex senador Germán Vargas Lleras (ahora columnista de Colprensa) escribió recientemente que el Gobierno pretende combatir la corrupción con burocracia y medidas simbólicas. “Ha propuesto una comisión para promover los valores éticos mediante campañas en los colegios… pero la corrupción no se combate con clases de cívica”, escribió. “La ingenuidad es un pecado venial que puede tener consecuencias mortales”, concluyó con el tono crítico que se ha puesto de moda en el país.

“Estoy seguro de que lo sucedido en el último mes y medio no es nada extraordinario, aquí no estamos viendo una escalada, como algunos han pensado; aquí lo que estamos viendo es una situación normal”, dijo el nuevo presidente. Pero nadie quedó satisfecho con esta explicación. Un asesor del nuevo gobierno, que pidió mantenerse anónimo, dijo que si Santos fuera el presidente, ni los gremios ni los medios ni la oposición estuvieran haciendo tanto alboroto. “Los dobles estándares son parte de la democracia. Y de la vida”, dijo con resignación.

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Reformitis

Hace ya algunas semanas, en una de sus primeras entrevistas, el ministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, declaró cándidamente que «en la práctica, un gobierno tiene tres tiros. Una administración puede pasar tres grandes reformas al inicio de su periodo, no muchas más». No tiene sentido disparar para todos los lados, sugirió. En su opinión, los reformistas son francotiradores que cuidan su munición, que escogen bien sus blancos y apuntan con esmero. La metáfora tiene sentido. Pero infortunadamente el gobierno del presidente Santos no parece guiado por sus imperativos. Todo lo contrario. Está disparando para todos los lados. Con escopeta de regadera. Parece no tanto un cerebral francotirador como un soldado descarriado que dispara frenéticamente.

El nuevo gobierno pretende cambiar radicalmente la política, la justicia, el ordenamiento territorial, la salud, la descentralización, los ministerios, las normas anticorrupción y muchas cosas más. Parece empeñado en refundar la patria. En el último mes más de doscientos proyectos de ley se han radicado en el Congreso. A este paso, las instituciones colombianas van a terminar como las calles de Bogotá: con muchos frentes de obra, con cientos de proyectos y proyecticos que carecen de cualquier racionalidad. En suma, pasamos de los tres tiros a la balacera, de la cautela a la exuberancia reformista.

Vale la pena distinguir entre el reformismo y la reformitis. En el primero la velocidad no es importante pues la dirección está claramente definida. Los reformistas avanzan a paso lento pero seguro. En la segunda la velocidad sustituye la falta de dirección. Los gobiernos enfermos de reformitis aceleran pues no saben para dónde van. El estatuto anticorrupción, radicado esta semana, es sintomático. Revela los problemas de la estrategia legislativa del Gobierno. El proyecto dispara para todos los lados. Abarca mucho pero terminará apretando muy poco.

El estatuto aumenta las penas para los corruptos y las inhabilidades para los ex funcionarios públicos (a quienes condena al desempleo o, peor, a la docencia). Incrementa las obligaciones de las empresas vigiladas por la Superintendencia de Salud. Crea un fondo (un cajoncito más de los muchos que ya existen en el Estado) para la lucha contra la corrupción en el sector de la salud. Obliga a todas las entidades estatales a elaborar un plan anticorrupción y un mapa de riesgos (más papeleo). Y crea la Comisión Nacional para la Moralización y la Misión Nacional Ciudadana (más burocracia). El proyecto no tiene una dirección clara. Contempla más penas, más inhabilidades, más burocracia, más papeleo pero carece de un hilo conductor. Es una colección de articulitos. Pura reformitis.

Esta semana, en la asamblea anual de la Asociación Nacional de Comercio Exterior (Analdex), una ex funcionaria del gobierno chileno, la ex subsecretaria de hacienda María Olivia Recart, explicó en detalle las reformas que le han permitido a su país reducir la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Cuando quiso, al final de su intervención, resumir la clave del éxito chileno, dijo escuetamente “nos hemos concentrado en hacer unos pocas cosas pero en hacerlas bien”. Para entonces ya se habían retirado todos los funcionarios del gobierno Santos. Lástima.

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Un ateo agonizante

Desde hace ya varios años comencé a seguirle la pista al ensayista inglés Christopher Hitchens. Me aficioné a sus rabietas, algunas veces sobreactuadas, pero siempre interesantes. Hitchens dispara para todos los lados y con frecuencia da en el blanco. Su lista de víctimas es larga. La Madre Teresa de Calcuta, dice Hitchens, era una desalmada, quería tanto a los pobres que se dedicó, literalmente, a reproducirlos; el Papa Ratzinger es un burócrata del encubrimiento, casi la personificación de todos los males de la Iglesia católica; Henry Kissinger es un criminal de guerra; el filósofo Isaiah Berlin era un cobarde intelectual, un simple diplomático de las ideas: “Quiso ser valiente, pero cuando había que tomar una decisión que supusiera riesgos recordaba que tenía que tomar el té en alguna otra parte”.

En la última década, Hitchens se convirtió en un proselitista, casi en un profeta del ateísmo. “Gracias al telescopio y al microscopio, la religión ya no ofrece ninguna explicación para nada importante”, dice en su libro más conocido, Dios no es bueno. Pero la religión no sólo es irrelevante, sugiere en el mismo libro, es también peligrosa: enferma, mata, lo envenena todo. Llegó la hora de decirle adiós. “Será sin duda una larga despedida, pero ya comenzó y, como pasa con todas las despedidas, no conviene aplazarla”.

Hace unas semanas me enteré de que Hitchens, de 61 años, estaba muriendo de cáncer. Guiado por el ocio, saltando de una página a otra en internet, me topé con su artículo más reciente, un relato sobre su experiencia con las desdichas de la enfermedad y los rigores del tratamiento. “Uno no lucha contra el cáncer”, escribió. La metáfora no funciona. No hay ninguna actividad, ninguna resistencia. Todo lo contrario. Sólo pasividad, inapetencia y una confusión casi paralizante. Nada que sugiera la imagen de un revolucionario en el campo de batalla. El enfermo de cáncer es un negociador triste: entrega parte de sus facultades por unos años más en este mundo.

En una entrevista reciente, Hitchens agradeció las oraciones de mucha gente. No sin cierta preocupación, sin embargo. Los indicios científicos muestran que no existe ninguna correlación entre las oraciones de los fieles y la recuperación de los pacientes. Peor aún, quienes saben que otros mortales están orando por ellos tienden a tener más complicaciones posoperatorias. Misterios de la medicina. También rechazó las propuestas de muchos creyentes por una conversión religiosa de última hora. No por fidelidad a sus principios o por honradez intelectual. Si los ateos pudieran arrepentirse, lo harían. Pero la religión no puede consolar a quienes renunciaron para siempre al autoengaño. Hitchens sabe que la muerte es el fin. Y punto.

Pero no quiere irse todavía. Tiene varias cosas por hacer. “Leer —o ciertamente escribir— los obituarios de algunos villanos ya viejos como Kissinger y Ratzinger”. Cientos de sus lectores le han dejado mensajes de solidaridad en internet. Unos cuantos fanáticos parecen felices con su enfermedad. Otros más aprovechan los foros electrónicos para anunciar una inminente llegada del mesías. Desde su lecho de enfermo, leyendo los mensajes que anuncian la buena nueva, Christopher Hitchens muy probablemente entonará, con impaciencia, un estribillo conocido: “El Mesías no va a venir. Y ni siquiera va a llamar”. Así es la vida.

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¿Reforma agraria?

Los problemas del campo colombiano son acuciantes. La economía rural está mal. La agricultura no ha podido despegar. Creció a una tasa apenas superior a dos por ciento durante la última década. Más parece un vagón de tercera clase que una locomotora. Adicionalmente la pobreza rural es alarmante. Dos terceras partes de los residentes en zonas rurales son pobres. El ingreso promedio de un trabajador no llega a los 350 mil pesos mensuales. Muchos jóvenes campesinos prefieren el desempleo a un empleo mal pagado como jornaleros o trabajadores agrícolas. En general, el principal problema del campo no es la desocupación: es la pobreza o los malos empleos.
El debate sobre los problemas del campo ha vuelto a un primer plano. El nuevo gobierno ha abierto un espacio para la discusión y el análisis. Tal como sucedió hace 50 años, la necesidad de una reforma agraria, de una redistribución de la tierra, acapara buena parte de la atención de los analistas y la opinión pública. Hoy, como entonces, como en el histórico debate entre Carlos Lleras Restrepo y Lauchlin Currie, los méritos de una reforma agraria siguen siendo debatidos. Y debatibles.

En octubre de 1960, en Montería, en medio de los aplausos de miles de campesinos, Carlos Lleras Restrepo defendió con vehemencia los méritos de una ley agraria. “Creo ya estar un poco viejo, un poco maltrecho por los años y las dificultades, pero no resisto la tentación de volver en unos años a estas tierras de Córdoba, cuando se haya aplicado la ley agraria a ver si esta comarca se ha transformado y si puedo saludar al campesino a la puerta de un hogar propio, trabajando en una parcela propia, con dignidad y sin los problemas que le han sido comunes”. La reforma agraria, pensaba Lleras, solucionaría el estancamiento de la agricultura y el empobrecimiento rural, mediante la creación de una economía campesina dinámica, una locomotora hecha de miles de pequeñas unidades capaces de producir eficientemente y de unir fuerzas en cooperativas o asociaciones de productores.

En 1961, el economista norteamericano Lauchlin Currie presentó una visión alternativa, opuesta a la visión romántica, casi bucólica, de Lleras Restrepo y sus discípulos. Currie abogó por el aprovechamiento de las economías de escala en las zonas planas y la migración de campesinos a las ciudades en busca de empleos mejor remunerados en la industria y la construcción. Cincuenta años después, los empleos urbanos ya no están en la industria, sino en actividades menos productivas en los sectores de servicios y comercio. Currie no previó el agotamiento industrial. Pero su defensa del capitalismo agrícola, de una locomotora basada en explotaciones de una mayor escala y unos mayores niveles de mecanización sigue teniendo vigencia.

Probablemente una reforma agraria sea la única forma de acabar con algunos reductos semifeudales que aún existen en Colombia. Pero no va a resolver los problemas del campo y la agricultura. Existen otras prioridades: la restitución de tierras a los desplazados, la reorientación de las ayudas estatales hacia la provisión de bienes públicos (vías de comunicación, infraestructura de riego, capacitación técnica, etc.) y la promoción de actividades rurales no agrícolas. Cincuenta años después, no parece conveniente agotar todos los ímpetus reformistas en un nuevo intento de reforma agraria.

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Piratas honrados

Los medios nacionales presentaron esta semana un video, elaborado por la Asociación Colombiana de Grasas y Aceites Comestibles, que denuncia la operación de un peligroso cartel dedicado a la comercialización ilegal de aceites. Con una truculencia que envidiaría el mismo Pirry, a través de una serie de imágenes temblorosas filmadas con una cámara oculta, el video delata todos los eslabones del negocio: la compra al por mayor, la venta a granel, la frescura del tendero, el oportunismo de la compradora, en fin, la impunidad de todo el proceso. El cartel del aceite pirata, dice el narrador con una seriedad casi infantil, está poniendo en riesgo la salud de los colombianos.

Casualmente esta misma semana, la Corte Constitucional avaló una ley, aprobada por el Congreso en julio del año anterior, que prohíbe la venta de cigarrillos al menudeo. La intención del legislador, avalada por la Corte, era disminuir el consumo de tabaco de los menores de edad y por lo tanto proteger su salud. La intervención en los mercados, dijo la Corte, está justificada cuando no limita otros derechos. La Corte, sobra decirlo, sólo opina sobre asuntos constitucionales. El sentido común no hace parte de sus preocupaciones.

Hay en todo lo anterior y en otros intentos similares (el Gobierno trató hace un tiempo de prohibir la llamada venta de minutos) una especie de ilusión regulatoria. ¿De qué manera van a impedir las autoridades la venta de cigarrillos sueltos? ¿Van a poner a los policías bachilleres a esculcarles los cajones a millones de vendedores ambulantes? ¿Qué va a pasar cuando los primeros encuentren una cajetilla destapada? ¿Decomisarán el cajón con todo el surtido? ¿Arrestarán al ventero? ¿O improvisarán un espectáculo público donde los culpables tendrán que pedir excusas por envenenar a nuestros niños y arriesgar nuestro futuro precisamente ahora que nos llegó la hora? Finalmente, ¿qué pasará, dios no lo quiera, si un tendero es descubierto vendiendo cigarrillos al menudeo y aceite a granel? ¿Cadena perpetua?

Estos intentos regulatorios revelan también una gran dosis de hipocresía. Cada semana políticos y empresarios cantan alabanzas al capitalismo popular. Pero cuando éste se les aparece en persona, salen despavoridos y proponen, entonces, regularlo en nombre del interés común o en favor de la sufrida industria nacional. En la mañana del viernes estuve unos minutos preguntándoles a varios vendedores ambulantes si dejarían de vender cigarrillos sueltos en caso de que una ley lo prohibiera. Todos dijeron lo mismo: “hay que darle al cliente lo que pide y si no lo hacemos nosotros lo van a hacer otros”. Hay leyes tan absurdas que cabe celebrar su incumplimiento.

Esta discusión cobra una relevancia adicional, habida cuenta de la campaña de formalización empresarial anunciada esta semana. La informalidad no es una aberración cultural o un capricho nacido de la ignorancia o la ambición como parece suponer el Gobierno. Todo lo contrario. La informalidad es la razón de ser, la esencia de muchos negocios. Si usted formaliza los tenderos que venden aceite o cigarrillos en cantidades menores, no los vuelve más productivos: los liquida, con consecuencias adversas para mucha gente. Ciertas formas de piratería, cabe reconocerlo, contribuyen positivamente el bienestar general.

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Sorpresa

En 1989 Carlos Menem fue candidato a la presidencia de Argentina por el Partido Peronista. Durante la campaña siguió al pie de la letra la tradición programática de su partido. Propuso una renegociación de la deuda externa y prometió no privatizar ninguna empresa estatal. Criticó las propuestas de ajuste fiscal (los recurrentes paquetazos) y propuso, en su lugar, un “salariazo”, un aumento en los salarios reales de los trabajadores. Pero una vez posesionado rompió, una por una, todas las promesas de campaña. En los primeros días de la presidencia nombró como jefe negociador en Washington a una figura de la oposición y puso en marcha un severo plan de ajuste económico, un monumental paquetazo. “Necesitamos una cirugía profunda, no un poco de anestesia”, afirmó en uno de sus primeros discursos.
En 1990 Alberto Fujimori siguió los pasos de su homólogo argentino. Se presentó como el candidato “antichoque” pero una vez posesionado, apenas en la segunda semana de su primer mandato, puso en práctica uno de los programas de choque más severos en la historia de América Latina. Durante la campaña, uno de sus asesores le aconsejó que tratara de aparecer más como un estadista y menos como político. “Si no pienso como un político ahora jamás tendré la oportunidad de ser estadista”, respondió con sinceridad maquiavélica, con el mismo pragmatismo ideológico de Menem.
Los ejemplos anteriores (y otros tantos menos dramáticos pero igualmente representativos) llamaron en su momento la atención de muchos analistas políticos. El argentino Guillermo O’Donnell señaló, hace ya quince años, que en muchos países de América Latina la democracia representativa había sido desplazada por una forma de gobierno más precaria, menos desarrollada, la “democracia delegada”. En esta última, no hay plataformas, ni mandatos. Durante las campañas, los políticos dicen lo que la gente quiere oír. Ya en el gobierno, hacen lo que estiman conveniente, lo que les da la gana. El electorado delega y juzga en retrospectiva, no repara en las inconsistencias entre lo prometido y lo actuado.
A juzgar por lo ocurrido en su primera semana de gobierno, Juan Manuel Santos parece un buen ejemplo de lo mismo, de un cambio inmediato y abrupto en las políticas. Durante la campaña, enfatizó las similitudes con el presidente Uribe y la importancia de la continuidad de unas políticas y un estilo. Pero en su primera semana de gobierno, cambió radicalmente. Recibió a Chávez con todos los honores. Planteó la posibilidad de una negociación con las Farc. El jueves su Ministro de Hacienda mencionó que está estudiando un desmonte de las exenciones y ayudas fiscales creadas durante los últimos ocho años. Si en la campaña la estrategia era la mimetización, ya en el gobierno parece ser la diferenciación.

El presidente Santos ha confundido a propios extraños. Algunos de sus electores se han declarado decepcionados; muchos de sus opositores, gratamente sorprendidos. Yo me encuentro entre los segundos pero no puedo dejar de notar los problemas de la democracia delegada. Si los políticos pueden renunciar fácilmente a sus principales promesas, las elecciones se convierten en poco más que una farsa. Al fin y al cabo, la democracia está basada en un intercambio de promesas por votos que implica, al menos, cierta coincidencia entre las palabras del político y los actos del gobernante.
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Condecorados

“Actuaremos con sobriedad en distinciones y condecoraciones”, dijo esta semana el presidente Juan Manuel Santos. En teoría, esta declaración sobra. Por mandato legal los gobiernos deben salvaguardar el valor de las distinciones oficiales. Pero en la práctica, en el mundo imperfecto de la política, sucede todo lo contrario. Los gobiernos reparten honores con una generosidad desmedida. El Ejecutivo ya no controla la emisión de monedas y billetes. Pero sí maneja la emisión de distinciones y medallas. Y lo hace con una laxitud previsible. Al final de los períodos de gobierno, la emisión de distinciones crece exponencialmente. La Cruz de Boyacá se convierte, entonces, en una unidad de pago más o menos corriente.

En su última semana de gobierno, el presidente Uribe entregó condecoraciones por doquier. A diestra y siniestra. Muchos funcionarios fueron condecorados. El vicepresidente Santos recibió la Orden de Boyacá en uno de sus mayores grados. Los políticos antioqueños Manuel Ramiro Velásquez y Juan Gómez Martínez también recibieron la famosa condecoración. El mes pasado la había recibido Bernardo Guerra Serna, otro cacique electoral antioqueño. Y hace dos años, Álvaro Villegas Moreno, otro más de los barones electorales de la tierrita. No faltó ninguno por condecorar. Todos salieron premiados. Así pasa con los honores. Mientras más se entregan, más se devalúan y más numerosos son los aspirantes. En economía, esto tiene un nombre: inflación.

Pero la feria de condecoraciones no fue sólo para funcionarios y políticos. El sector privado también disfrutó la generosidad oficial. Los empresarios Manuel Santiago Mejía y Rodolfo Segovia recibieron la Orden de Boyacá esta semana. Antes la habían recibido muchos otros hombres de empresa: José María Acevedo, los hermanos Chaid Neme, Hernán Echavarría, Carlos Manuel Echavarría, John Gómez Restrepo, Gabriel Harry, Tito Livio Caldas, Julio Mario Santo Domingo, Luis Carlos Sarmiento y otros. Para muchos empresarios, las condecoraciones se convirtieron en simples decoraciones, en un ornamento más para sus oficinas.

Hace cuatro años, el “empresario tolimense” Jorge Barón también recibió la famosa Cruz de Boyacá. “Su programa es un escenario para los sisbenizados… Usted ha logrado una simbiosis colombiana entre televisión y pueblo. Su creatividad, su genio programador, su capacidad de expresión estética, tienen una raíz: el conocimiento de lo mejor de nuestra cultura”, dijo el presidente Uribe en su momento. La inflación se nota hasta en los discursos. En 1994, antes de su desastrosa actuación en el Mundial de los Estados Unidos, la selección Colombia recibió la consabida distinción en su máximo grado. Las condecoraciones ex ante, entregadas no como reconocimiento sino como acicate, son sin duda una innovación colombiana.

“La patria ha reservado la Cruz de Boyacá para sus mejores hijos, para sus héroes”, dijo el presidente Uribe en varias ocasiones. En apariencia estamos llenos de hijos ilustres. Los caciques electorales, los empresarios, los funcionarios, los deportistas, todos, casi sin distinción, son héroes de la patria. Tristemente un país con demasiados héroes es lo mismo que un país con ninguno.

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Corte de cuentas

Llegó la hora de los balances, de los análisis retrospectivos, del corte de cuentas. Esta columna hace un examen preliminar del progreso socioeconómico del país durante la era Uribe. El énfasis del examen es comparativo. Las comparaciones, lejos de ser odiosas, son indispensables. En economía, el bien de muchos puede ser el orgullo de los tontos. En últimas, los logros de un gobierno o de un mandatario sólo son discernibles desde una perspectiva comparada.

Entre 2002 y 2009, Colombia fue el campeón latinoamericano de la inversión. Medida como porcentaje de la producción total, la inversión en Colombia creció 50%. En la región como un todo, creció a una tasa mucho menor, cercana a 20%. Pero la inversión no es un fin en sí mismo. La confianza de los inversionistas sólo importa si contribuye al bienestar de la gente, al crecimiento económico y al aumento del empleo. Durante la era Uribe, el crecimiento promedio anual de la economía apenas superará el 4%, una tasa similar a la observada en los países grandes de América Latina, pero dos puntos por debajo a la observada en Perú, el país de mejor desempeño durante la última década. En los últimos años, el crecimiento económico fue aceptable, no deficiente pero tampoco excepcional. Colombia, eso sí, recuperó su medianía histórica, su mediocridad tradicional.

Colombia es actualmente el campeón del desempleo en la región, un honor nada honorífico. De los países grandes de América Latina, Colombia es el único que aún presenta una tasa de desempleo de más de dos dígitos. En 2002, la tasa de desempleo estaba 2,5 puntos porcentuales por encima de la tasa promedio de las siete mayores economías de la región. En 2009, estaba ya 3,0 puntos por encima. En términos relativos, la situación del empleo empeoró durante la era Uribe. La pobreza disminuyó menos rápidamente que en la región, un resultado previsible dados el similar crecimiento y el mayor desempleo observados en el país. En la totalidad de los países latinoamericanos, 32 millones de personas (6% de la población total) salieron de la pobreza entre 2002 y 2009. En Colombia lo hicieron 1,7 millones de personas, aproximadamente 4% del total de la población. En términos relativos, también nos rajamos en reducción de la pobreza. Avanzamos, sí, pero a un ritmo menor, mucho menor podríamos decir.

Pero el peor resultado social de los últimos años, el más preocupante y nocivo, ha sido la creciente división de la sociedad colombiana en dos partes, una que disfruta de los beneficios de la inversión y la modernización de la economía, y otra que debe resignarse a la informalidad y contentarse con los subsidios estatales, el único instrumento de cohesión social. La informalidad laboral, esto es, la exclusión de más de la mitad de la población de la economía moderna, ha contribuido a la perpetuación de unos niveles muy altos, inaceptables en cierto sentido, de desigualdad del ingreso. En suma, durante los últimos ocho años tuvimos, en términos relativos, mayor inversión, igual crecimiento, más desempleo y más pobreza. Finalmente, los subsidios no impidieron, no pueden hacerlo, la exclusión económica asociada con la informalidad laboral, con la desaparición del empleo para amplios sectores de la población.