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Salud cooptada

El día viernes la Superintendencia Nacional de Salud anunció en un vehemente comunicado que Saludcoop, la EPS más grande del país, deberá restituir más de 600 mil millones de pesos al sistema de salud. Según el comunicado, Saludcoop utilizó los recursos de la salud en la compra de activos fijos y en la construcción de infraestructura, esto es, en fines distintos a los estipulados por la ley y señalados por la Corte Constitucional. Saludcoop tiene ocho meses para liquidar sus inversiones, aumentar los activos líquidos y disminuir el endeudamiento. Pero la disputa jurídica probablemente tomará mucho más tiempo. Saludcoop ya anticipó que hará uso de todos los recursos legales a su disposición.

El comunicado en cuestión es apenas el más reciente episodio de una historia larga y repetida que muestra, entre otras cosas, el fracaso recurrente del Estado colombiano en su papel de supervisor y regulador del sistema de salud. En esta historia, la Supersalud, una entidad débil técnicamente, politizada y envuelta en varios escándalos de corrupción, no pudo meter en cintura a un gigante financiero, a una organización poderosa que hizo lo que quiso por mucho tiempo. El caso de Saludcoop recuerda otra historia reciente, la de algunos grandes bancos norteamericanos que lograron evadir la supervisión y la regulación y terminaron haciendo lo que les vino en gana, con consecuencias conocidas. Y desastrosas.

Uno de los primeros capítulos de esta historia repetida ocurrió en los primeros meses de 2004, hace ya seis años. La Supersalud acusó entonces a Saludcoop de utilizar los recursos del sistema de salud en actividades distintas a las permitidas por la ley y la conminó a reversar inversiones por casi 200 mil millones de pesos. Saludcoop reaccionó agresivamente. Contrató a algunos de los abogados más poderosos del país. Interpuso varias tutelas. Acusó a la Superintendencia (el lenguaje no ha cambiado desde entonces) de promover medidas absurdas y poner en riesgo el sistema de salud. Al final un juez de circuito falló una de las tutelas en favor de Saludcoop, pues supuestamente se habían vulnerado sus derechos a la defensa y el debido proceso.

La Supersalud pareció olvidarse del asunto por varios años. En 2007, el entonces superintendente, José Renán Trujillo, anunció una completa auditoría a todas las EPS, pero los resultados de las investigaciones nunca se conocieron. Un año más tarde Trujillo renunció en medio de rumores de corrupción, no sin antes señalar que la Supersalud estaba asediada por intereses muy poderosos. A mediados del año anterior, la Supersalud volvió a revivir el caso en contra de Saludcoop. En julio de 2009 presentó un informe preliminar que ponía el mismo dedo en la misma llaga. Saludcoop, decía el informe, había estado gastándose la plata de la salud en otras cosas y debía restituir más de 700 mil millones de pesos al sistema.

El informe permaneció engavetado hasta este viernes cuando, en medio de la crisis causada por los decretos de emergencia social, la Supersalud anunció que Saludcoop tenía ocho meses para devolver la plata. Nuevamente, como en tantos otros temas de la salud, las decisiones cruciales se pospusieron de manera irresponsable o sospechosa. Al final, como siempre, seremos los contribuyentes quienes terminaremos pagando por los excesos de unos y las omisiones de otros.

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Violencia disparada

La noticia pasó inadvertida. Fue publicada en las páginas interiores de los periódicos en medio de las historias mínimas de todos los días. Los editorialistas de la prensa la hicieron a un lado. Los comentaristas radiales no mostraron mayor interés. Pero la noticia es preocupante. Literalmente de vida o muerte. Esta semana el director del Instituto Colombiano de Medicina Legal anunció un incremento de 16% de los homicidios durante el año anterior. El número de asesinatos pasó de 14.138 en 2008 a 16.363 en 2009. La tasa anual ya se acerca a 38 muertes por cada cien mil habitantes. El Plan de Desarrollo planteaba, cabe recordarlo, llevar la tasa de homicidios de 33 a 30 entre 2006 y 2010: una meta modesta que no va a cumplirse.

A finales del año anterior, en medio del optimismo navideño, el general Naranjo pronosticó una caída de 300 homicidios en 2009 con respecto a 2008. Entusiasmado, señaló entonces que la tasa anual sería la más baja de los últimos 23 años. Llama la atención, por una parte, la discrepancia entre los registros de la Policía Nacional y los de Medicina Legal. Pero, sobre todo, preocupa el optimismo del general Naranjo ante el resurgimiento de la violencia homicida en muchas regiones del país. Valdría la pena, al menos, que se pronunciara sobre las cifras de Medicina Legal.

El incremento de los homicidios no obedece simplemente al recrudecimiento de la violencia en dos o tres ciudades problemáticas. Los casos de homicidio se duplicaron en Medellín. Pero al mismo tiempo aumentaron 40% en Sincelejo, 25% en Cartagena y Arauca, 15% en Cali, Montería y Santa Marta, y 6% en Bogotá y Barranquilla. Sólo en la Zona Cafetera, en el Cesar y en algunas zonas apartadas hubo una disminución significativa del número de homicidios. En términos generales, el crecimiento de los homicidios parece ser un fenómeno real y extendido. No es un problema puntual. Ni mucho menos una distorsión estadística.

Las autoridades conocen bien las causas del problema: el crecimiento del crimen organizado, el reciclaje de las bandas de narcotraficantes, los coletazos de la desmovilización de los paramilitares, etc. Pero no parecen preparadas para enfrentarlo. Las propuestas recientes revelan una mezcla de desespero e impotencia. Primero fueron los estudiantes y los taxistas los llamados a resolver el problema. Después fueron los obispos los reclutados para facilitar una negociación azarosa con las bandas emergentes. A finales de la semana el Gobierno aclaró que los obispos sólo estaban autorizados para hacer labores pastorales. Ya los veremos, entonces, tratando de convencer a los criminales de las bondades del amor al prójimo.

“Ocho años es poco tiempo para recuperar la seguridad”, dijo el presidente Uribe el día viernes. Y hasta razón tendrá. Pero la recuperación de la seguridad requiere un cambio de rumbo. Mientras cientos de miles de soldados buscan en la selva a un puñado de guerrilleros invisibles, los policías enfrentan todos los días en las calles a organizaciones cada vez más poderosas. La geografía, la naturaleza y la intensidad de la violencia están cambiando rápidamente. Y el Gobierno no parece haberse dado cuenta. Debería comenzar al menos por actualizar sus cifras.

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Fallas de gobierno

Los decretos de emergencia social son un fracaso inobjetable para el gobierno del Presidente Uribe. Han sido rechazados por la opinión pública y cuestionados por muchas agremiaciones profesionales y varias comunidades científicas. Posiblemente van a ser declarados inconstitucionales. Y no resolverán los complejos problemas del sistema de salud. El fracaso no es fortuito, no constituye un caso aislado, un error inexplicable; por el contrario, es el resultado previsible de un estilo particular de administración pública. Este fracaso pone de manifiesto, en mi opinión, cuatro problemas serios, cuatro fallas ostensibles del gobierno liderado por el Presidente Álvaro Uribe.
La primera falla ha sido llamada, con acierto, la retórica de la acción. En muchos casos el gobierno no piensa para actuar, actúa para pensar. Tiene más velocidad que dirección. Corre mucho pero no siempre sabe para dónde va. “Las buenas ideas no se discuten, se ejecutan” dice con frecuencia el Presidente Uribe, dando muestras de una impaciencia sobreactuada. Lamentablemente, el hacer para mostrar que se está haciendo –la retórica de la acción– crea un ambiente propicio para los errores, para la profusión de malas ideas que, en medio de la carrera, se ejecutan rápidamente sin discutirse. Los decretos de emergencia social son un ejemplo casi paradigmático de este problema.

La segunda falla es conocida, tiente que ver con el debilitamiento de los equipos técnicos de los ministerios y del gobierno en general. Muchos funcionarios competentes han renunciado a sus cargos. Otros continúan trabajando pero sus opiniones no son tenidas en cuenta. Algunos de los decretos de emergencia parecen redactados por contadores fiscales ignorantes de las complejidades de la política social. Peor aún, nadie en el gobierno tuvo la osadía o la oportunidad de levantar la mano para, al menos, llamar la atención sobre el exabrupto.

El tercer problema es más general, alude al creciente aislamiento del gobierno, a su incapacidad para establecer un diálogo constructivo con muchos sectores de la sociedad. En el caso de la emergencia social, los médicos fueron llamados a opinar cuando los decretos ya habían sido publicados en el Diario Oficial. Los intentos postreros de conversación han sido verticales, “pedagógicos”: el gobierno no dialoga, explica. Nunca, en la parte crucial del proceso, hubo una conversación horizontal, un esfuerzo por incorporar las inquietudes y observaciones de los médicos, los científicos y los investigadores.

El cuarto y último problema está asociado a la preponderancia casi absoluta de lo político. Desde hace varias semanas, con una disciplina envidiable, el Presidente Uribe dedica una hora de cada día a explicar los logros de su gobierno en distintas emisoras regionales. El Presidente parece más interesado en convencer a los radioescuchas que en resolver los problemas. Las inevitables complejidades de la administración pública están subordinadas a las urgencias del Estado de opinión. Lo que importa, aparentemente, no es tanto el fondo de los decretos como la opinión de los electores.

Los decretos de emergencia no revelan, como afirman muchos críticos, la perversidad del gobierno. Muestran un problema distinto, más mundano, más patente, más inmediato: su mediocridad.

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Salud en emergencia

Los decretos de emergencia social son un Frankstein normativo, un monstruo ensamblado a la carrera, una gran colcha de retazos. Entre otras cosas, los decretos centralizan la contratación del régimen subsidiado, ordenan la liquidación de varias entidades oficiales, crean fondos y comités burocráticos, aumentan varios impuestos y (en un arrebato paternalista) prescriben cursos de capacitación para adolescentes beodos y sus sufridos padres. Los funcionarios legislaron inmoderadamente. Pasaron varios días y sus noches haciendo leyes, redactando articulitos.

Lamentablemente el entusiasmo legislativo del gobierno parece haber sido alimentado más por la improvisación que por la reflexión. Por limitaciones obvias, no puedo referirme a todas las normas y disposiciones publicadas. Pero quisiera hacer algunos comentarios generales sobre el decreto 128 de 2010 que regula la prestación excepcional de servicios de salud. Este decreto buscar reversar la avalancha de tutelas, restringir las decisiones caprichosas de los jueces, racionalizar el acceso a los servicios de salud, acabar con las alianzas oportunistas entre hospitales y Empresas Promotoras de Salid (EPS). Los objetivos del decreto son loables. Pero los medios estipulados son inocuos. O peor, perversos.

El decreto centraliza las decisiones sobre el pago de prestaciones excepcionales en unos cuantos comités técnicos. Los nuevos comités fueron concebidos como filtros burocráticos todopoderosos. En principio deben examinar la idoneidad de todas las decisiones médicas y la capacidad de pago de todos los pacientes. Para lo primero, deben consultar las guías, recomendaciones y definiciones emitidas por un organismo técnico superior; para lo segundo, el nivel de ingreso y la capacidad patrimonial de los pacientes. Probablemente los comités tendrán que revisar cientos o incluso miles de casos diariamente.

No sé qué concepción del Estado, qué imagen idealizada de la burocracia tendrán quienes redactaron el decreto de marras pero los Comités Técnicos de Prestaciones Excepcionales en Salud podrían convertirse en una pesadilla kafkiana, en una organización burocrática desbordada por un caudal creciente de obligaciones, por la acumulación exponencial de casos no fallados. Con el agravante de que sus decisiones serían con frecuencia de vida o muerte. Dramatizando un poco el asunto, los nuevos comités podrían institucionalizar de manera involuntaria los llamados paseos de la muerte. No cuesta mucho trabajo imaginarse a uno de estos engendros burocráticos tratando de determinar la capacidad de pago de un paciente agonizante o la idoneidad de un tratamiento médico inaplazable.

La centralización de las funciones en los nuevos comités parece a todas luces inconveniente. Y podría incluso ser catastrófica. Pareciera más adecuado, por ejemplo, promover una ley estatutaria que oriente las decisiones de los comités científicos existentes y especifique de manera clara hasta dónde llega la responsabilidad del Estado. Pero esta y otras alternativas nunca fueron analizadas detalladamente. El Gobierno reformó de manera sustancial el sistema de salud, sin estudios técnicos, sin ninguna discusión con el congreso o las partes interesadas. Esta reforma, este tratamiento invasivo, inconsulto, improvisado en tres semanas de frenesí legislativo, podría terminar, casi sobra decirlo, siendo peor que la enfermedad.

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Elecciones sin garantías

Hace cuatro años, en los inicios de la contienda electoral, uno de los precandidatos liberales, el entonces senador Rodrigo Rivera, planteó la necesidad de unas reglas de juego estrictas que garantizaran una competencia más equilibrada entre el presidente y los demás candidatos. “Le insistiré al Presidente –dijo Rodrigo Rivera– en que con pudor establezca garantías de transparencia burocrática, contractual, presupuestal y publicitaria, así como de equidad en el uso de la televisión oficial y de financiación estatal de la campaña”. Rivera dijo también que iba a pedirle a los medios de comunicación “que empiecen a tratar al Presidente como candidato y nos concedan a los demás las garantías que hasta el momento nos ha negado el uribismo». «Sin garantías –aseguró– esto será una lucha de David contra Goliat».

Con su acostumbrada elocuencia, Rivera llamó la atención sobre las innegables ventajas de un presidente-candidato, de un aspirante que controla el presupuesto, concentra la atención nacional, puede desplazarse sin problemas por todo el país y tiene miles de funcionarios a su disposición. En opinión de Rivera, si no existen unas claras garantías electorales, si el presidente en ejercicio no se compromete a respetar unas mínimas restricciones, la competencia política y por ende la democracia se verían gravemente resentidas.

No sé qué dirá hoy en día el otrora precandidato y ahora promotor del referendo –los políticos suelen cambiar de opinión por razones misteriosas– pero la situación actual, el desequilibrio en favor del presidente-candidato es igual o mayor al denunciado por él mismo hace cuatro años. Por razón de la incertidumbre que rodea al referendo reeleccionista, el Presidente no está sujeto a la ley de garantías, puede decidir si cumple o no con los requerimientos legales. Cuando decide respetar una norma aprobada, como lo hizo esta semana, puede presentar el asunto como una concesión generosa, como un acto de buena voluntad con los otros candidatos y precandidatos presidenciales. En fin, la ambigüedad reeleccionista beneficia grandemente al presidente-candidato.

Muchos analistas locales han insistido en que la Corte Constitucional debe rechazar el referendo por razones estructurales, por la exagerada concentración de poder que ineluctablemente ocasionaría un tercer mandato presidencial. Pero las primeras razones de la Corte deberían ser otras. En mi opinión, la Corte debería impedir una nueva reelección del Presidente Uribe pues, en las circunstancias actuales, no existen garantías para la oposición, no es posible asegurar una contienda electoral medianamente equilibrada. La incertidumbre actual, el estatus ambiguo del Presidente, sesgó de tal manera la competencia política que la reelección se volvió incompatible con la democracia. Hoy estamos metidos en una campaña sin normas, sin regulación; en una contienda abierta entre David y Goliat.

La política da muchas vueltas. Rodrigo Rivera es actualmente el principal defensor intelectual de una nueva reelección del Presidente Uribe. Pero paradójicamente él mismo llamó la atención hace cuatro años sobre la necesidad imperiosa de unas garantías mínimas para la oposición, de unas normas claras que regulen lo que puede y no puede hacer un presidente-candidato. Bien haría la Corte en prestarle atención a las advertencias de Rodrigo Rivera, a su elocuente alegato en favor del equilibrio en la competencia política.

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Colapso

Hace algunos años, el biólogo y geógrafo Jared Diamond, reconocido en el mundo entero por sus obras de divulgación científica, escribió un libro sobre el fracaso duradero o definitivo de algunas sociedades. El libro adquirió esta semana una relevancia trágica e ineludible. Uno de sus capítulos examina, de manera concienzuda, las muchas teorías sobre el subdesarrollo de Haití, las diferentes explicaciones sobre la pobreza ya endémica de sus gentes. “Los visitantes a este país –escribió Diamond–se hacen siempre la misma pregunta: ¿hay alguna esperanza? Y casi siempre responden de la misma manera: no, ninguna”.

En Haití confluyen de manera trágica todos los obstáculos del desarrollo. Allí muchos economistas han encontrado una confirmación patente para sus teorías y prejuicios. Algunos, por ejemplo, han señalado la influencia nefasta del vudú, de un conjunto de creencias incompatible con el progreso material y moral, orientado a apaciguar unos espíritus caprichosos e indolentes. Otros han enfatizado las consecuencias adversas del pasado esclavista. La revolución haitiana, el levantamiento de cientos de miles de esclavos trajo consigo la independencia. Pero no la prosperidad. La revolución condenó a Haití a cien años de soledad. Por un rechazo natural al pasado esclavista, Haití le cerró las puertas al mundo, a cualquier presencia extranjera. Por un temor al contagio revolucionario, el mundo le dio la espalda a Haití, lo sometió al aislamiento y la intimidación.

Pero el subdesarrollo también tiene causas internas. Muchos economistas han enfatizado la corrupción, el desgobierno, las cuatro décadas de despojo y pillaje de los Duvalier, quienes, a diferencia de otros patriarcas caribeños, nunca se preocuparon por el desarrollo o la infraestructura. De otro lado, el mismo Diamond ha puesto de presente la dinámica de reforzamiento mutuo entre la pobreza y la deforestación. La pobreza lleva a la destrucción de los bosques (muchas familias pobres sobreviven gracias a la venta de carbón vegetal) y la deforestación contribuye, a su vez, al incremento de la pobreza (la tala de los bosques aumenta la erosión, reduce la calidad de los suelos y por ende la productividad agrícola).

Los economistas gastamos mucho tiempo tratando de jerarquizar las diferentes explicaciones del subdesarrollo, de distinguir las causas primeras de las últimas, de entender las conexiones invisibles entre la historia y la geografía. En Haití los problemas ambientales, institucionales y culturales se superponen y retrolimentan. Cualquier intento por separarlos es complicado, probablemente imposible. Lo cierto del caso es que el desafío de la reconstrucción será muy difícil. No basta con un Plan Marshall o con la condonación de la deuda o con los beneficios migratorios o con la ayuda externa.

La cooperación internacional permitió la recuperación definitiva de las regiones afectadas por el Tsunami de hace cinco años. Pero en Haití el problema es de otra naturaleza. No se trata simplemente de una catástrofe natural. El terremoto multiplicó el sufrimiento, hizo más visible la tragedia pero no la creo. Tristemente ningún economista, ningún político, ningún científico social –de allí probablemente la desesperanza de Diamond– sabe a ciencia cierta cómo revesar el trágico colapso de la sociedad haitiana.

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Un mensaje conmovedor

El Presidente Uribe rechazó esta semana las críticas de los medios internacionales al referendo reeleccionista. Lo hizo de manera indirecta, citando el mensaje de un amigo de su causa, de un corresponsal anónimo y (según dicen) genial. Según el mensaje, los medios internacionales, que critican al referendo en el presente, nada dijeron en el pasado, en los momentos más difíciles de nuestra historia cuando Colombia se desangraba en medio de la desidia oficial y la desesperación colectiva. “Ese mensaje lo recibí a las cuatro de la mañana y me conmovió mucho” dijo el Presidente.

El conmovedor mensaje evade los argumentos de los críticos y recurre a la descalificación personal. Cuestiona no tanto las ideas de los corresponsales extranjeros, como sus intenciones. Recurre a una lógica extraña, casi adolescente: “ignóremelos pues nos ignoraban”. Ya Ernesto Yamhure había intentado, en este diario, una descalificación similar, había usado el atajo fácil del insulto para evadir el camino arduo de la argumentación: “la democracia agonizaba; más de doscientos pueblos no tenían ni un solo policía para defender la vida, honra y bienes de sus habitantes. Nada de eso es tenido en cuenta por el flamante editor de The Economist que viajó a Bogotá, almorzó en La T o en La G con ciertos periodistas con quienes habrá tomado ginebra”.

El argumento presidencial es no sólo lógicamente cuestionable, sino también falso desde un punto de vista fáctico. Los medios internacionales no ignoraron la violencia colombiana. En las últimas dos décadas muchos de ellos editorializaron repetidamente sobre nuestros problemas. Respaldaron la lucha del Estado colombiano. Pidieron ayuda internacional. Su interés en el referendo no es una intromisión inexplicable, no obedece a un interés súbito y sospechoso; por el contrario, refleja una preocupación duradera sobre los asuntos colombianos.

Por ejemplo, el New York Times, el primer medio internacional en rechazar el referendo, ha mostrado de tiempo atrás un interés editorial y periodístico en la violencia colombiana. En agosto de 1989, criticó con vehemencia la pasividad de los Estados Unidos ante el problema del narcotráfico en Colombia. En las últimas dos décadas, publicó más de cuarenta editoriales sobre el conflicto colombiano. En sólo el año 2000, editorializó seis veces sobre nuestro país. El número de noticias sobre asuntos colombianos no ha cambiado en los últimos años. Tuvo un pico al comienzo de la década pero ha regresado a sus niveles históricos. En fin, nada sugiere que sólo ahora, por cuenta del referendo, el New York Times decidió ocuparse de Colombia.

Uno podría en retrospectiva cuestionar algunos de las opiniones de los editorialistas del New York Times: su oposición dogmática al Plan Colombia y su rechazo categórico a la Ley de Justicia y Paz. Pero el Gobierno no parece interesado en un debate franco sobre los asuntos nacionales. Al fin y al fin cabo es más fácil poner en duda las opiniones de los críticos extranjeros con insinuaciones descalificadores e infundadas. En últimas, el mensaje de marras pudo haber conmovido al Presidente. Pero no convence a nadie. O mejor, probablemente terminará por convencer a medio mundo, a la gran mayoría de los medios de comunicación internacionales, sobre la inconveniencia de la aventura reeleccionista y la falta de argumentos de sus promotores.

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Mentalidad paranoide

En la última edición de la revista New Yorker, varios de sus escritores y articulistas fueron invitados a hacer algunas predicciones sueltas sobre el futuro del mundo en la década que comienza. El célebre reportero Jon Lee Anderson predijo el inicio de una guerra entre Colombia y Venezuela, y el desencadenamiento de un conflicto regional en América Latina. Su predicción es sólo eso, una extrapolación arriesgada, pero tiene, creo yo, un sustento real, una base fáctica innegable: la mentalidad paranoide del presidente Hugo Chávez.

Probablemente Chávez seguirá en lo mismo, vendiendo arepas y repitiendo sus peroratas antiamericanas —su forma peculiar de pan y circo—, probablemente sus gritos belicistas se convertirán en un simple ruido de fondo, probablemente su retórica nunca pasará a mayores. Pero existe una posibilidad más inquietante: el agotamiento de las vías diplomáticas, el fracaso de todos los intentos de apaciguamiento y finalmente el desencadenamiento de un conflicto bélico. Por definición, la mentalidad paranoide niega la posibilidad de cualquier acuerdo, de un compromiso amigable y aumenta por lo tanto la probabilidad de la confrontación.
En 1964, el historiador norteamericano Richard J. Hofstadter publicó un influyente ensayo sobre la paranoia en la política estadounidense. El político paranoide —escribió Hofstadter— “no percibe el conflicto social como algo que pueda ser mediado o negociado, como lo hacen los políticos tradicionales. Como lo que está en juego es el conflicto entre el mal absoluto y el bien absoluto, lo que se requiere no es un compromiso sino la voluntad de luchar hasta el final. Como el enemigo es considerado totalmente perverso, tiene que ser completamente aniquilado, si no del mundo, al menos del teatro de operaciones sobre el cual el paranoide dirige su atención”. En el caso de Chávez, el enemigo declarado es el imperio y su teatro de operaciones es Colombia.
En opinión de Hofstadter, para el político paranoide, el enemigo es “un ejemplo perfecto de maldad, una especie de supermán amoral: siniestro, ubicuo, poderoso, cruel y lujurioso”. El enemigo “crea crisis económicas, desencadena corridas bancarias, causa depresiones, manufactura desastres… controla la prensa, tiene fondos ilimitados, posee técnicas especiales de seducción y es capaz de lavar la mente de las personas”. En el caso de Chávez, además, el enemigo hiede a azufre y está convenientemente agazapado en Colombia o en las Antillas Holandesas.
“La realidad es que tú tienes un país antiimperialista y revolucionario aquí y, allá, un país contrarrevolucionario y pro-imperialista. Es una contradicción explosiva”, le dijo Chávez al mismo Jon Lee Anderson. Hace ya casi dos años Anderson pasó varios días con el presidente Chávez. Conoció sus obsesiones y describió su mundo extraño de conspiraciones y persecuciones. La predicción de Anderson no tiene ningún interés político, está basada en la observación psicológica, en el entendimiento de la mente peculiar del presidente venezolano. Vale la pena tomársela en serio. Muchas guerras han sido el producto del delirio, de las fantasías conspiratorias, de la mentalidad paranoide de unos cuantos gobernantes sin controles efectivos y con recursos suficientes.
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Salud y democracia

Quisiera en esta columna, la última de un año convulsionado, lleno de noticias, traer a cuento una comparación, un contraste entre dos formas distintas (opuestas, podríamos decir) de enfrentar los desafíos democráticos. En la semana de Navidad, el Senado de los Estados Unidos aprobó, después de varios meses de debate, una polémica reforma al sistema de salud. La discusión, apasionante, compleja, a veces ininteligible, mereció miles de editoriales y comentarios. Motivó muchos pronunciamientos por parte de agremiaciones políticas y académicas. Al final nadie quedó plenamente satisfecho. La reforma ha sido duramente cuestionada. Pero ninguno de sus críticos ha dicho que no fue seriamente debatida. El texto aprobado fue el resultado (imperfecto pero satisfactorio) del tira y afloje democrático.
Mientras en los Estados Unidos el Senado debatía a puertas abiertas, a la vista de Raimundo y todo el mundo, en Colombia el Gobierno preparaba, a puerta cerrada, en secreto, los decretos de emergencia social sobre el sector salud. En la víspera de la Navidad, el 23 de diciembre en horas de la tarde, el Gobierno declaró (con argumentos dudosos, vale decir) el estado de emergencia social. En los próximos treinta días dictará una serie de decretos con fuerza de ley que, según puede inferirse, elevarán algunos impuestos territoriales, centralizarán la contratación del Régimen Subsidiado y modificarán los criterios de distribución regional de los recursos de la salud. Hasta ahora el Gobierno no ha explicado claramente qué va a hacer y por qué quiere hacerlo.
Las leyes sobre la seguridad social en general y sobre la salud en particular son parte esencial de la democracia. Definen el tamaño del Estado, la extensión de la solidaridad social, la amplitud de los derechos, los límites (odiosos pero imprescindibles) de la responsabilidad colectiva, etc. “El Estado moderno es una compañía de seguros que es al mismo tiempo dueña de un ejército” escribió hace un tiempo el economista y columnista Paul Krugman con el propósito de señalar la importancia fiscal de la seguridad social. En suma, el papel del Estado en el financiamiento y la provisión de los servicios de salud es un asunto fundamental, casi definitorio, de la democracia moderna.
Pero en Colombia, lamentablemente, este asunto se define sin la participación del Congreso, por fuera de la democracia representativa. La Corte Constitucional propone y el Gobierno dispone. O viceversa. La Corte dicta sentencias. El Gobierno decreta leyes. Entre los dos se tiran la pelota sin contar con el Congreso de la República, convertido, a todas estas, en un testigo indiferente. El contraste con lo ocurrido en los Estados Unidos no podría ser mayor. Allá el Congreso fue el protagonista principal de la reforma a la salud. Aquí es un actor de reparto, un simple relleno.
Yo no comparto las definiciones maximalistas de la democracia. He criticado previamente a quienes niegan o reniegan de nuestras instituciones democráticas. Pero, en las últimas reformas a nuestro averiado sistema de salud, la democracia colombiana ha fracasado dolorosamente. La controversia democrática ha sido sustituida, sin argumentos de fondo, por oportunismo y ambición, por las disquisiciones de jueces y funcionarios. Cuesta decirlo pero la democracia colombiana, al menos en este caso, no goza de buena salud.
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El discurso

La política colombiana termina este año como empezó: en medio de la confusión, de la incertidumbre generada por el referendo reeleccionista. Algunos políticos y varios analistas nacionales han señalado repetidamente que la incertidumbre ya está resuelta, que la reelección es un imposible jurídico o constitucional, un proyecto sin futuro. Pero el destino de la reelección aún no se ha definido. El presidente Uribe no va a tirar la toalla sin antes intentar un golpe de gracia, no va a renunciar sumisamente a sus pretensiones reeleccionistas.
El nuevo discurso del Presidente, repetido con insistencia durante los dos últimos meses, revela sus renovadas intenciones reeleccionistas. El discurso no es un simple inventario de estadísticas oficiales. Tampoco es una defensa amañada de los dictados de la opinión pública. Es una reflexión histórica minuciosa, encaminada, en últimas, a justificar la segunda reelección, la continuidad en el poder de una figura providencial que podría romper con nuestro pasado violento y conducirnos a un futuro milenario.

El discurso tiene dos partes. En la primera, el presidente Uribe expone su tesis de la violencia histórica. Sólo hemos vivido, dice, 47 años de sosiego en casi dos siglos de existencia: siete en el siglo XIX, cuarenta en la primera mitad del siglo XX, ni uno sólo desde entonces. “Las generaciones vivas desde principios de los años 1940 no han vivido un solo día de paz”. En la segunda parte del discurso, el Presidente argumenta que la violencia histórica ha sido el principal obstáculo para nuestro desarrollo. Hemos tenido, señala, buenas políticas públicas, buenos gobernantes, innovaciones económicas significativas pero la violencia ha impedido la prosperidad social. Los gobiernos pasados, dice, han hecho mucho por el país pero han sido incapaces de erradicar el lastre empobrecedor de la violencia.

Esta caricatura de nuestra historia no es solamente una simplificación apresurada. Es también una confesión personal. Palabras más, palabras menos, el presidente Uribe está diciendo que su gobierno puede representar, si se le otorga la continuidad necesaria, un rompimiento definitivo con la maldición de la violencia, un paso imprescindible para nuestro “desquite histórico”. El discurso plantea la necesidad de una solución drástica. Inventa un pasado oscuro y promete un futuro brillante con el ánimo de justificar un presente de arbitrariedades.

Este año el establecimiento mundial rechazó unánimemente la nueva intentona reeleccionista. En mayo la revista inglesa The Economist dijo que el presidente colombiano estaba moviéndose hacia la dictadura. Más recientemente Los Angeles Times, el Wall Street Journal y el Washington Post editorializaron en contra de la segunda reelección. El New York Times ya lo había hecho desde el año anterior. Por largo tiempo el Presidente se negó a articular una justificación para su empecinamiento reeleccionista. Pero finalmente decidió exponer sus razones. En su último discurso argumenta sin rodeos que la reelección es la forma más segura de romper con la violencia histórica y alcanzar un anhelado desquite.

En últimas, el discurso sugiere que el presidente Uribe no va a renunciar fácilmente a su papel de hombre providencial, a su oportunidad de partir en dos la historia de este país.