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Dignidad

El 20 de julio pasado, en su discurso de instalación del Congreso de la República, el presidente Álvaro Uribe Vélez señaló la importancia de poner el honor por encima de los intereses económicos, la dignidad de un pueblo por encima del comercio internacional. “El pueblo colombiano, empresarios y trabajadores, ha dado un gran ejemplo al mundo: mientras en economías desarrolladas por salvar empresas apaciguan a los enemigos de la iniciativa empresarial y se exponen a perder las empresas y a perder la dignidad, esta Nación, aún pobre, ha puesto la dignidad y el derecho a vivir sin terroristas por encima de los intereses del comercio”, dijo con vehemencia. “Colombia no se ha dejado someter por el comercio, porque Colombia sabe que si perdemos el carácter y la lucha por la libertad, perderemos el comercio y también la dignidad. Con dignidad habrá comercio con el mundo entero; sin ella, nadie nos creerá”, concluyó con afán premonitorio.

Dos días después, el jueves 22 de julio, el presidente venezolano Hugo Chávez también mencionó la dignidad de su gobierno o de su país, da lo mismo, para justificar la ruptura de las relaciones diplomáticas con Colombia. “No nos queda, por dignidad, sino romper totalmente las relaciones diplomáticas con la hermana Colombia y eso me produce una lágrima en el corazón”, dijo ante un grupo de periodistas locales, acompañado de la figura (digna) de Maradona. Álvaro Uribe y Hugo Chávez no están solos en la invocación oportunista de la dignidad. Fidel Castro lleva muchas décadas, más de las imaginables, diciendo y haciendo lo mismo. “La dignidad de un pueblo no tiene precio. La ola de solidaridad con Cuba, que abarca a países grandes y pequeños, con recursos y hasta sin recursos, desaparecería el día en que Cuba dejara de ser digna”, afirmó recientemente en una de sus tantas tiradas antiamericanas.

Los tres mandatarios aludidos insinúan lo mismo: la dignidad es más importante que la riqueza de las naciones. Pero sus discursos no deben ser tomados literalmente. Todos dejan entrever cierta perversión del lenguaje, cierta falsedad orwelliana para decirlo de manera pedante. Dignidad quiere decir, en los ejemplos mencionados, indignidad. Humillación. Sometimiento indecoroso a los caprichos de un gobernante. Indignas son las restricciones a la libertad y las privaciones de los cubanos, como indignos son los padecimientos de los habitantes de la frontera entre Colombia y Venezuela por cuenta de los desafueros de los mandatarios de ambos países.

“El lenguaje político —y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— se construye para lograr que las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”, escribió Orwell en su célebre ensayo sobre la manipulación oportunista del lenguaje. Cada vez que un presidente o un político cualquiera invoca la dignidad nacional, no puedo dejar de pensar en estas palabras, en las muchas arbitrariedades que se han cometido en nombre de la dignidad, en las muchas veces que esta palabra se ha usado para justificar lo que no tiene justificación.

En últimas, la dignidad de los pueblos está amenazada no tanto por los países o gobiernos extranjeros como por los mandatarios locales que la invocan de manera oportunista para justificar sus frecuentes desafueros.

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Diplomacia meliflua

“Nosostros no podemos, en nombre de una diplomacia meliflua y babosa, dejar desamparados a nuestros compatriotas” dijo esta semana el presidente Uribe. La frase es representativa de un estilo. Resume de manera involuntaria uno de los principales problemas de la política exterior colombiana. La diplomacia debería ser meliflua, esto es, “dulce, suave y delicada en el trato y en la manera de hablar”. La diplomacia debería ser incluso babosa, es decir, aduladora y complaciente. La diplomacia riñe con la altanería, con el desconocimiento deliberado de las formas delicadas que han caracterizado por siempre las relaciones entre los Estados. Lo melifluo, sobra decirlo, no quita lo valiente.

La diplomacia meliflua hizo mucha falta durante los últimos ochos años. En varias ocasiones, con una torpeza casi inaudita, el gobierno practicó una forma extraña de antidiplomacia, hecha de desplantes y politiquería. A Brasil, un país estratégico, envió como embajadora a Claudia Rodríguez de Castellanos, una predicadora, quien aprovechó la ocasión para sumarle fieles a su iglesia carismática. Años más tarde, como para multiplicar el error, decidió nombrar a Tony Jozame, un empresario cuestionado, quien seguramente procedió a sumarles clientes a sus negocios. El Gobierno de Brasil habría preferido un comportamiento distinto, más melifluo.

En algunos casos, la antidiplomacia pasó de la descortesía al insulto. A Chile, el Gobierno envió como funcionario consular al ex gobernador de Sucre Salvador Arana, no precisamente un personaje melifluo. Años más tarde, en plena campaña electoral de los Estados Unidos, el Gobierno decidió, en un acto de torpeza inexplicable, cancelarle un contrato de asesoría a Mark Penn, uno de los principales consejeros políticos de la entonces precandidata y hoy Secretaria de Estado, Hillary Clinton. Posiblemente una diplomacia menos altanera habría conseguido la anhelada aprobación del Tratado de Libre Comercio.

También hizo falta un mínimo de respeto por las formas diplomáticas cuando el presidente Uribe decidió ocultarle al presidente de Ecuador, Rafael Correa, la verdad sobre el bombardeo al campamento de Raúl Reyes. Con un poco de cordialidad, sin historias inventadas sobre una persecución en caliente, probablemente la reacción del presidente Correa habría sido distinta y las relaciones diplomáticas con Ecuador se habrían restablecido hace ya mucho tiempo. Paradójicamente, cuando el Gobierno usó la diplomacia meliflua lo hizo de forma absurda. En 2007, decidió liberar al guerrillero de las Farc Rodrigo Granda con el único objetivo de complacer al presidente de Francia, Nicolás Sarkozy. La liberación de Granda fue literalmente una babosada.

Ahora, ya al final de su mandato, el presidente Uribe decidió reincidir en la antidiplomacia. De manera inesperada sacó a relucir unas pruebas ya sin lustre sobre la presencia de guerrilleros de las Farc en Venezuela. En este caso su rabieta iba dirigida no solamente contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sino también contra el presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Afortunadamente el nuevo gobierno parecería dispuesto a cambiar de estilo, a apostarle, como toca, a la diplomacia meliflua.

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Ni estudia, ni trabaja

Las estadísticas de empleo, publicadas esta semana por el DANE, revelaron una vez más la gravedad de nuestros problemas laborales. En Pereira, la tasa de desempleo se ubicó, nuevamente, por encima de veinte por ciento, un nivel alarmante, casi aterrador. La caída de las remesas, el declive de las maquiladoras y el derrumbe de la producción cafetera han agravado una situación ya de por sí complicada. Pereira ha sufrido más porque está más expuesta a los problemas de la economía mundial. Las mayores conexiones con la economía global (y con España en particular) han sido en esta coyuntura una maldición.

En Pereira, en la zona cafetera y en todo el país, la falta de oportunidades laborales no ha afectado a todo el mundo por igual. Unos han sufridos muchos más que otros. En Colombia, como en casi todo el mundo, los grandes perdedores han sido los hombres jóvenes, entre 15 y 24 años. En México, son llamados los nini (ni estudian, ni trabajan). En Inglaterra, los neets (no en educación, entrenamiento o trabajo). En Colombia, todavía no tienen nombre. Habrá que darles alguno. En este país, los impuestos al trabajo, las grandes distorsiones de nuestro mercado laboral, perjudican más a quienes apenas llegan, esto es, a los jóvenes sin empleo y a los bachilleres en particular. Durante los últimos años, un número creciente de jóvenes ha podido terminar su educación secundaria. Pero de nada ha valido. Los retornos de uno o dos años adicionales de educación son exiguos. Una generación atrás, muchas madres colgaban en la sala de sus casas los diplomas de bachillerato de sus hijos, enmarcados entre dos vidrios rectangulares, asidos por cuatro botones de metal. Hoy en día ya nadie lo hace. Los diplomas significan muy poco. Después del grado, muchos bachilleres no trabajan. Tampoco estudian.

La transformación de la economía también ha conspirado en contra de los hombres jóvenes. En los años sesenta y setenta, cuando la industria desplazó a la agricultura, cuando la construcción vivió su época dorada, las oportunidades laborales para los hombres jóvenes se multiplicaron. En las cambiantes ciudades colombianas, los empleos estaban literalmente a la vuelta de la esquina. Pero desde los años noventa, todo cambió. Los servicios y el comercio cobraron importancia. La industria se contrajo. Y los empleos masculinos se esfumaron. Las mujeres han sido las grandes ganadoras de la transformación económica de los últimos años. Y lo seguirán siendo. Según un estudio reciente, 13 de las 15 categorías laborales que crecerán con mayor rapidez en el futuro, en este caso en los Estados Unidos, son dominadas por mujeres.

Hace unas semanas, en Dosquebradas, Risaralda, en el epicentro del desempleo en Colombia, hablé por unos cuantos minutos con un joven de 17 años. Llevaba varios años sin estudiar y no tenía planes de volver a hacerlo. Cuando le pregunté si había trabajado alguna vez, me miró con impaciencia, como diciéndome: “aquí el trabajo no existe”. A su falta de oportunidades reales, se le sumaba una incapacidad para percibir, para visualizar siquiera, las escasas oportunidades existentes. Tristemente ni estudia, ni trabaja, ni parece tener ninguna esperanza.

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La foto de la semana

La fotografía fue publicada por la prensa colombiana a finales de la semana. El presidente electo Juan Manuel Santos y el ex candidato Gustavo Petro sonríen ante las cámaras mientras se estrechan la mano amistosamente. Ambos lucen tranquilos, desprevenidos. El encuentro suscitó todo tipo de opiniones. Algunos hablaron de “manguala electoral” o de un regreso al Frente Nacional. Otros fueron aún más lejos. Presagiaron el fin de los partidos políticos. O el triunfo de los intereses burocráticos sobre las convicciones doctrinarias. Un caricaturista de este diario insinuó que Petro estaba renunciando a la oposición para conseguir una posición.

A pesar de todas estas opiniones rotundas, el encuentro entre Santos y Petro constituye una buena noticia para el país. Implica un cambio de estilo, un intento por restablecer la civilidad en el debate político, por dejar atrás la crispación de los últimos años. Hace apenas unos meses, cabe recordar, un asesor del presidente Uribe escribió tranquilamente, sin reatos de ninguna clase, “estamos ya en guerra, es decir, en campaña”. Cualquier diálogo entre el gobierno y la oposición parecía descartado de antemano. Los congresistas del Polo Democrático jamás asistieron a los frecuentes desayunos de Palacio. Estaban proscritos. Nunca salieron en la foto. Ni por casualidad.

Yo no creo en los grandes acuerdos nacionales. Los conflictos de valores son inevitables en la política. Los acuerdos sobre lo fundamental son muchas veces acuerdos sobre obviedades o generalidades sin ninguna implicación práctica. “Cierta humildad en estos asuntos es muy necesaria” decía Isaiah Berlin. Pero aun si los grandes acuerdos son ilusorios o engañosos, los acuerdos puntuales, circunscritos a algunos temas o problemas específicos, son posibles. Y deseables. Hace algunos años, por ejemplo, el Congreso de Chile aprobó por unanimidad la firma de un tratado de libre comercio con China y una reforma de fondo, casi revolucionaria, al régimen de pensiones.

En Colombia, como lo propuso el mismo Petro, podríamos llegar a un acuerdo sobre la reparación económica de las víctimas de la guerra o sobre la entrega de tierras a los desplazados por la violencia. O incluso sobre una reforma que promueva la generación de empleo y los derechos de los trabajadores. El acuerdo de unidad nacional no representa, en mi opinión, el fin de la política: es simplemente una intención compartida de llegar a un entendimiento parcial en un ambiente de respeto. “Se dirá que es una solución un tanto insulsa” escribió el mismo Berlin. “No de la sustancia de los llamamientos al heroísmo que promulgan los líderes apasionados. Pero quizá con eso baste”.

Volviendo a la foto, al encuentro entre Petro y Santos, entre dos contradictores que trataron de encontrar un espacio, un resquicio para la cooperación productiva, no creo que la comparación con el Frente Nacional sea apropiada. Una comparación más relevante, menos maligna, sería con la presidencia colegiada de la Asamblea Constituyente que promulgó la Constitución de 1991. La misma que establece, en su artículo 188, que el Presidente de la República simboliza la unidad nacional: una intención tal vez utópica o idealista pero relevante después de varios años, muchos sin duda, de insultos y resquemores.

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Europa devaluada

Los comentaristas deportivos se parecen a los economistas. Ambos tienden a teorizar más de la cuenta, a sobrestimar sus conocimientos, a explicar lo que deberían simplemente describir. Sin mucho pudor, pretendo en esta columna reincidir en el error, dejarme llevar por el afán teorizante para explicar la aparente decadencia futbolística de la vieja Europa. Después de la primera semana del Mundial, las grandes selecciones europeas han decepcionado a propios y extraños. Las selecciones latinoamericanas, por el contrario, han sorprendido gratamente a todo el mundo.

Ya incluso el presidente venezolano Hugo Chávez se percató del asunto. El viernes en la mañana, se pronunció sobre los malos resultados de los equipos europeos. “Pobre Europa… hasta en el fútbol se está hundiendo” dijo con satisfacción. “Ahí están Argentina, Brasil, Uruguay y México que le ganó a Francia”. Los escuálidos equipos europeos están siendo superados ampliamente por los recios equipos latinoamericanos, insinuó Chávez. En su opinión, los países en desarrollo están a punto de darles su merecido a los engreídos europeos.

Pero la cosa no es tan simple. La decadencia futbolística europea es en cierta medida una consecuencia de la importación desmedida de talento foráneo. La falta de jugadores italianos en el Inter de Milán (el último ganador de la Liga de Campeones) y la ausencia de jugadores provenientes de las ligas domésticas en las selecciones de Brasil y Uruguay son dos caras de la misma moneda, dos manifestaciones palpables del mismo fenómeno, de la creciente globalización del fútbol mundial. Con la globalización, el talento latinoamericano ha desplazado al talento europeo, más escaso y evasivo. Y ha encontrado, en la alta competencia de las ligas del viejo continente, un escenario ideal para perfeccionarse, para “crecer futbolísticamente” como dicen nuestros comentaristas más grandilocuentes.

La globalización del fútbol ha tenido, sin embargo, una consecuencia indeseable para los países exportadores de talento: la decadencia de las ligas y los clubes locales. Las ligas suramericanas, por ejemplo, se han convertido en refugios para viejos en retirada y jóvenes sin mucho talento o en lugares de paso y observación para los mejores jugadores. A diferencia de los clubes europeos, la mayoría de los clubes latinoamericanos son manejados con los pies. Los dueños de muchos equipos tienen un perfil más de proxenetas que de empresarios. En cierto modo, las ligas de este continente se parecen a la Venezuela de Chávez. En unas y en la otra, los pies y los cerebros más cotizados internacionalmente han salido corriendo en busca de un ambiente más propicio.

En fin, como escribió el periodista gringo Franklin Foer, la globalización ha sido mala para los clubes pero buena para los jugadores. Y en el mundial, sobra decirlo, lo que cuenta es el valor de la riqueza exportada, no la calidad de las organizaciones locales. Esta semana un ministro español señaló que la carencia de materias primas, de una oferta fija de productos de exportación, era una de las principales causas de la crisis de la economía de su país. Sin darse cuenta, el ministro ofreció una explicación plausible, no tanto de la crisis económica española, como de la crisis futbolística de la vieja Europa.

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Gobierno barato

Desde hace un buen tiempo, muchos economistas colombianos han insistido en la necesidad de subir impuestos. Por una parte, dicen, las finanzas del gobierno central están descuadradas; por otra, el gasto público va a crecer inevitablemente como resultado de las sentencias de la Corte Constitucional sobre salud y desplazados y de los nuevos programas de infraestructura y vivienda prometidos por los candidatos en contienda. Hace algunos meses, Juan Carlos Echeverry, jefe programático de la campaña de Juan Manuel Santos, describió la situación con crudeza: “el gobierno no tiene espacio financiero para meterse la mano al dril pues ya tiene un hueco de cinco por ciento del PIB. Sumando los dos huecos, el fiscal y el de la salud, puede haber a una catástrofe fiscal”.

Nadando contra la corriente, el candidato Juan Manuel Santos ha dicho que no subirá los impuestos y ha propuesto, en su lugar, dos medidas alternativas: una reforma constitucional al régimen de regalías y un ambicioso programa de formalización para empresas pequeñas. En sí mismas, estas medidas son loables, incluso necesarias. Pero, como parte de una estrategia fiscal, son una apuesta arriesgada, un salto al vacío. Las dificultades políticas de una reforma constitucional a las regalías son inmensas, infranqueables para algunos. Y el programa de formalización parte de un supuesto cuestionable según el cual las empresas informales son ovejas descarriadas que pueden ser conducidas voluntariamente, paso a paso, hacia el mundo del bien. En la mayoría de los casos, cabe señalar, la informalidad no es una opción: es un imperativo, es la única forma de supervivencia para muchas empresas medianas y pequeñas.

Juan Manuel Santos ha argumentado también que una disminución de las tarifas impositivas no reduciría el recaudo. Por el contrario, podría aumentarlo pues los menores impuestos estimularían la creación de más y más empresas. Desde los años ochenta, desde la época de Ronald Reagan, este tipo de argumento se ha convertido, en los Estados Unidos y ahora en Colombia, en una especie de teología inmune a cualquier evidencia. No sobra recordar, entonces, que la reducción de los impuestos tiene un efecto modesto sobre el crecimiento económico y un efecto negativo sobre el recaudo tributario.

Los argumentos de Juan Manuel Santos y sus asesores parecen basados en una ilusión, en el mito del gobierno barato. Con una elocuencia de otros tiempos, en el lenguaje preciso de los fiscalistas colombianos del siglo XIX, José María Samper denunció en 1861, léase bien en 1861, este tipo de argumentos: “En todo caso es indispensable que la Administración y el Congreso se resuelvan á arrostrar esa impopularidad transitoria que pesa siempre sobre los gobiernos que decretan nuevas contribuciones. Si se ha de querer gobernar conforme á la vieja rutina de vegetar con el día, viviendo en afanes y poniendo remiendos, por no tener el valor de pedirle al pueblo el dinero necesario para servirle de modo digno y fecundo, mejor será que se renuncie á la dirección oficial de la política. Entre nosotros reina un sofisma que nos mantiene en la incuria y el estancamiento: ese sofisma es el del gobierno barato, mal entendido”.

Ciento cincuenta años después, seguimos en lo mismo, empantanados en el sofisma del gobierno barato.

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Resaca electoral

Con la intención de olvidar los resultados electorales, visité esta semana San librario, la librería de viejo de mi amigo Álvaro Castillo. Allí encontré un pesado volumen, publicado en 1909, que describe minuciosamente un largo periplo del presidente Reyes por el territorio nacional. Hace cien años, como ahora, el presidente iba de pueblo en pueblo recogiendo quejas y reclamos sobre nuestras precarias vías de comunicación. También encontré una segunda edición de la misteriosa novela de José Asunción Silva, De sobremesa, publicada en 1926 por la Editorial Cromos. “Es la novela de un loco escrita por otro” escribió Fernando Vallejo en su biografía de Silva. “Fernández o Silva o como se llame sueña con llegar a la presidencia de la República y hacer de su país un centro de civilización y un emporio”.

No tenía, lo confieso, ninguna intención de leer la totalidad de la novela. Con algo de desgano, la abrí al azar, comencé a leer y me topé inmediatamente con los planes desarrollistas de José Fernández, el protagonista, el loco: “Equilibrados los presupuestos por medio de sabias medidas económicas…a los pocos años el país es rico y para resolver sus actuales problemas económicos, basta un esfuerzo de orden; llegará el día en que el actual déficit de los balances sea un superávit que se transforme en carreteras indispensables para el desarrollo de la industria, en puentes que crucen los ríos torrentosos, en todos los medios de comunicación de que carecemos hoy, y cuya falta sujeta a la patria, como una cadena de hierro y la condena a inacción lamentable…Estos serán los años de aprovechar…Surgirán, incitados por mis agentes y estimulados por las primas de explotación, todos los cultivos que enriquecen…innumerables rebaños pastarán en las fecundas dehesas… y en las serranías abruptas el oro, la plata y el platino brillarán ante los ojos del minero”.

¿No es este plan, me pregunto, similar al que han propuesto casi todos nuestros jefes de Estado por uno o dos siglos? ¿No está hablando Fernández, en su delirio desarrollista, de las hoy llamadas locomotoras por uno de los candidatos presidenciales: la infraestructura, la agricultura y la minería? ¿No estamos ante un discurso conocido? En la misma novela, José Fernández, recibe la visita de un prestigioso médico londinense, una especie de genio viviente. El médico, con un aire de superioridad casi cómica, le pide a Fernández que deseche sus sueños políticos pues son irrealizables. “Usted no tiene el hábito de ejecutar planes…hay que comenzar ideando y llevando a cabo cosas pequeñas, prácticas, fáciles, para lograr al cabo de muchos años enormidades de esas con las que usted sueña…Piense usted, conciba un plan pequeño, realícelo pronto y pase a otro”.

No quiero sugerir que la novela de Silva contiene una de las claves del desarrollo. La resaca electoral ha sido dura pero no hasta tal punto. Pero sí me gustaría reiterar un hecho representativo, una coincidencia interesante, a saber: los políticos y los economistas colombianos repetimos, cada cuatro años, cada ciclo electoral, los mismos sueños desarrollistas de un poeta inventado, de un loco. No estaría mal, por una vez al menos, simplificar los planes, desechar los sueños irrealizables. Escoger varios proyecticos y ejecutarlos.

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Promesas y mentiras

Todos los políticos hacen promesas. En época electoral, especialmente, prometen una cosa y la otra, elaboran catálogos de programas y proyectos, olvidan las restricciones fiscales, las complejidades administrativas, las fallas de gobierno, etc Los políticos en campaña no hacen cuentas. “Ya habrá tiempo de ocuparse de las realidades odiosas de la economía”, dicen con entendible ligereza. Pero una cosa es hacer promesas y otra, muy distinta, decir mentiras. Uno cosa es el exceso de entusiasmo o el optimismo deliberado y otra muy distinta, el engaño manifiesto. Esta semana, en mi opinión, el candidato del Partido de la U, Juan Manuel Santos, cruzó la línea invisible que separa las promesas de las mentiras. Veamos por qué.

El programa del candidato Santos contiene, como es costumbre, un largo inventario de promesas: un millón y medio de nuevos cupos universitarios, un millón de nuevas viviendas de interés social, pensiones gratuitas para los más pobres, educación gratuita para todos, un único plan de salud para todo el mundo, un aumento del programa Familias en Acción, tres millones de computadores para los estudiantes de secundaria de los planteles oficiales, etc. Este listado resumido cuesta varios billones de pesos, que aumentarían el ya de por sí abultado déficit del gobierno nacional. En campaña, las promesas son gratis; en el gobierno, cuestan plata.

Esta semana el candidato Juan Manuel Santos anunció que no va a subir los impuestos. Su anuncio implica necesariamente una de dos cosas: o bien Santos está diciendo mentiras y sí va a subir los impuestos, o bien está diciendo la verdad y no va a poder cumplir las promesas de su programa. La lógica es simple: o su anuncio es un artificio, o su programa es una falacia. Sea lo que sea, la mentira parece ser la única verdad de todo este asunto.

El candidato Santos no ha explicado claramente qué va a hacer para financiar su plan de gobierno. Pero ha insinuado que su estrategia de congelar (o disminuir) los impuestos aumentaría el recaudo tributario. Con más plata en los bolsillos o en el banco, las familias consumirían más bienes, las empresas comprarían más máquinas, habría por lo tanto mayor actividad económica, más empleo y, en últimas, un mayor recaudo. En fin, el mundo perfecto: más plata con menos impuestos. En uno de los textos más populares de principios de economía, leído anualmente por millones de estudiantes de todo el mundo, el economista de la Universidad de Harvard, Gregory Mankiw, denuncia este tipo de argumentos como pura charlatanería. “Así como la gente que confía en dietas extrañas pone su salud en riesgo, pero nunca consigue bajar de peso, así mismo los políticos que confían en ideas fantasiosas o en consejos de charlatanes raramente obtienen los resultados que anticipan”.

Juan Manuel Santos no sólo está negando las realidades odiosas de la economía: está actuando de manera irresponsable, subordinando las prioridades económicas o programáticas a una urgencia electoral de último minuto. No precisamente lo que uno esperaría de un ex ministro de Hacienda o de un candidato que se precia de su condición de estadista o de un promotor permanente del buen gobierno. Pero la política, sobra decirlo, es a veces imprevisible.

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Democracia deliberativa

En Colombia, como en muchos otros países del mundo, los políticos que no tienen opiniones fuertes son criticados. Atacados. Incluso despreciados. La vehemencia, la obstinación, incluso la intransigencia son consideradas virtudes esenciales en un hombre público. “Los peores –sugieren algunos– carecen de toda convicción, mientras los mejores están llenos de una intensidad apasionada”. Por ejemplo, el senador Jorge Enrique Robledo, un hombre apegado de manera pasional a sus convicciones, es considerado un político virtuoso, casi un paradigma. En general las opiniones fuertes, inmutables son preferidas a las posturas débiles, cambiantes.

En el mismo sentido, muchos analistas políticos locales añoran el papel ideológico de los partidos políticos tradicionales, su capacidad de ofrecerles a los ciudadanos un conjunto de opiniones fuertes, de posturas preestablecidas sobre todos los temas, los divinos y los terrenales. Sin partidos, dicen algunos, la política se ha convertido en un mercado al menudeo de prebendas y favores. O peor, en una conversación caótica, en una cacofonía de opiniones sueltas, en un diálogo de muchas voces y muy pocas convicciones. Sin partidos, insisten muchos de nuestros especialistas, la política ha perdido su esencia ideológica.

Pero la ideología por reflejo no siempre es deseable. Ni la obstinación es una virtud democrática absoluta. Todo lo contario. La democracia deliberativa necesita flexibilidad, incluso desapego ideológico: sin cambios de opinión, la deliberación es un ejercicio estéril, casi absurdo. En palabras de Albert O. Hirschman, los políticos deberían “mantener cierto grado de apertura o provisionalidad en sus opiniones y estar dispuestos a modificar sus convicciones como resultado de los argumentos de sus contrapartes o de la nueva información que pueda surgir de los debates públicos”. El dogmatismo del Senador Robledo, para seguir con el mismo ejemplo, no es una virtud inapelable. Más parece un vicio antidemocrático.

Sin flexibilidad, sin dudas, la democracia pierde buena parte de su legitimidad y el debate democrático se transforma en una superposición de dogmatismos que se excluyen mutuamente: nadie oye a nadie pues cada quien está muy ocupado en la preparación de su propio alegato inamovible. En últimas, la democracia no debería concebirse como el enfrentamiento de opiniones ya formadas, sino como el intercambio de opiniones provisionales, maleables. Dicho de otra manera, la democracia deliberativa no existe sin reversazos. O al menos sin la posibilidad de algunos reversazos de vez en cuando.

“No es probable que un pueblo que apenas ayer estaba entregado a una lucha fratricida se entregue de la noche a la mañana a las deliberaciones constructivas. Si acaso hay discusión será un típico diálogo de sordos, un diálogo que funcionará por un buen tiempo como una prolongación y un sustituto del conflicto. Incluso en las democracias más avanzadas, muchos debates son una continuación de la guerra por otros medios” escribió el mismo Albert Hirschman en 1991. La democracia deliberativa es complicada. Imposible, dirán algunos. Implica, como mínimo, una cultura política diferente, más madura, que condene, no admire, a quienes llevan más de treinta años repitiendo la misma letanía.

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El poder de los subsidios

Imaginemos la siguiente situación. Estamos a pocos meses de una elección presidencial en un país en desarrollo. El candidato oficialista, apoyado por un partido mayoritario, luce como un seguro ganador. La elección parece más un formalismo legal que una contienda democrática. Pero súbitamente, en contra de todos los pronósticos, un candidato de oposición logra concitar el apoyo mayoritario de las clases medias urbanas, indignadas, entre otras cosas, por un gran escándalo de compra y venta de votos en el Congreso. El candidato opositor sube rápidamente en las encuestas y consigue más de 40 por ciento de los votos en la primera vuelta. Muchos hablan, entonces, de una revolución política.

Pero el ascenso de la oposición se queda corto. En la segunda vuelta el candidato oficialista derrota al opositor por más de diez puntos. En los municipios más aislados y en los sectores más pobres, el oficialismo captura casi 70 por ciento de los votos. La clave de la victoria del oficialismo, el factor decisivo de la elección, dicen los analistas, armados con cientos de estadísticas, fue un programa de subsidios en efectivo a las familias más pobres y necesitadas. El programa cambió el mapa electoral, la geografía de los votos y las lealtades políticas: cientos de pueblos se tornaron oficialistas como por arte de magia presupuestal.

Los hechos narrados no son ficticios. Describen fielmente lo ocurrido en Brasil en la elección presidencial de 2006. El candidato oficialista no es Santos: es Lula. El programa de transferencias no es Familias en Acción, sino un programa similar, Bolsa Familia. Y el escándalo mencionado no es la yidispolítica, sino un episodio semejante de compra y venta de votos conocido en Brasil como el escándalo de las mensualidades (“escândalo do mensalão”) en referencia a la frecuencia de los sobornos pagados a varios congresistas con el fin de que votaran según las orientaciones del Gobierno. Los protagonistas son distintos, pero los resultados podrían ser los mismos. Como ya ocurrió en Brasil, en Colombia los subsidios de Familias en Acción podrían decidir la elección presidencial en ciernes.

En su noticiero de televisión, Daniel Coronell ha denunciado varios intentos de manipulación política del programa Familias en Acción. Un reportaje reciente mostró de qué manera miles de beneficiarios del programa eran conducidos, mediante engaños, a concentraciones políticas multitudinarias donde el candidato del Partido de la U o sus allegados les recordaban que la continuidad de los subsidios dependía de sus votos. Estas amenazas veladas constituyen no sólo una forma de aprovechamiento político de los dineros públicos, sino también un usufructo inmoral de las necesidades materiales de las familias más pobres de este país.

Esta semana, el director de Acción Social, Diego Molano, manifestó su preocupación por los posibles efectos de las presiones políticas sobre el funcionamiento del programa Familias en Acción. “Nadie tiene licencia… para presionar o amenazar a la comunidad de Familias en Acción con la intención de que voten por determinado candidato”, dijo. Pero lo que está en juego en este caso, habría que decirlo claramente, no es simplemente el funcionamiento o la transparencia de un programa estatal, sino la legitimidad misma de la democracia colombiana.