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Revolucionarios y estafadores

El mundo es imperfecto. Hace tiempo fuimos expulsados del paraíso, condenados al trabajo, a la escasez, a la realidad triste del diez por ciento efectivo anual. Pero los seres humanos estamos hechos de contradicciones, de añoranzas imposibles. La inteligencia no nos hace inmunes a la fantasía, no nos protege de las promesas de quienes nos ofrecen regresar al paraíso o duplicar nuestras fortunas en cuestión de días. Los vendedores de ilusiones, los predicadores de un nuevo orden, los revolucionarios y los estafadores, todos por igual, son explotadores de nuestra inocencia, de esa imperfección humana que consiste, paradójicamente, en la ilusión por la perfección, por lo rápido, lo fácil y lo efectivo.

Los revolucionarios, se ha dicho muchas veces, suelen ser estafadores. Pero yo quiero invertir la sentencia: los estafadores son revolucionarios. Pasan del anonimato, de una vida oscura y errante a la fama y la figuración en cuestión de meses. Carlos Alfredo Suarez, el estafador de DRFE, pasó de ensamblar obleas a amasar una fortuna, miles de millones de pesos de familias que, cansadas de la tiranía de los bajos intereses, soñaban con una nueva realidad. Carlos Ponzi, el estafador más famoso de la historia, también pasó de la oscuridad a la gloria en pocos meses. Cansado de limpiar mesas en un restaurante de Boston, decidió dedicarse a sumar adeptos a la causa revolucionaria del 50 por ciento en 45 días.

Como los revolucionarios, los estafadores dicen combatir el orden establecido y defender al pueblo. David Murcia Guzmán afirma estar luchando en favor de la gente y en contra de los monopolios financieros. «El pueblo tiene que despertar», dice. «La guerra no es contra DMG, es contra cada uno de los colombianos…es hora de hacer justicia. Somos y seguiremos siendo pueblo…Esta causa se ha convertido ya en una revolución económica. Y si he de morir por la causa moriré orgulloso y tranquilo. Esta es una guerra declarada al pueblo y la voz del pueblo es la voz de Dios». El fundador de DMG no habla como un banquero, sino como un revolucionario. Su arenga, a pesar de haber sido pronunciada en una oficina en Panamá, lejos de las muchedumbres enardecidas, rememora la retórica bolivariana de Hugo Chávez. Las palabras son las mismas. Y la clientela posiblemente también.

Los seguidores de DMG no son apostadores racionales. No son amantes del riesgo que hacen apuestas calculadas. Son seguidores de una causa. Claman, a gritos, que los pobres también tienen derecho a multiplicar sus ingresos. Confían en su líder. Desoyen a los escépticos. Su fe podrá ser comprada. Pero eso no la hace menos férrea. El estafador y la víctima, escribe el historiador económico Charles Kindleberger, están unidos en una relación simbiótica, se necesitan mutuamente. Lo mismo ocurre, por supuesto, entre el revolucionario y el pueblo.

En su célebre ensayo Elogio de la Dificultad, Estanislao Zuleta describió bellamente nuestro deseo por lo imposible. «Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada…En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida». Precisamente la abundancia que nos prometen, por igual, los revolucionarios y los estafadores.

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Obama paradójico

La candidatura de Barak Obama logró mezclar el agua y el aceite, juntar a mucha gente muy distinta, aglutinar intereses contradictorios. La campaña no fue tanto una colección de matices, como un sancocho ideológico. En la campaña cabía todo el mundo, muchas facciones encontraron acomodo. En el gobierno, sin embargo, las cosas serán distintas, la concreción programática reemplazará necesariamente a la ambigüedad ideológica. La campaña de Obama incluyó a todo el mundo. Pero su gobierno tendrá que excluir (ideológicamente hablando) a algunos de sus seguidores más apasionados.
Puede ser temprano para describir el énfasis programático del nuevo gobierno pero los primeros indicios sugieren que Obama será un presidente de centro, un gobernante pragmático alejado de los extremos. En materia económica, Obama parece inclinado hacia el centrismo tecnocrático de Bill Clinton. Obama desmontará el corporativismo corrupto, el gobierno de las empresas, para las empresas y por las empresas instaurado por Bush y Cheney. El nuevo presidente no es un plutócrata. Pero tampoco es un opositor a ultranza de la economía de mercado o del comercio internacional. Larry Summers, el más probable secretario del tesoro, no es precisamente un crítico pertinaz del orden económico mundial o un antiglobalizador histérico. Todo lo contrario.

En su primer discurso como presidente electo, Obama señaló que la fortaleza de los Estados Unidos no proviene de la fuerza de las armas o de la magnitud de la riqueza, sino del poder de sus ideales: «democracia, oportunidad, libertad y esperanza». Algunos analistas perspicaces señalaron que Obama omitió (deliberadamente, sin duda) cualquier referencia a la «igualdad». Obama encarna el ideal de la movilidad social, del sueño americano en su forma más pura pero no aboga por la igualdad como un ideal preponderante, no parece tener en mente grandes esquemas redistributivos. Probablemente eliminará las inequidades fiscales más flagrantes, aumentará los impuestos a los más ricos y expandirá la seguridad social pero no se embarcará en una gran aventura redistributiva. Obama no es un revolucionario. Es un reformista.

Obama es un centrista por convicción. Pero también deberá serlo por necesidad. En el manejo de la economía, su margen de maniobra es casi inexistente habida cuenta de la coincidencia de un déficit abultado y una economía en crisis. En los tiempos difíciles, la ideología pasa a un segundo plano, las diferencias partidistas pierden importancia y el consenso se convierte en una necesidad, en un imperativo pragmático.

Obama es una mezcla de extremos, la encarnación de muchas paradojas. Blanco y negro por herencia. Un orador emotivo y un pensador racional. Un populista con tendencias tecnocráticas (y viceversa). Un político que cautivó por igual a las élites educadas y a las clases bajas sin educación. Obama representa la esperanza de un cambio verdadero. Pero el cambio no será de un extremo al otro, de un polo al opuesto; será posiblemente un movimiento hacia el centro, una huida de los extremos. Obama enfrenta el gran desafío de conquistar el centro sin perder su carisma, de ejercer la moderación sin sacrificar la inspiración. En últimas, Obama aspira a seguir siendo lo que siempre ha sido: un político paradójico y excepcional.

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La dependencia colombiana

«Por fin los colombianos, ellos mismos, sin que nadie les lleve de la mano» dijo la Reina Sofía de España en referencia al exitoso rescate de Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio. El comentario de la Reina Sofía debería, en mi opinión, sacarse de contexto, leerse como una crítica a la dependencia colombiana, a nuestra creencia de que la justicia, la paz y el desarrollo dependen, en última instancia, de los buenos oficios de la comunidad internacional. Sin distingos ideológicos, los colombianos estamos convencidos de que la injerencia foránea es imprescindible. Nos consideramos una nación infantil en eterna necesidad de supervisión adulta.

Los colombianos hemos aceptado como axiomas, como premisas que no admiten discusión, varios hechos dudosos. Creemos, por ejemplo, que el éxito de la lucha contra el narcotráfico depende del Plan Colombia, de la ayuda militar de los Estados Unidos. Creemos, al mismo tiempo, que la superación de la impunidad (esa lacra nacional) depende de la justicia internacional o del heroísmo altruista de un juez español con ínfulas de justiciero cósmico. Esta semana, el senador Gustavo Petro anunció que denunciará ante las cortes internacionales el aberrante caso de los desaparecidos de Soacha. Aunque la justicia colombiana apenas está comenzando a estudiar el caso, a hacer las pesquisas preliminares, su fracaso ya se supone consumado, ya el senador Petro está buscando un sucedáneo externo. Ya decidió, en concordancia con nuestra mentalidad dependiente, que la intervención foránea es fundamental.

Las autoridades ya no perciben la extradición como un convenio reciproco de colaboración judicial. La consideran, por el contrario, una solución externa a las fallas de nuestra justicia y a la corrupción de nuestro sistema carcelario. El abuso de la extradición es, en últimas, otra admisión tácita de nuestra dependencia. En el mismo sentido, muchos analistas (y el Gobierno mismo) dan por sentado que el futuro de la economía depende de la buena voluntad del Congreso de los Estados Unidos y de la confianza de los inversionistas internacionales. Más importantes que las políticas internas, que nuestras propias decisiones son, en esta visión, las opiniones de los políticos y los capitalistas foráneos.

Sin caer en el solipsismo, deberíamos aceptar, de una vez por todas, que la ayuda militar es prescindible, que la justicia internacional no puede sustituir a la nacional y que el desarrollo económico depende, después de todo, de la calidad de las políticas internas. Colombia debe procurar por unas relaciones maduras con la comunidad internacional. Deberíamos pasar, al menos, del ruego infantil a la independencia sobreactuada de los adolescentes. Nuestra demanda por intervencionismo siempre encontrará una oferta dispuesta a vendernos la ilusión de un porvenir. Pero, en últimas, nadie resolverá nuestros problemas por nosotros.

La cooperación internacional es fundamental. Pero no puede estar basada en el axioma cuestionable de nuestra insuperable dependencia. Ya va siendo hora de que, como sugirió la Reina española con algo de sinceridad involuntaria, aprendamos a caminar «sin que nadie nos lleve de la mano».

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Crisis y plegarias

La crisis financiera parece no tener fin. Las bolsas continúan cayendo en medio de un pesimismo generalizado sobre el futuro de la economía mundial. Hasta hace apenas unas semanas las llamadas economías emergentes (el apelativo podría convertirse en una ironía) parecían seguras, convenientemente alejadas del epicentro de la crisis y protegidas, además, por un escudo portentoso de reservas internacionales. Pero esta semana las ilusiones de un blindaje han desaparecido. Aparentemente la crisis tendrá efectos devastadores sobre algunos países en desarrollo. La recesión global amenaza, en últimas, con sumergir a muchas economías emergentes.

Los efectos de la crisis no serán uniformes. Unos países sufrirán más que otros. Los más afectados serán los grandes exportadores de materias primas (Rusia, por ejemplo), los dependientes del ahorro externo (Hungría, por ejemplo) y los dependientes del mercado de los Estados Unidos (México, por ejemplo). Algunos países de la periferia podrían experimentar fugas masivas de capital, como consecuencia de la mayor seguridad relativa garantizada en las últimas semanas por los países del centro. En términos locales, la bonanza de confianza podría terminar abruptamente, tal como ocurrió con las bonanzas de materias primas en el pasado. La seguridad democrática y los estímulos tributarios no podrán, llegado el momento, detener los capitales.

El caso colombiano es singular. Colombia no es excesivamente dependiente de los precios de las materias primas, del ahorro externo o de las exportaciones a los Estados Unidos pero depende de las tres cosas a la vez. Colombia es vulnerable por acumulación. No va a ser noqueada por la crisis pero podría perder por decisión unánime. La simultaneidad de una caída de los precios de las materias primas, un frenazo de los flujos de capital y una recesión profunda en los Estados Unidos traería consigo inevitablemente una fuerte desaceleración económica. Este escenario no es el más probable. Pero es posible. Y su probabilidad aumenta días tras día.

El Gobierno, sin embargo, parece pensar de otra manera. El Presidente está dedicado a elevar peticiones al cielo con la esperanza de que el Espíritu Santo ilumine a los directores del Banco de la República (sus peticiones no fueron escuchadas). El Ministro de Hacienda, por su parte, sigue aferrado a la ilusión del blindaje. El Gobierno no ha presentado un plan (o un borrador siquiera) de respuesta a la crisis internacional. Pero debería explicar, al menos, cómo piensa financiar el presupuesto del año entrante dada la manifiesta invalidez de sus supuestos (una tasa de crecimiento de 5%, una tasa de cambio de 1.920 pesos por dólar y un precio del crudo de 120 dólares por barril); y qué va a hacer para prevenir el aumento del desempleo dados los despedidos generalizados que anticipan las encuestas de la Andi y Fedesarrollo.

Puede ser mucho pedir. Pero el Presidente Uribe debería renunciar (de una vez por todas) a la posibilidad de una segunda reelección y dedicarse a gobernar, a lidiar con una crisis que requiere medidas concretas, políticas específicas. La retórica optimista del Ministro de Hacienda y las plegarias inocentes del Presidente de la República son inoportunas, casi grotescas ante el tamaño del desafío terrenal.

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Ambigüedad reeleccionista

Esta columna argumenta que algunos de los efectos adversos de la reelección son causados por su mera expectativa. La aprobación de una reforma constitucional con fines reeleccionistas afectaría gravemente la estabilidad institucional, la cultura democrática y la división de poderes. Pero la sola incertidumbre al respecto es perjudicial aun si la reforma no es aprobada. En otras palabras, la mera posibilidad de una nueva reforma constitucional parece haber deteriorado la toma de decisiones y la calidad del gobierno.

Probablemente estamos viviendo el peor momento del gobierno de Uribe. No tanto por la crisis financiera internacional que ha puesto en entredicho los logros económicos, no tanto por la sucesión de conflictos laborales que ha generado un ambiente de zozobra, como por la ausencia de un propósito claro en las iniciativas gubernamentales más recientes. Lo ocurrido con la reforma a la justicia fue lamentable. Algo similar parece estar ocurriendo con la reforma política, una combinación caótica de oportunismo legislativo e indefinición gubernamental. Hace unas semanas, el presidente Uribe manifestó públicamente su preocupación por los efectos de la iniciativa reeleccionista sobre el funcionamiento del Congreso. Pero probablemente los efectos han sido más dañinos sobre la labor del Gobierno. En todo caso, la incertidumbre ha confundido simultáneamente al Gobierno y al Congreso.

Hace ya 170 años, Alexis de Tocqueville llamó la atención sobre las consecuencias adversas de la reelección presidencial: “Si el representante del Ejecutivo se inmiscuye en la lucha política, las tareas de gobierno se tornan en actividades secundarias… las negociaciones y las leyes se convierten en estrategias electoreras y los empleos, en recompensas por los servicios prestados, no a la nación, sino al jefe… Y cuando se acerca el momento de la crisis, el interés particular sustituye al interés general”. Actualmente la reelección del presidente Uribe es una imposibilidad institucional. Pero la mera expectativa de una reforma está teniendo las consecuencias previstas por Tocqueville. La incertidumbre ha distorsionado los incentivos y confundido los propósitos del gobierno de Uribe.

Muchos analistas han interpretado la incertidumbre como una estrategia deliberada para mantener la gobernabilidad en las postrimerías del segundo período. Pero la ambigüedad estratégica no sólo es cuestionable como un medio de coacción política, sino también ineficaz en la ausencia de propósitos claros. El Gobierno puede haber ganado gobernabilidad, pero perdió al mismo tiempo la claridad necesaria para sacarle provecho. La ambigüedad ha creado una especie de santísima trinidad presidencial: Uribe es al mismo tiempo presidente, ex presidente y candidato. Por supuesto, la confusión de roles ha ocasionado la confusión de prioridades.

En últimas, el Gobierno no sabe qué quiere. Ha sido víctima de su propio invento. La ambigüedad estratégica no es una buena idea cuando termina confundiendo al propio estratega. Como escribió el mismo Tocqueville, “para reservarse un recurso en circunstancias extraordinarias, expusieron al país a graves peligros todos los días”.

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Una fábula de la crisis

La crisis financiera internacional ha suscitado toda suerte de interpretaciones. Algunos columnistas criollos han recurrido a las historietas morales, a lo que el fallecido novelista David Foster Wallace llamaba la “claridad moral” de los inmaduros. Para ellos (y ellas), la crisis financiera es una corrección moral, un síntoma de la maldad de los tiempos, de la ética del modelo y la estética de los yuppies.

Pero los fabulistas morales (Pirry sería un buen ejemplo) son buenos para causar indignación. Pero muy malos para explicar el mundo. Generalmente olvidan que muchas miserias humanas son resultado no tanto de nuestros defectos, como de nuestras virtudes. La crisis financiera, por ejemplo, es en parte el resultado de la adhesión al optimismo, del exceso de imaginación, de las ansias de trascender, en fin, de los mismos impulsos que han construido el progreso y la civilización. Un buen ejemplo de esta paradoja puede encontrarse en la remota Islandia, uno de los epicentros de la crisis financiera global.

Por mucho tiempo, Islandia fue una isla inhóspita, habitada por vikingos en retirada, dedicados a malvivir de la pesca del bacalao. Hace apenas unas décadas, Islandia era un país pobre, hambriento. Pero la liberalización financiera lo cambió todo. Una vez privatizados los bancos y liberalizados los capitales, los vikingos despertaron de su letargo y salieron a tomarse el mundo con plata prestada. Compraron varias compañías europeas, abrieron sucursales bancarias en todo el Reino Unido y adquirieron los locales comerciales más exclusivos de Londres. Hace dos años, un millonario islandés procedió, a la usanza de los tiempos, a comprar un equipo de fútbol inglés, el West Ham.

Por un tiempo, la prensa inglesa saludó con entusiasmo las redadas neovikingas. Los diarios de negocios describían a los nuevos millonarios con expresiones borgianas (“una estirpe de acero y osadía”). Naciones Unidas clasificó a Islandia como el mejor vividero del mundo. Pero la osadía de los islandeses parece haber llegado a un final abrupto. Los principales bancos del país fueron nacionalizados en cuestión de días. La moneda local (la krona) ya no existe. La bolsa de valores fue clausurada. Ni siquiera los funcionarios del Fondo Monetario Internacional, los carroñeros del mundo financiero, quieren ir a recoger los restos de las excursiones vikingas. Gordon Brown, el primer ministro inglés, decidió esta semana congelar los bienes islandeses en Inglaterra mediante una aplicación extraordinaria de la legislación antiterrorista: los vikingos han vuelto por sus fueros.

La historia de los islandeses podría servir para escribir la fábula de una pequeña nación de pescadores que terminó siendo víctima de su propia ambición, que perdió su esencia en la búsqueda de la riqueza. Pero yo prefiero otra interpretación. Por un tiempo los islandeses creyeron, como sus ancestros, en un mundo sin límites, de infinitas posibilidades. Ahora volverán a pescar bacalao, a escampar en casa, como medio mundo, las tormentas ruinosas de la globalización.

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Desplazados y estadística

Esta semana, la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) llamó la atención sobre el aumento en el número de personas desplazadas durante el primer semestre de este año. Codhes reportó que 270.675 personas fueron desplazadas, lo que representa un crecimiento de 41% con respecto al primer semestre de 2007. El Gobierno cuestionó las cifras de Codhes y reportó que el número de desplazados fue muy inferior, de 46.600 personas, lo que equivale una caída de 45% con respecto al año anterior. Las diferencias entre las dos fuentes son abismales. El debate sobre la dinámica del desplazamiento parece ocurrir en un vacío empírico en el cual las partes interesadas acomodan las cifras según sus convicciones políticas.

Las cifras del Gobierno están basadas en el llamado Registro Único de la Población Desplazada. El registro se realiza después de una declaración minuciosa de los hogares sobre el origen y las causas de su desplazamiento. El registro excluye a los hogares que no declaran, a los expulsados como consecuencia de la erradicación o fumigación de cultivos ilícitos y a los provenientes de algunos municipios donde, según el criterio oficial, ya no existen condiciones objetivas para el desplazamiento. Los desplazados del Bajo Cauca, por ejemplo, no son tal para el Gobierno. Algunos expertos consideran que las cifras oficiales más recientes subestiman el número de desplazados por cuenta de exclusiones equivocadas o políticamente motivadas.

Las cifras de Codhes son menos transparentes que las cifras oficiales. Las fuentes de información son desconocidas. En teoría, la información es proporcionada por organizaciones no gubernamentales y autoridades locales, y complementada con los reportes de 34 periódicos, diez revistas y varios noticieros de televisión. Codhes denomina a este método extraño de recopilar información “estadística por consenso” (casi un oxímoron). Las cifras están plagadas de dobles y triples contabilidades. Los hogares que regresan a sus sitios de origen no son excluidos de las bases de datos. Si salen, regresan y vuelven a ser desplazados, son contados dos veces. En algunos municipios, la población desplazada es mayor que la población total en el período inicial. Los campesinos del Bajo Cauca que regresaron a sus veredas siguen siendo desplazados en la contabilidad de Codhes.

Los deslices estadísticos del Gobierno han sido denunciados de manera repetida. Pero los de algunas organizaciones no gubernamentales son usualmente exculpados sin mayor debate. Codhes usa la estadística como arma retórica. Construye ficciones aritméticas para darle mayor eficacia a un discurso político. O simplemente miente con exactitud. Los pensadores dobles de la izquierda denuncian, con razón, las ligerezas estadísticas del Gobierno, pero celebran la misma práctica cuando, como en el caso de Codhes, favorece a su discurso político. La honradez intelectual no tiene muchos adeptos en este país.

El debate sobre las cifras de desplazados llama la atención sobre un hecho general. Tristemente los colombianos parecemos obligados a escoger entre las mentiras de José Obdulio Gaviria (los desplazados son migrantes) y las de Codhes (los desplazados deben contarse varias veces). No sé qué pensaran los lectores, pero yo me niego a aceptar esta forma extrema de polarización, esta disyuntiva extraña entre una mentira y otra.

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Capitalismo romántico

En las ciencias sociales, existe una tradición intelectual dedicada a romantizar la pobreza. Cientos de antropólogos han escrito miles de etnografías que exaltan la superioridad moral o la alegría vital de los pobres. La pobreza, dicen, protege a los hombres de la corrupción y la neurosis del dinero. Pero las visiones románticas de la pobreza no son dominio exclusivo de los antropólogos y los sociólogos. Los economistas, liderados por el peruano Hernando de Soto, han construido su propia visión idealizada de la pobreza. En esta visión, los pobres son empresarios naturales que sólo necesitan un pequeño estímulo en la forma de crédito y títulos de propiedad para dejar atrás sus carencias y limitaciones. El hombre nace empresario, sugiere de Soto, pero las malas instituciones corrompen la vitalidad capitalista.

En la visión romántica del capitalismo, la clave del desarrollo consiste principalmente en potenciar el espíritu innovador de los trabajadores informales, en formalizar el rebusque, en entregarles crédito y derechos de propiedad a millones de empresarios en ciernes. Todo esto suena bien y parece simple (puede incluso explicársele a Juanes en pocos minutos). Pero tiene un problema. Es falso. O, al menos, ilusorio. Los investigadores que han estudiado los empresarios informales han encontrado, una y otra vez, el mismo hecho irrefutable: la falta de innovación, la redundancia del capitalismo popular. El rebusque significa, literalmente, que todos buscan en el mismo sitio, que los negocios populares son reiterativos. Las tiendas de barrio se repiten con una frecuencia ineficiente, casi predatoria. Los mototaxistas pululan por todas partes, peleando por los mismos clientes, presos de la misma idea, de un negocio pobremente redundante. O redundantemente pobre.

A pesar de todo, la visión romántica tiene gran acogida. El emprendimiento recibe innumerables recursos, tanto públicos como privados. Muchas organizaciones están dedicadas a promover el espíritu emprendedor, a complementar la supuesta vitalidad capitalista con dosis mínimas de contabilidad, finanzas o principios de administración. Los promotores parecen muchas veces psicoanalistas apasionados, dispuestos a despertar la pasión emprendedora y a extirpar la obsesión malsana con un empleo formal, con la figura paternal del jefe. Pero los hechos del mundo parecen darles la razón a quienes sueñan con un empleo. En medio de la pobreza generalizada de la ciudad india de Udaipur, el economista Abhijit Banerjee encontró que las familias con signos ciertos de progreso (un nuevo techo de metal corrugado, una moto en el patio, una niña con uniforme almidonado, etc.) tenían todas una característica común: uno de sus miembros trabajaba en la única industria del pueblo, una fábrica de cinc. Un empleo formal es, después de todo, un escape propicio de la pobreza.

Lo pequeño no es hermoso. Es improductivo. Los economistas Rafael La Porta y Andrei Shleifer mostraron recientemente que las diferencias de productividad entre los pequeños negocios y las grandes empresas son abismales. La clave no está en la formalización, ni en la legalización, ni siquiera en el acceso al crédito de las empresas informales. La clave está en la aparición de empresas grandes. O en la desaparición gradual de los negocios pequeños e improductivos. En fin, el romanticismo del emprendimiento, la idea extraña de que existe un Bill Gates agazapado en cada uno de nosotros, es una gran falacia, un sendero improbable hacia la prosperidad.

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Crisis sin remedio

La crisis financiera internacional ha suscitado toda suerte de interpretaciones. Los políticos han optado por el moralismo, por la denuncia indignada en contra de la ambición desmedida de los banqueros. Muchos economistas han denunciado la laxitud regulatoria que permitió los excesos de Wall Street. Los mercados financieros, argumentan, necesitan un vigilante omnipresente que supervise cada movimiento. Los historiadores señalan, de otro lado, la ligereza de estas interpretaciones; en su opinión, la crisis actual no refleja ni la inmoralidad de los tiempos, ni el fracaso de un modelo económico, ni la inoperancia de algunas agencias estatales. La crisis, dicen, simplemente pone de manifiesto una característica permanente del mundo financiero: la inestabilidad. Desde una perspectiva histórica, la ordinariez de lo extraordinario es evidente, casi un lugar común.

El historiador económico Charles P. Kindleberger realizó un recuento exacto, casi obsesivo, de las crisis financieras desde los inicios del capitalismo. En el siglo XIX, las crisis se repetían con regularidad pasmosa, llegaban con la puntualidad mecánica de los cometas, aparecían cada diez años trayendo las noticias del fin del mundo. Los historiadores han identificado crisis profundas en 1825, 1837, 1857, 1866, 1873 y 1882. En cada ocasión, los observadores contemporáneos decían lo mismo: “Nunca antes se vio una catástrofe semejante”, “la peor tormenta financiera del siglo”, “el más grande ciclo especulativo de la historia”, etc. Cada crisis era recibida como un evento único, excepcional. El resplandor del presente borraba de la vista la perspectiva de la historia.

Lo mismo ha ocurrido recientemente. Las crisis son recurrentes pero los análisis más conocidos carecen de sentido histórico. “La explosión de la burbuja de la Bolsa mostró que la llamada nueva economía tenía mucho de histeria… la bancarrota de Worldcom’s es la más grande de la historia, la caída de la Bolsa es la peor en décadas”, escribió Joseph E. Stiglitz hace varios años con respecto a la crisis de comienzos de esta década. Stiglitz denunció la patología del optimismo desmesurado y la exuberancia irracional de los años noventa. Culpó a las autoridades económicas de la catástrofe. Pero nunca señaló que, más allá de las políticas, de la doctrina económica imperante, las crisis financieras son una constante, una característica inherente del negocio financiero.

Como sugirió esta semana el columnista David Brooks, esta crisis tampoco cambiará el mundo. Seguramente la concentración del sector financiero aumentará y la actividad económica estará deprimida por algún tiempo (dos años es el promedio). Pero, después de un tiempo, la destrucción creativa preparará el camino para un nuevo comienzo. En diez años, una nueva crisis llegará con los estruendos de siempre. Y los analistas dirán, nuevamente, que se trata de la peor de la historia.

La ciencia económica no parece tener el remedio para las crisis financieras. En el futuro, tal vez, la medicina logré una cura definitiva. Según una publicación reciente de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos, muchos financistas poseen un exceso de testosterona que aumenta su tendencia a tomar riesgos. Cuanto mayor es la volatilidad, más grande es el nivel de testosterona, lo que implica un mayor apetito de riesgo y una pérdida en la habilidad de tomar decisiones racionales. Las crisis, en últimas, son una patología recurrente, un exceso de entusiasmo y agresividad que, dígase lo que se diga, no parece tener un remedio conocido.

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Un gobierno agotado

Mucho se ha especulado acerca de los motivos que llevaron al presidente Uribe a no postularse para una segunda reelección. Algunos políticos de la oposición han señalado que decidió renunciar a la postulación con el fin de evitar una derrota electoral en el referendo.Varios periodistas han dicho que la renuncia fue el resultado de la presión internacional, de las opiniones reiterativas de algunos medios extranjeros en contra de la reelección. Otros incluso han mencionado el desgaste físico, el cansancio inevitable después de muchos años dedicados a la tarea ardua de la administración pública. Yo quiero presentar una hipótesis distinta, complementaria con las anteriores. Consciente o inconscientemente, el presidente Uribe parece haber aceptado que su gobierno ya hizo lo que tenía que hacer, que su gestión parece agotada por falta de tema, por sustracción de materia.

El presidente Uribe llegó al poder con una serie de objetivos concretos, entre los que figuraban la necesidad de recuperar la seguridad, restablecer la confianza y reformar varias agencias y empresas estatales. En poco tiempo, el control del territorio nacional fue restablecido, el clima de inversión mejoró ostensiblemente y muchas empresas públicas fueron reformadas o vendidas. El Gobierno consiguió la aprobación de varias reformas económicas y sociales, algunas de ellas inaplazables. Pero, con el tiempo, la agenda se fue agotando. El impulso inicial perdió dinamismo como consecuencia, en parte, de las crecientes fricciones políticas. En los primeros años, se acumulaba poder para gobernar; en los últimos, se ha gobernado para acumular poder.

Actualmente la agenda reformista es casi inexistente. En materia económica, por ejemplo, no hay iniciativas nuevas. Las propuestas brillan por su ausencia. La respuesta del Gobierno a la desaceleración y al aumento del desempleo ha sido insistir en lo mismo, en la necesidad de promover la inversión como el fin último de la política económica. Los problemas han cambiado. El clima de inversión ha mejorado significativamente. Pero el Gobierno sigue reiterando el mismo diagnóstico, recetando los mismos remedios y repitiendo hasta el cansancio el mismo discurso de los tres pilares: la seguridad democrática, la confianza inversionista y la cohesión social.

Incluso las reformas de la política y la justicia, las iniciativas promovidas actualmente con mayor ahínco, lucen irrelevantes. Algunos de los cambios propuestos tienen sentido individualmente. Pero, en conjunto, ambas reformas parecen remiendos institucionales sin un objetivo claro. El sector salud necesita un cambio de fondo pero el Gobierno parece desentendido del asunto. La única propuesta de reforma vino, paradójicamente, de la Corte Constitucional. Esta semana el Gobierno anunció una propuesta para hacer frente al problema del empleo. Pero la propuesta no proponía nada nuevo más allá de los mismos subsidios. En suma, la capacidad propositiva está agotada.

El anuncio del presidente Uribe es una buena noticia para la democracia colombiana. No sólo por las razones obvias, por la necesidad de la alternación, del cambio de mando, sino también por la urgencia de la renovación programática, de propuestas diferentes, de reformas atrevidas, de nuevas ideas que superen el letargo reformista en el que ha caído el Gobierno. Después de seis años, el Presidente y algunos de sus ministros parecen quemando tiempo. O por lo menos, dedicados a lo mismo, a gobernar con piloto automático.