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La guerra y la paz

El asunto es grave. Mucho más de lo que se ha reconocido. Tumaco completó dos semanas sin electricidad. Varios municipios del departamento de Arauca llevan varios días en la misma situación. Una de las líneas de transmisión que conecta el interior del país con la Costa Caribe fue dinamitada esta semana. En el mes de agosto, quince torres han sido derribadas en el departamento del Cauca. Otras siete han sido gravemente averiadas. En lo que va corrido del año, los atentados al sistema de interconexión nacional ya suman más de 60. En 2010, sumaron 24; en 2011, 58. “Si el país ha progresado en materia de seguridad…es porque la labor de las Fuerzas Militares está teniendo un excelente resultado”, dijo esta semana el Ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón sin intención irónica.

Los ataques son cada vez más sofisticados. Y más cruentos. La guerrilla siembra minas en los alrededores de las torres. Entierra los explosivos a un metro de profundidad para impedir su detección. Ataca a las cuadrillas de reparación con francotiradores ubicados a kilómetros de distancia. En zona rural del municipio de Tumaco, dos obreros de la empresa Central Eléctrica de Nariño y un guía indígena murieron la semana anterior en un campo minado. Algunos ministros lamentaron el hecho con mensajes lacónicos, de menos de 140 caracteres. La prensa nacional reportó la tragedia escuetamente. La indignación es centralista. Muy pocas veces llega hasta tan lejos.

Los ataques terroristas no solo han afectado las torres de energía. Este mes, en los alrededores de los municipios de Buga y Tuluá, la guerrilla dinamitó dos microcentrales hidroeléctricas. El mismo día, en el municipio de Caloto, destruyó una subestación. Unos días más tarde, en Tumaco, voló el oleoducto transandino. La misma semana, en la Guajira, dinamitó el ferrocarril del Cerrejón. Las empresas afectadas se quejan en voz baja de la indiferencia oficial. El gobierno parece resignado, como si los ataques terroristas fueran una tormenta pasajera, un desastre transitorio e inevitable.

La oleada terrorista coincide con los crecientes rumores sobre el inicio de una nueva negociación de paz. La guerrilla parece haber aumentado los ataques con el propósito velado de ganar una ventaja estratégica. El gobierno quisiera seguir aplazando el inicio formal de las conversaciones. Pero el aplazamiento crea un problema (ético digamos). Podría provocar aún más ataques y convertiría por lo tanto las vidas de policías, soldados y trabajadores en simples instrumentos, en medios intercambiables para el logro de un fin político. Si el gobierno decidió sacar la llave de la paz, debería anunciar la decisión cuanto antes. Ninguna consideración estratégica justifica el sacrificio (calculado) de vidas humanas.

Finalmente cabe una advertencia obvia. Las Farc son una organización de franquicias más o menos independientes. Algunas de ellas, las más ricas, difícilmente abandonarán el negocio de la droga y el ejercicio de la violencia. “La paz es la victoria”, dijo el presidente Santos esta semana. Pero la realidad es mucho más complicada. Las expectativas de una negociación parecen haber multiplicado los ataques terroristas y un acuerdo con la guerrilla no implica necesariamente el fin de la violencia. La paz, conviene reconocerlo de antemano para no tener que disculpar ilusiones, tampoco traerá la anhelada victoria.

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Estado paternalista

El Estado paternalista tiene cada vez más promotores. Unos lo defienden en nombre de las buenas costumbres y los valores éticos; otros en nombre de la salud pública y el bienestar general.  Los primeros quieren controlar las mentes de los jóvenes; los segundos aspiran a proteger sus cuerpos. Pero más allá de estas diferencias, unos y otros pretenden regular el comportamiento privado, sustituir a los padres de familia y en últimas usar el poder estatal para promover una forma de vida particular: la suya.

Como ha informado la prensa nacional, el gobernador de Antioquia Sergio Fajardo decidió hace unos días prohibir los concursos de belleza y los desfiles de moda en los colegios públicos del departamento, pues, en su opinión, “nada aportan a la formación ética… y constituyen una actividad discriminatoria, humillante y atentatoria de la dignidad femenina”. El Procurador Alejandro Ordoñez respaldó la decisión del gobernador con argumentos similares. «Me gusta la idea”, dijo. “La cultura hedonista, la vida fácil, es una de las causas del progresivo deterioro de las ideas y de los valores», enfatizó. “Ipsedixistas” llamaba el filósofo Jeremías Bentham a los reformadores sociales que pretenden convertir sus prejuicios personales en imperativos categóricos, en decretos, leyes  o mandatos.  La palabreja ya se olvidó (con razón). Pero el concepto es ahora más relevante que nunca.

El Estado paternalista no solo es promovido en nombre de la moral o la ética. Muchas veces se justifica con base en fines más concretos, la salud pública por ejemplo.  En Nueva York se prohibió recientemente la venta de gaseosas de más de medio litro con el fin de proteger la salud de jóvenes y niños. En Francia los cigarrillos de chocolate fueron prohibidos hace unos años con el mismo objetivo. Esta semana, en un debate sobre el consumo de drogas que tuvo lugar en la Universidad de los Andes, un funcionario del gobierno colombiano mencionó una estadística, producida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), según la cual la mitad de las muertes en el mundo tienen como causa probada algún tipo de adicción. Si buena parte de la población es adicta o enferma, dirán algunos apoyados en la ciencia médica, el Estado debería, entonces, regular la dieta y las formas de vida de todo el mundo. Hacia allá vamos aparentemente.

No es fácil definir los límites del Estado paternalista. Su lógica es expansiva, un paso lleva al siguiente, al otro, al próximo, etc. “¿Será entonces que se prohibirá ahora la gimnasia con sus uniformes ceñidos al cuerpo o el uso de falditas? ¿Se prohibirán también ciertos bailes y danzas donde las niñas dejan ver sus piernas y brazos? ¿Se promoverá el vestido largo o la camiseta cuello tortuga?”, preguntaba esta semana el abogado David Suárez. Otras preguntas vienen al caso: ¿por qué no prohibir también las papas fritas? ¿O las hamburguesas? ¿O los dulces?  Al fin y al cabo la obesidad es un problema creciente y muchos estudios señalan, sin dejar lugar a dudas, que los jóvenes deberían comer más frutas y verduras.

Un mundo de jóvenes bien vestidos y bien nutridos, que se dedican a cultivar las virtudes duraderas de la sabiduría y la solidaridad parece un ideal atractivo. Pero puede ser también una gran pesadilla. Sea lo que sea, no justifica la expansión del Estado paternalista y el consecuente menoscabo de las libertades individuales.

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Legislación sobre el aborto, circa 1897

Andrés Alvarez, profesor de la facultad de economía de la Universidad de los Andes, encontró un interesante documento, un artículo del código penal de 1897, redactado en plena hegemonía conservadora, que legalizaba el aborto para dos casos específicos.

El código tiene por supuesto el estilo y el tono de la época. El artículo 642 prescribía los siguientes atenuantes: “Pero si fuere mujer honorada y de buena fama anterior y resultare, a juicio de los jueces, que el  único móvil de la acción fue el de encubrir su fragilidad, se le impondrá solamente una pena de tres á seis meses de prisión si el aborto no se verifica; y de cinco á diez meses, si se verifica”.

Más de un siglo después, no hemos avanzado mucho en el debate. Inquieta saber, en todo caso, que el Procurador Ordoñez no quiere devolvernos al siglo XIX sino mucho, mucho más atrás.

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Plata olímpica

Conviene a veces dejar de lado la “fracasomanía”, mostrar los aciertos de un Estado, como el colombiano, permanentemente agobiado por el peso de sus propias faltas. El buen desempeño de los deportistas colombianos en los juegos olímpicos de Londres obedece en buena medida a una política estatal exitosa, a una iniciativa tributaria que sentó las bases financieras para los actuales logros deportivos. En el segundo semestre de 2002, el congreso aprobó un aumento de cuatro puntos porcentuales al Impuesto al Valor Agregado (IVA) del servicio de telefonía móvil con el propósito explícito de financiar “el fomento, la promoción y el desarrollo del deporte y la cultura”.

El artículo 35 de la Ley 788 de 2002 marcó un hito en la financiación del deporte en Colombia.  Señaló un antes y un después. Este artículo fue modificado por otra reforma tributaria, por la Ley 1111 de 2006, y ha sido sometido a algunos ajustes reglamentarios desde entonces. Pero los cambios han sido marginales, casi irrelevantes. Por casi una década, Colombia ha contado con una fuente cierta (y creciente) de recursos fiscales para el deporte. La idea inicial del gobierno y el congreso era cobrarle una sobretasa del IVA a un servicio exclusivo, casi elitista: en 2002 el número de líneas celulares no llegaba a los siete millones. Con el tiempo, sin embargo, la telefonía móvil se universalizó, el número de líneas supera actualmente los 45 millones. El aumento de la cobertura le restó progresividad al impuesto (lo que iban a pagar los ricos terminaron pagándolo todos, ricos y pobres), pero multiplicó al mismo tiempo los recursos disponibles. Consecuencias inesperadas, digamos.

Los nuevos recursos no se destinaron exclusivamente a la construcción de instalaciones deportivas, como se propuso inicialmente en la discusión parlamentaria. La ley ordenó que una parte fuera usada en la preparación de los deportistas del ciclo olímpico.  Adicionalmente el gobierno promovió un destino similar para los recursos transferidos a las regiones, 25% del total.  El documento Conpes 3255 de noviembre de 2003 recomendó a los departamentos “poner  especial énfasis en la preparación y participación de los deportistas de su región en los diferentes juegos nacionales e internacionales para lo cual deberán apoyar la realización de juegos departamentales, intercolegiados y universitarios”.  Aparentemente algo de eso se hizo.

Guardadas todas las proporciones, Colombia siguió una política similar a la de Inglaterra, país que tiene uno de los programas olímpicos más exitosos del mundo. Consiguió una fuente permanente de recursos, los concentró en unas cuantas disciplinas y diseñó planes de entrenamiento de largo plazo.Como escribió hace poco el columnista inglés John Kay, esta estrategia es “una manera costo-efectiva de invertir en el prestigio global y orgullo nacional”. Pero no solo eso. Promueve además la práctica del deporte.  Difunde una narrativa beneficiosa sobre la importancia del esfuerzo y la dedicación. Y desvía la atención nacional de los hechos y hazañas de los políticos.

Pero no por mucho tiempo. Ya algunos han propuesto la creación de un nuevo ministerio del deporte. Probablemente hay muchas cosas para mejorar. Seguramente se necesitan más recursos. Pero la burocracia y el oportunismo político nunca han producido muchas medallas de honor (condecoraciones tal vez). Ojalá la política del deporte no terminé siendo víctima de su propio éxito.

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La Corte en su laberinto

Esta semana la Corte Constitucional decidió pasar de agache en un asunto trascendental para la sostenibilidad de las finanzas públicas y la legitimidad de las instituciones.

El artículo 48 de la Constitución, reformado sustancialmente por el acto legislativo Nº 1 de 2005, establece, primero, que “la seguridad social será equitativa y financieramente sostenible” y, segundo, que “solamente la Fuerza Pública y el presidente de la República tendrán un régimen especial” de pensiones. El mismo señala, de manera enfática, que “a partir del 31 de julio de 2010, no podrán causarse pensiones superiores a 25 salarios mínimos”.

Pero en Colombia, los mandatos constitucionales son burlados fácilmente. Excongresistas, exmagistrados y exfuncionarios han seguido recibiendo pensiones que superan el límite señalado por la Constitución. ¿Cómo? Muy fácil. A la colombiana. Mediante leguleyadas. O más precisamente, mediante interpretaciones dudosas de una disposición ya vieja, del artículo 17 de la Ley 4ª de 1992 que concedió una serie de privilegios pensionales a congresistas y otros altos funcionarios. Más de 50 demandas son interpuestas cada día con el aval, implícito al menos, del procurador y el Consejo de Estado. Un excongresista recibió recientemente un cheque de varios miles de millones de pesos por concepto de una reliquidación (retroactiva) de su pensión. La situación es potencialmente explosiva.

Hace un año, el sustento legal de los excesos, el artículo 17 de Ley 4ª de 1992, fue demandado ante la Corte Constitucional. El demandante argumentó que la norma en cuestión amenazaba la sostenibilidad financiera del sistema de seguridad social, concedía unos privilegios aberrantes y reñía por lo tanto con el derecho a la igualdad y la prohibición de los regímenes especiales. No es difícil argumentar que el otorgamiento de pensiones multimillonarias contradice la letra y el espíritu de nuestra Constitución Política.

¿Qué ha hecho la Corte Constitucional al respecto? Mamar gallo. El procurador emitió su concepto desde julio del año pasado. Aparentemente, la Corte iba a pronunciarse antes de diciembre. Pero nunca lo hizo. Primero vino el lío de los impedimentos. Cuatro magistrados se declararon impedidos, pues ellos mismos o sus familiares estaban en trance de pensión. La Corte se demoró varios meses en resolver el problema. Una demora sospechosa, ya que, como lo señaló la revista Semana hace unos meses, apenas necesitó 15 días para resolver los impedimentos en el caso de la reelección.

Esta semana la Corte se declaró inhibida, “por ineptitud sustantiva de la demanda”. Los argumentos de la Corte son perezosos. Dice, por ejemplo, que la norma demandada no viola el derecho a la igualdad, pues en Colombia siempre han existido los regímenes especiales. O que el artículo en discusión no tiene nada que ver con la sostenibilidad financiera, pues era anterior al acto legislativo Nº 1 de 2005. Colombia tiene uno de los sistemas pensionales más inequitativos del mundo: unos pocos reciben mucho, la gran mayoría no recibe nada. La Constitución fue reformada para corregir estas inequidades. Pero de nada ha valido. Tristemente, nuestros magistrados son muy ágiles para otorgar privilegios, pero muy timoratos (por decir lo menos) para negarlos.

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Productores de odio

«La adhesión a las causas políticas sólo puede ser una adhesión moderada, nunca una pasión desbordante», escribió Alexis de Tocqueville a mediados de siglo XIX.

Su admonición no ha perdido vigencia. Todo lo contrario. Las pasiones políticas siguen siendo un obstáculo para el cambio social y para la comprensión cabal de nuestros problemas. Los apasionados de la política distorsionan la realidad, magnifican las dificultades y desean, secreta o públicamente, que las cosas vayan mal, que las condiciones sociales o políticas empeoren. Añoran una catástrofe que los enaltezca. Todos los fanáticos, sobra decirlo, son catastrofistas.

Algunos, los ubicados en el extremo derecho del espectro ideológico, señalan el deterioro constante de las condiciones de seguridad. Magnifican los problemas y minimizan los avances. Si las cifras revelan un hecho positivo, una disminución en los homicidios, por ejemplo, son consideradas incompletas o sospechosas. Cuando ocurre un hecho grave, como el atentado ocurrido esta semana en Bogotá, levantan el dedo acusador en forma casi celebratoria. Tristemente, para algunos fanáticos de la derecha los atentados terroristas son buenas noticias. La perversidad es quizás inconsciente, pero es notoria de todos modos.

Otros fanáticos, los ubicados más a la izquierda del espectro ideológico, proclaman el deterioro permanente de las condiciones sociales. Niegan rotundamente el progreso social. No lo consideran posible. Cualquier mejoría les resulta insignificante o mentirosa. Si las cifras muestran, por ejemplo, una reducción de la pobreza, las desechan con argumentos pueriles o paranoicos. Los fanáticos suelen matar (figurativamente) al mensajero que trae buenas noticias. Para ellos, ya lo dijimos, las buenas noticias son problemáticas, incómodas, estorbosas. La izquierda miserabilista, en particular, necesita la pobreza para justificar el resentimiento y confirmar una supuesta superioridad moral.

El fanatismo de izquierda y derecha puede combatirse por medio de armas conocidas: la ironía, el escepticismo y los datos. Pero estas armas no siempre son eficaces y los rivales son muy numerosos. Los foros de la prensa y los debates políticos están dominados, casi acaparados, por los productores de odio. Muchas veces no vale la pena entrar a la refriega. Otras, conviene entrar furtivamente, señalar los prejuicios más notorios y abandonar el escenario de inmediato. El diálogo es imposible. Los fanáticos siempre suponen la mala intención de sus contradictores. Miran incluso con mayor recelo a los moderados que a los fanáticos de la otra orilla. El odio, al fin y al cabo, no es otra cosa que la idealización del enemigo.

“El moderado no aspira a ganar, a pelear para vencer. Está más allá de la competencia, de la rivalidad y por lo tanto también de la victoria. En la lucha por la vida es el eterno derrotado”, escribió el filósofo italiano Norberto Bobbio en uno de sus últimos ensayos. Las adhesiones moderadas significan con frecuencia una claudicación, una renuncia voluntaria a la lucha política. Pero tienen también un lado combativo. “Detesto con toda mi alma a los fanáticos”, confesó el mismo Bobbio al final de su vida. El odio contra los productores de odio es el fanatismo (liberador, digamos) de los moderados. En Colombia ha sido, además, casi una necesidad democrática.

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Populismo

Una de las peculiaridades de nuestra historia reciente ha sido la ausencia de populismo.

En Colombia no hemos tenido un Perón, un Chávez o un Alan García (en su primera reencarnación). En términos económicos, no hemos sufrido hiperinflaciones, ni grandes crisis fiscales, ni corralitos, esto es, no hemos padecido las grandes distorsiones macroeconómicas que han caracterizado (o definido) los gobiernos populistas de América Latina. Desde una perspectiva económica, Colombia ha sido un país estable. Mediocremente estable quizá. Pero ese ya es otro cuento.

Como lo ha señalado el economista e historiador inglés James Robinson, la ausencia de populismo (y por lo tanto de grandes distorsiones macroeconómicas) es sólo una parte de la historia. La otra parte, mucho más problemática, es la omnipresencia del clientelismo (y por lo tanto de enormes ineficiencias en la provisión de bienes públicos y en el funcionamiento del Estado). Desde los años sesenta al menos, un arreglo pragmático, un pacto implícito, ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático y centralizado de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Para bien y para mal, el clientelismo ha sido el costo pagado por la ausencia de populismo.

Veamos un ejemplo representativo. En 2001, el Congreso aprobó una polémica reforma constitucional que redujo de manera significativa la tasa de crecimiento de las transferencias a municipios y departamentos. La reforma a las transferencias, promovida y defendida por el entonces ministro de Hacienda, Juan Manuel Santos, contribuyó decididamente a la sostenibilidad fiscal, pero su aprobación, cabe recordarlo, requirió una buena dosis de clientelismo en la forma de partidas regionales o auxilios parlamentarios. Históricamente, ya lo dijimos, el clientelismo permitió la estabilidad, pero lo hizo a un costo muy alto: la ineficiencia de buena parte del Estado y el menor progreso social. El clientelismo, sugiere el mismo Robinson, puede ser tan nocivo como el populismo.

Sea lo que sea, el clientelismo ha sido un equilibrio duradero. Los líderes que lo combatieron, quienes denunciaron los vicios inveterados de la corrupción y la politiquería, López Michelsen, Galán, el mismo Uribe, terminaron en lo mismo. O fueron asesinados. Pero los equilibrios políticos no son para siempre. Las cosas cambian. Muchas redes clientelistas han perdido influencia como consecuencia del debilitamiento de los partidos tradicionales. La competencia política es ahora mucho más abierta que en el pasado: actualmente una figura carismática puede ganar la presidencia sin muchos apoyos políticos o conexiones clientelistas. Además, la bonanza minero-energética (el espejismo petrolero, digamos) ha aumentado las demandas de la gente y las ofertas de los políticos.

En fin, el equilibrio clientelista parece mucho menos estable. Paralelamente el riesgo de populismo ha aumentado. Una cosa viene con la otra. En las próximas elecciones, ya lo veremos, todos los candidatos prometerán lo divino y lo humano. Los anuncios de las últimas semanas, las cien mil viviendas y demás, son apenas un anticipo ominoso de un fenómeno inédito, inconcebible hasta hace apenas algunos años: el populismo colombiano.

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Un país en paz

“Víctima de la globalización: la historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia”. Así se titula el nuevo libro del historiador y colombianista James D. Henderson que será presentado esta semana en la Feria del Libro de Bogotá. El libro comienza con una tesis novedosa: entre 1965 y 1975, en la década siguiente al fin definitivo de la Violencia, “Colombia fue un lugar extraordinario”, un país en paz con una economía floreciente. En 1950, en los años de Laureano Gómez, 50 mil colombianos fueron asesinados. En 1966, cuando Carlos Lleras Restrepo asumió la presidencia, tan solo 496 personas murieron por causas violentas. “En 1965, era difícil encontrar 500 violentos en todo el territorio nacional”, escribió otro historiador estadounidense, Rusell W. Ramsey. La cifra parece inverosímil. Los colombianos estamos convencidos de que la continuidad de la violencia caracteriza (o define incluso) nuestro país.

La década de la paz, escribe Henderson, comenzó (simbólicamente por supuesto) en junio de 1965 con la muerte del bandolero conservador Efraín González en el sur de Bogotá durante un operativo militar. Con el mismo hecho empieza “35 muertos” de Sergio Alvarez, una novela que, casualmente, cuenta la misma historia: la recaída de Colombia en el abismo de la violencia por cuenta del narcotráfico. Otro evento simbólico, sugiere Henderson, marcó el fin de la paz y el comienzo de más de tres décadas de violencia y desorden. En noviembre de 1975, en la ciudad de Medellín, tuvo lugar la primera masacre perpetrada por un grupo de narcotraficantes: 40 personas fueron asesinadas después del decomiso de 600 kilos de cocaína por parte de la Policía Nacional. Colombia comenzaba apenas a consolidarse como el principal exportador de cocaína a Estados Unidos y la década de la paz (es fácil apreciarlo en retrospectiva) había terminado abruptamente.

Pero muy pocos percibieron lo que se venía encima: la destrucción de la paz de Colombia. En 1975, la Casa Blanca presentó un documento que minimizaba la importancia de la cocaína. “Tal como se usa actualmente, la cocaína no tiene graves consecuencias sociales”, señaló el documento de marras. Inicialmente las autoridades de Estados Unidos toleraron el comercio de una droga considerada inofensiva. Las autoridades colombianas, con el presidente Alfonso López Michelsen a la cabeza, “adoptaron una política de laissez-faire con respecto al tráfico de drogas ilícitas”. En 1975, Alvaro Gómez Hurtado, quien sí intuyó el desastre en ciernes, planteó una pregunta que resultaría ominosa: ¿cuánto nos cuesta la indiferencia?

Mucho nos costó. Desde la masacre de Medellín hasta el presente, cientos de miles de colombianos han sido asesinados. Los capos del narcotráfico y otros grupos violentos “corrompieron, debilitaron y casi destruyeron los sistemas judiciales y legales del Estado”. La historia es bien conocida. Pero Henderson es optimista. No cree en la supuesta continuidad de la violencia. “Estoy convencido –escribió– de que Colombia será de nuevo un país en paz. Viví allí en 1966 y recuerdo el alivio y el optimismo de un pueblo que había dejado atrás la Violencia. Algo de ese mismo espíritu está presente hoy”. 

Tal vez este optimismo sea exagerado. Pero tiene un mérito: nos recuerda que este país tuvo, durante una década ya olvidada, un momento de paz y tranquilidad, y nos sugiere, en últimas, que a pesar de todo no estamos eternamente condenados a la violencia.

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Una propuesta modesta

Por razones fortuitas, –probablemente un funcionario de una organización multilateral lo dejó olvidado en la sala de espera de un aeropuerto colombiano –, tuve acceso a un memorando confidencial que plantea algunas propuestas sobre cómo resolver la crisis fiscal del primer mundo. Transcribo el documento de manera casi literal. Sólo me he tomado algunas libertades con la traducción.

1. El riesgo de envejecimiento es la principal amenaza para la sostenibilidad fiscal del mundo.  En Inglaterra, por ejemplo, los estimativos oficiales proyectaban que, en promedio, una persona de 65 años de edad debería vivir otros 17 años. Pero los estimativos se quedaron cortos. La gente está viviendo tres años más que lo esperado, con consecuencias fiscales desastrosas. Tres años más de vida con respecto a las edades proyectadas implican un costo fiscal de largo de plazo del orden de 50% del PIB. Reconocer y mitigar este riesgo es un proceso que debe ponerse en marcha ahora mismo. Las reformas tradicionales tardarán muchos años en producir resultados. Nuevas reformas son necesarias.

2. El riesgo de envejecimiento no sólo constituye una amenaza para la sostenibilidad de los sistemas de pensiones. También afecta la sostenibilidad de los sistemas de salud. En 2015, según las proyecciones disponibles, el costo de atención a los enfermos de Alzheimer le costará a Estados Unidos 189 mil millones de dólares. En 2050, el costo ya superaría los 950 mil millones de dólares. Muchos de los problemas presupuestales del primer mundo tienen que ver con la intención de extender marginalmente la duración de la vida de personas enfermas y mayores de edad.

3. La generación que causó la crisis tendrá  que asumir el costo de su resolución. Los países desarrollados deberían, mediante un proceso participativo liderado por organizaciones científicas, determinar (y probablemente incorporar en sus constituciones) el valor de un año de vida adicional de, digamos, una persona de 70 años. Con base en este valor, los beneficios y los costos de los medicamentos y procedimientos médicos pueden ser estimados. Si los beneficios son inferiores a los costos, el uso de recursos públicos debería prohibirse explícitamente. Por ejemplo, medicamentos oncológicos muy costosos que, en promedio, apenas prolongan la vida de los enfermos de cáncer por unos pocos años deberían excluirse de manera definitiva.

4. Al mismo tiempo, los países del primer mundo deberían imponer un límite etario para el pago de pensiones. Las personas de, digamos, ochenta o más años deberían vivir por su cuenta y riesgo. Resulta muy oneroso para el resto de la sociedad asumir el costo de las distorsiones demográficas individuales. Varios intelectuales públicos han señalado que las vidas cortas constituyen un imperativo ético habida cuenta de los problemas económicos actuales. Los gobiernos deberían promover un diálogo sobre los costos sociales y las externalidades negativas de las vidas prolongadas. Muchos actores sociales subestiman o desconocen estos costos.

5. Resumiendo: los países desarrollados han sobrepasado el nivel óptimo de envejecimiento (desde un punto de vista social). Por razones de justicia intergeneracional, los más jóvenes no deberían pagar por el exceso de años de vida de una generación privilegiada. Las reformas sugeridas para evitar un crecimiento insostenible de los costos de salud y pensiones son inaplazables.

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El sueño bogotano

¿Ha aumentado recientemente la importancia demográfica, económica y política de la ciudad de Bogotá y sus alrededores? ¿Es la bogotanización de Colombia inevitable o irreversible? En una columna de opinión publicada la semana anterior en este diario, el economista e historiador costeño Adolfo Meisel respondió afirmativamente a las preguntas anteriores, sugirió que la preeminencia de Bogotá es cada vez mayor: su población ha crecido más rápido que en otros centros urbanos, su participación en la producción nacional ha aumentado sistemáticamente y su importancia política, medida, por ejemplo, por la composición regional del gabinete ministerial, es desproporcionada por decir lo menos. En opinión de Meisel, hoy en día somos gobernados desde Bogotá, por los bogotanos y para los bogotanos.

Bogotá es un lugar extraño (geográficamente hablando): una ciudad mediterránea de ocho millones de habitantes, muy lejos de los puertos del Caribe y del Pacífico, sin un río navegable que la conecte con las principales rutas del comercio internacional. Al menos Ciudad de México fue levantada sobre las ruinas de un imperio precolombino. Pero Bogotá no tiene un pasado imperial. Su preeminencia obedece a unas circunstancias históricas distintas, más caprichosas si se quiere: al centralismo de los colonizadores españoles y sus herederos republicanos y a la cerrazón económica que ha caracterizado buena parte de nuestra historia. Hace unos años oí decirle a un académico norteamericano que Bogotá le recordaba a Salt Lake City, la ciudad donde los mormones fueron a esconderse del mundo. Los colonizadores ibéricos llegaron a Bogotá a esconderse de los mosquitos, pero terminaron alejados del mundo, en el Tíbet suramericano.

Más allá de las circunstancias históricas, la ciudad de Bogotá deriva actualmente su importancia de un mercado interno de ocho millones de personas y de una gran concentración del capital humano. Los trabajadores educados siguen encontrando muchas más oportunidades laborales en Bogotá que en cualquier otra ciudad de Colombia. Lo mismo ocurre con los trabajadores sin educación. “Me vine con toda la familia de Armenia hace dos meses. Ganábamos 120 mil pesos mensuales en una finca cafetera. Solo ayer me hice cien mil pesos”, me dijo un taxista hace unos días con evidente satisfacción. Como él, muchos han llegado (y probablemente seguirán llegando) en busca del sueño bogotano.

Las fuerzas del mercado interno y la aglomeración son muy poderosas. Casi imbatibles, como bien ha enfatizado el economista Paul Krugman. En los últimos 20 años, la apertura económica y la descentralización no pudieron reversar la preeminencia bogotana. Pero si Colombia quiere evitar la macrocefalia, si aspira a un crecimiento urbano más equilibrado, no tiene alternativa distinta a profundizar la apertura de la economía y la descentralización de la política. El dinamismo reciente de algunas ciudades de la Costa Caribe ha sido impulsado por una mayor apertura y un mejor aprovechamiento de la descentralización. Algo similar podría ocurrir en la Costa Pacífica. O incluso en Antioquia, si Medellín logra consolidarse como un exportador de servicios especializados.

En fin, mientras alcaldes y empresarios sigan viniendo a Bogotá a suplicar subsidios y pedir protección, el poder hegemónico de la capital seguirá creciendo y el sueño bogotano seguirá siendo una de nuestras grandes paradojas.