All Posts By

administrador

Sin categoría

Plan de Choque

La noticias económicas pasaron esta semana a un segundo plano en medio de la obamanía, de la avalancha de noticias internacionales. Pero los lectores acuciosos de la prensa colombiana seguramente notaron la contradicción aparente, la diferencia (en tono y sustancia) entre lo dicho, al comienzo de la semana, por el Ministro de Hacienda y lo manifestado, días más tarde, por la Directora del Departamento Nacional de Planeación. Las noticias económicas suelen ser confusas. Pero la confusión se multiplica cuando las autoridades económicas presentan cifras engañosas, recurren a la contabilidad creativa, a los artilugios aritméticos para ensombrecer la realidad.

“Hueco fiscal de 5,5 billones de pesos en 2009, anuncia el Ministro de Hacienda”, reportaron los diarios económicos al inicio de la semana. En una rueda de prensa, el Ministro de Hacienda manifestó, con cifras en la mano, que la desaceleración de la economía y la devaluación de la moneda descuadraron las cuentas fiscales y obligaron al Gobierno a recortar el gasto (en 2,5 billones) y a aumentar el déficit (en 3,0 billones). El Ministro no anunció nuevos gastos, ni planes de choque, ni grandes inversiones. Simplemente afirmó, en tono prudente, que confiaba en que las obras de infraestructura presupuestadas, decididas mucho antes de la crisis mundial, pudieran ejecutarse sin contratiempos.

“Plan de choque por 55 billones de pesos en 2009, anuncia la Directora de Planeación”, titularon los mismos diarios a mediados de la semana. En un comunicado oficial, la Directora de Planeación presentó un largo inventario de obras de infraestructura (públicas y privadas) que, supuestamente, constituyen la respuesta del Gobierno a la crisis mundial. La contradicción entre las dos noticias es evidente. Mientras el Ministro de Hacienda reitera la intención de recortar el gasto, la Directora de Planeación anuncia un gran plan de inversiones en infraestructura. El primero predica la prudencia, la segunda promociona la exuberancia. Y los lectores acuciosos se preguntan qué puede estar pasando.

Lo qué está pasando es muy sencillo. El promocionado plan de choque, la supuesta respuesta a la crisis mundial, es un refrito, una sumatoria engañosa de inversiones decididas antes de la crisis y de proyectos privados que poco o nada tienen que ver con las decisiones del Gobierno. No es que el Plan de Inversiones sea poco realista, como afirmó el diario El Tiempo esta semana, es que es mentiroso. El plan no está diseñado para salvar la economía, sino para confundir la opinión. Uno no puede, por simple lógica, decir que inversiones públicas planeadas y presupuestadas antes de la crisis internacional son una respuesta, una reacción meditada a la misma crisis. O argumentar que las inversiones del sector privado hacen parte de la estrategia del Gobierno. Si uno comienza a inflar las cuentas del plan de choque con inversiones privadas, corre el riesgo de confundir las causas y los efectos, las políticas y los resultados.

Todos los gobiernos mienten. El problema surge cuando las oficinas técnicas, en lugar de aportar soluciones, se convierten en oficinas de prensa; cuando la tecnocracia, en lugar de resolver los problemas, se dedica a maquillarlos; cuando el diseño de la política pública comienza, como en este caso, a confundirse con la demagogia, con la distorsión deliberada de la realidad en servicio de un interés político.

Sin categoría

Licencias poéticas

Esta semana, el poeta William Ospina publicó un ensayo en tres partes (1, 2 y 3) sobre los logros y los extravíos de la revolución cubana. Ospina repite casi al pie de la letra la historia oficial, contada, como es usual, en tres capítulos: el pasado indigno de la dominación imperial, el presente heroico de las dificultades materiales y el futuro promisorio de un pueblo que ama su revolución. Pero el ensayo es más interesante por lo omitido que por lo enunciado.Los silencios del poeta son más elocuentes que sus palabras. William Ospina no hace ninguna alusión al acoso sistemático sufrido por los intelectuales y artistas cubanos que se atreven a pensar distinto, a las restricciones a la libertad de expresión que han imperado por décadas en la isla, a las arbitrariedades de un Estado policial e intolerante.

El silencio del poeta es extraño. Inexplicable. Hace apenas unas semanas, Ospina escribió una denuncia vehemente contra las intenciones (aberrantes, por cierto) de la Fiscalía de enjuiciar a la dramaturga Patricia Ariza. “Aunque sea torpe y absurdo el cuento que te han montado —escribió Ospina en tono epistolar— no significa que no sea peligroso, en un país donde tanta gente se ha visto arrojada al exilio por sus opiniones”. “Esas campañas de hostigamiento no dejan de ser el homenaje que la barbarie le rinde a la inteligencia, que los inquisidores les rinden a los espíritus libres…”, reiteró el poeta. En Cuba, mucha gente ha sido encarcelada por sus opiniones, los espíritus libres han sido perseguidos por inquisidores uniformados, la barbarie ha conspirado contra la inteligencia, etc. Pero el poeta no se inmuta, su solidaridad parece parcelada por los límites artificiales de la ideología.

Ospina olvidó la lección de su maestro, Estanislao Zuleta, quien invitaba a sus discípulos a seguir los preceptos del racionalismo, a ser consecuentes en sus opiniones. Si el acoso estatal es malo en Colombia, tiene que ser malo en Cuba, donde hay más periodistas encarcelados que en cualquier otro país con la excepción de China. Si el acoso torpe a Patricia Ariza es condenable, el hostigamiento sistemático al poeta cubano Raúl Rivero tiene que serlo aún más. “¿Qué buscan en mi casa estos señores?”, pregunta Rivero. Y él mismo responde: “Ocho policías / en mi casa / con una orden de registro, / una operación limpia, / una victoria plena / de la vanguardia del proletariado / que confiscó mi máquina Cónsul, / ciento cuarenta y dos páginas en blanco / y una papelería triste y personal / que era lo más perecedero /que tenía ese verano”.

Pero Ospina no parece preocupado por estos asuntos policiales. “Tal vez el problema principal de Cuba no es de gobierno sino de recursos”, dice sin ambages. Como si las restricciones a la libertad fuesen un asunto de plata, una fatalidad económica más que una política deliberada. La omisión de los excesos del régimen cubano revela, creo yo, una sensibilidad impostada. Las expansiones líricas del poeta, tan frecuentes, parecen, entonces, arrebatos publicitarios hechos a la medida de una ideología, de un partido. En últimas, el poeta mostró esta semana que, después de todo, se siente a gusto en el papel modesto de propagandista.

Sin categoría

En defensa de Petro

¿Puede un senador de izquierda a llegar a un acuerdo programático, a un entendimiento parcial con un católico recalcitrante? ¿Puede un miembro de la oposición tener una colaboración constructiva con los partidos de la coalición oficialista? La mayoría de los comentaristas políticos colombianos han respondido negativamente a los dos interrogantes planteados. Casi todos han fustigado al senador Gustavo Petro por su intención de ampliar el círculo, de propiciar un diálogo preliminar con sus adversarios ideológicos. Petro, dicen, ha renunciado a sus principios. Lo suyo, insisten, más que una concesión, es una abdicación.

Muchos columnistas nacionales sufren de lo que podría llamarse un exceso de suspicacia. Para ellos, los acuerdos suprapartidistas son imposibles. O mejor, sólo son concebibles los acuerdos burocráticos, las transacciones odiosas de puestos y contratos. “Sólo les importan los puestos…, no los principios liberales”, escribió recientemente Ramiro Bejarano. Practican “la penosa gimnasia pragmática de olvidar sus principios y obtener puestos y ventajas”, afirmó Daniel Samper. “Los partidos de la oposición se comprometieron mayoritariamente con este personaje a cambio de cupos en la Procuraduría”, reiteró Cecilia Orozco. En la política colombiana, se supone, sólo hay acuerdos de intereses. Los entendimientos programáticos son imposibles de antemano.

Para la mayoría de los comentaristas, todo acuerdo representa una renuncia, una traición a las convicciones propias por cuenta de apetitos clientelistas o ambiciones personales. Toda negociación es considerada sospechosa, éticamente cuestionable. La buena política es definida (implícitamente) como la lucha infatigable entre ideas o doctrinas mutuamente excluyentes. La confrontación es encomiada, vista como la adhesión honesta a unos principios irrenunciables. Y la lucha política es puesta por encima de la tolerancia y la civilidad. Los críticos de Petro se sienten, por lo tanto, con el derecho de recurrir a los golpes bajos. Mencionan de manera oportunista su pasado violento, pretendiendo insinuar que la violencia y los acuerdos políticos hacen parte del mismo patrón inaceptable.

Pero Gustavo Petro sólo está actuando de manera razonable. Una actitud razonable, argumenta el filósofo John Rawls, debe ser flexible y debe propiciar, al mismo tiempo, la cooperación constructiva. Debe dejar atrás la presunción de que todas las ideologías son excluyentes, el supuesto de que todos los acuerdos son abdicaciones y la creencia de que la confrontación es permanente y definitiva. Petro entiende que la política está hecha de principios, pero también de algo más. Pero, en Colombia, el realismo político es un pecado. Los clérigos de la opinión defienden la inflexibilidad como una virtud suprema, el radicalismo como un atributo superior.

En medio de la polarización y la mezquindad de la política colombiana, las actitudes razonables son cada vez más escasas. Muchos críticos de Petro, a pesar de un manifiesto compromiso con las ideas liberales, predican la intolerancia. La política, parecen creer, no resiste los acuerdos. La única doctrina posible, suponen, es la del odio, el resentimiento y la confrontación.

Sin categoría

Gasolina cara

La calma de fin de año, la tranquilidad habitual de la temporada, se vio interrumpida por un anuncio inverosímil. El Gobierno Nacional, en cabeza del ministro de Minas y Energía, Hernán Martínez, anunció, sin mayores aspavientos, como si se tratase de un asunto rutinario, que los precios de la gasolina y el acpm permanecerían congelados durante el primer trimestre de 2009. El eufemismo oficial no logró esconder la rareza del asunto: mientras los precios de los combustibles han caído en todo el mundo, en Colombia el Gobierno decidió frenar la caída con el propósito de crear un fondo de estabilización.

Esta decisión es casi un ejemplo de libro de texto de mala economía. Según el Ministro de Minas, “básicamente lo que se guarda en el fondo es para poder devolverlo a los colombianos en el momento en que el precio suba nuevamente”. Precisamente cuando los economistas del mundo entero pregonan la importancia de las políticas anticíclicas y el desempleo interno comienza a crecer rápidamente, el Gobierno decidió, en un extraño impulso antikeynesiano, crear un mecanismo de ahorro forzoso. El Gobierno, en otras palabras, optó por restringir la capacidad adquisitiva de los hogares, cuando debería estar haciendo lo contrario. Desde una perspectiva macroeconómica, el fondo de estabilización, casi sobra decirlo, no pudo haberse creado en un peor momento.

La decisión del Gobierno no sólo es cuestionable desde un punto de vista económico; también lo es desde una perspectiva institucional. Varios analistas han interpretado la medida como una reforma tributaria encubierta, como una forma subrepticia de aumentar los ingresos corrientes sin afrontar la necesaria controversia legislativa. Uno podría argumentar, alternativamente, que el fondo de estabilización es simplemente una manera indirecta de resolver los problemas de financiación del presupuesto de 2009. El fondo seguramente invertirá sus recursos en títulos de deuda pública, constituyéndose, por lo tanto, en una fuente expedita de recursos de financiamiento. Paradójicamente, el ahorro forzado del público terminaría simplemente financiando al Gobierno.

Por último, la decisión oficial le resta legitimidad a la igualación de los precios internos y los precios internacionales de los combustibles líquidos, una política impopular pero conveniente tanto fiscal como ambientalmente. La gente asumió a regañadientes el aumento de precios. Y cuando iba a recibir algún beneficio, el Gobierno cambió intempestivamente las reglas de juego: manifestó primero que necesitaba recursos adicionales para atender a los damnificados del invierno y más tarde anunció, sin ningún reato, la creación del fondo. Las consecuencias políticas de tal arbitrariedad son preocupantes. La confianza en el Estado y en la política económica, un activo fundamental, podría verse seriamente afectada.

El congelamiento de los precios puede ser un indicio de un problema más serio, de la improvisación en la toma de decisiones al interior del gobierno. O peor, del aislamiento presidencial. “Las buenas ideas no se discuten”, dice repetidamente el presidente Uribe. El problema es cuando las malas ideas, como en este caso, dejan igualmente de discutirse.

Sin categoría

Mentiras

El hombre es un animal que dice mentiras. Y que cree en las mentiras, tanto en las propias como en las ajenas. “Después del invento de las gafas detectoras de mentiras vino el derrumbe de la civilización”, pronostica uno de mis cuentos breves favoritos. Y no podría ser de otra manera. El castillo de alianzas y componendas, de maquinaciones y manipulaciones, se derrumbaría irremediablemente sin el cemento providencial de las mentiras. Las estratagemas del príncipe perderían su poder. Las instituciones públicas y privadas se quedarían sin sustento. En suma, el equilibrio precario de la civilización depende de la oferta y demanda de mentiras, de los manipuladores y los manipulables.
Pero hoy no quiero hablar de la macroeconomía de las mentiras (ya habrá tiempo para ello) sino de la microeconomía de la falsedad. El ser humano es un consumidor de mentiras, de espejismos, de promesas falsas, de ilusiones etéreas. Los estafados en las pirámides siguen creyendo, con la fe ciega de la especie, en las promesas imposibles de los estafadores. Los votantes reniegan de las promesas de los políticos pero, cada elección, con increíble inocencia, renuevan su credulidad. La demanda por mentiras crea su propia oferta de estafadores y culebreros.

Pero el comercio de mentiras también ocurre al interior de cada quien. Los seres humanos somos especialistas en mentirnos a nosotros mismos. La razón fabrica las mentiras pero no las detecta. En las postrimerías de un nuevo año, con la esperanza de un nuevo comienzo, muchos hacemos promesas, elaboramos planes, trazamos proyectos, etc. Y por supuesto nos creemos el cuento. No nos damos cuenta de que, llegado el momento, los proyectos imaginados lucirán menos atractivos y los propósitos de Fin de año se convertirán, consecuentemente, en una mentira más.

«El hombre planea y Dios se ríe”, dice un proverbio judío. Planear, al fin de cuentas, es fácil. Lo difícil es ejecutar los planes. Cuando planeamos somos racionales, sopesamos sabiamente los costos presentes y los beneficios futuros. Pero cuando ejecutamos lo planeado, somos impacientes, impulsivos, gastamos, comemos o bebemos más de la cuenta. Y para tranquilizar nuestra conciencia, mentimos nuevamente, volvemos a hacer propósitos irrealizables. “El hombre ejecuta y el diablo disfruta”. El ejecutor no sólo contradice al planeador; también lo utiliza convenientemente para paliar sus desvaríos. Los planes, sobra decirlo, son poco más que mecanismos de defensa.

Los monos tamarin, habitantes de la selva amazónica, son incapaces, en experimentos controlados, de esperar ocho segundos para triplicar el tamaño del premio, de la ración de frutas ofrecida estratégicamente por el experimentador. Los tamarin son presa fácil de sus impulsos de corto plazo. Viven irremediablemente en el presente, en un mundo sin planes, sin mentiras terapéuticas, sin mecanismos de defensa. Son una especie triste que todavía no ha aprendido, para su desgracia, a mentirse a sí misma, a paliar la infelicidad del mundo con el expediente providencial del autoengaño.

Sin categoría

Caudillos

El ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso señaló recientemente que Suramérica parece estar dividiéndose inexorablemente en dos bloques. Los países del primer bloque, Chile, Brasil y Perú, entre otros, comparten, en opinión de Cardoso, un compromiso firme con la democracia liberal, la estabilidad institucional y la modernización económica. Estos países, todavía de manera dispareja, están integrándose con el mundo, consolidando una burguesía empresarial productiva y una clase media ambiciosa. Todavía no somos el primer mundo, dice el economista brasileño Mailson da Nobrega, pero Brasil salió ya del tercer mundo.

El segundo bloque, formado entre otros por Argentina, Ecuador y Venezuela, ha optado por otro modelo; ha desdeñado la democracia liberal y la estabilidad institucional y ha propiciado la multiplicación de buscadores de rentas y clientelas políticas. “Los jefes de Estado –escribió recientemente el comentarista francés Guy Sorman– no son más que caudillos rodeados de clientes que esperan algún favor. La redistribución del petróleo, de los minerales, de los dineros y empleos públicos hace las veces de economía y reemplaza el desarrollo”. Inicialmente los caudillos providenciales despiertan un fervor unánime, casi reverencial. Pero la euforia se transforma tarde o temprano en desencanto. Los caudillos, sobra decirlo, siempre terminan mal.

¿Dónde está Colombia? ¿En el primer bloque o en el segundo? ¿Del lado de la modernidad o del lado del caudillismo? Esta semana, el Gobierno definió buena parte de la cuestión. En la noche del miércoles, en medio de un zafarrancho legislativo, el Gobierno mostró que está dispuesto a atropellar las instituciones con el propósito (antes soterrado ahora explícito) de consolidar un proyecto personalista. La acumulación de poder se presentó como un hecho ineludible, como el resultado natural del fervor popular. El caudillo, se dice, no desea el poder pero no puede contrariar el clamor unánime de su pueblo, ni despreciar la petición escrita de millones de firmantes. No importa que hayan sido reclutados con dineros sospechosos o inexplicados.

Pero el caudillismo no termina con la reelección. El Gobierno, para citar sólo un ejemplo reciente, ni siquiera se tomó la molestia de justificar por escrito la reciente declaración de emergencia social. En el pasado, los decretos de emergencia contenían argumentos exhaustivos, de varias páginas. Ahora el Gobierno reclamó facultades legislativas sin motivarlas, como si la voluntad del caudillo fuese una razón definitiva. En materia económica, el Gobierno va en camino de consolidar un modelo redistributivo como el descrito por Guy Sorman. Gobernar es repartir. O redistribuir en favor de las clientelas.

Las Farc impidieron que en Colombia surgiera un caudillo de izquierda pero han propiciado, paradójicamente, la aparición de un caudillo de signo contrario. En su afán por evitar la llegada al poder de un émulo de Hugo Chávez, el presidente Uribe podría terminar transformándose en lo mismo, en un caudillo que represente precisamente lo que pretende combatir.

Sin categoría

Sin paraíso, no hay tetas

La crisis de la economía mundial parece cada vez peor. Las malas noticias se superponen día tras día. Los buenos tiempos, las épocas felices del consumo conspicuo, de las extravagancias sin reproche, terminaron abruptamente. El mundo sufrirá, ya no hay duda, la mayor resaca en muchas décadas. Los analistas han aceptado la nueva realidad, la desinflación de todas las variables, con una especie de resignación malhumorada. Muchos han dejado de especular sobre las causas de la crisis y han pasado a examinar sus consecuencias, sus efectos sobre los hábitos y las decisiones de la gente. Las crisis, después de todo, cambian a los hombres.

Los cambios más obvios tienen que ver con el consumo. Los centros comerciales todavía congregan a millones de personas atraídas por los artificios luminosos de la temporada. Hace unos días, un consumidor gringo murió aplastado, como cualquier peregrino musulmán, por una muchedumbre exaltada que perseguía la salvación en la forma de una ganga. Una estampida capitalista, dirán los críticos del sistema, es una forma triste de morir. Pero más allá de las anécdotas, los consumidores han dejado de gastar. Conservan intacta su fe. Pero perdieron el entusiasmo. O al menos la confianza, el gusto adquirido de gastar por gastar.

La pérdida de confianza es sólo uno de los efectos de la crisis. Muchas costumbres domésticas también han cambiado. La prensa mundial informa, con cierta ironía, que el adulterio está en retirada. El New York Times reportó esta semana que la demanda por servicios sexuales (el eufemismo es copiado) ha disminuido sustancialmente. Aparentemente las únicas prostitutas capaces de conservar a sus clientes son las que fungen de psicoanalistas, las que participan, junto con los profesores de yoga, los entrenadores personales y los peluqueros locuaces, en el creciente mercado de “terapistas” informales. Los banqueros de inversión, quién lo creyera, ya no quieren diversión, sino compañía.

Y con el cambio de costumbres viene el cambio en las preferencias. Los psicólogos han notado, desde hace un tiempo, que los gustos se tornan más conservadores durante las épocas de crisis. Los hombres buscan protección, prefieren los ambientes seguros, hacendosos. Un investigador de la Universidad de Illinois en Urbana mostró recientemente que el cambio anual del índice Dow Jones y el tamaño del busto de la Playmate del año (un buen compendio de los gustos sexuales de la coyuntura) se mueven al unísono, crecen y decrecen en concordancia (el coeficiente de correlación es de 0,36). Cuando el Dow sube, los bustos se expanden. Y cuando cae, se desinflan. En los buenos tiempos, priman las voluptuosas. En los malos, las recatadas. En suma, sin paraíso, no hay tetas.

Los ciclos capitalistas transforman las costumbres y corrigen algunas extravagancias. La burbuja mundial, el movimiento sinuoso de la economía, no sólo elevó los precios de los energéticos y los alimentos por encima de los límites razonables, sino que convirtió a Pamela Anderson (y a sus miles de imitadoras) en el estándar del gusto y el deseo. Pero con la crisis, el petróleo volverá a los niveles de siempre (40 dólares el barril) y la talla preferida pasará, al menos por un buen rato, del extravagante 38 al recatado 32. Las crisis, ya lo dijimos, cambian a los hombres.

Sin categoría

Proteccionismo empobrecedor

En materia social, las apariencias engañan, los titulares confunden y las opiniones muchas veces difieren de la realidad. Si hoy en día decidiéramos preguntarle a una muestra representativa de ciudadanos o a un conjunto diverso de líderes de opinión acerca de la peor noticia del año para los pobres de Colombia, sus respuestas serían similares. Algunos mencionarían el derrumbe de las pirámides. Otros, la crisis financiera. O la desaceleración de la economía. O incluso el aumento del desempleo. Pero pocos señalarían la peor tragedia social de 2008: el crecimiento inusitado del precio de los alimentos.

En lo corrido del año, la inflación de alimentos se ubica por encima de 12%. El precio del arroz, por ejemplo, se ha duplicado. Consecuentemente la pobreza ha aumentado en varios puntos porcentuales. El fenómeno es generalizado, afecta a millones de personas. Pero carece de la espectacularidad de las pirámides. O de la notoriedad de la crisis financiera internacional. Con el derrumbe de las pirámides, pocos (relativamente hablando) lo perdieron todo. Con la inflación de alimentos, todos han perdido un poco: han tenido que cambiar sus hábitos de consumo o dejar de comer o posponer indefinidamente decisiones largamente meditadas.

El aumento del precio doméstico de los alimentos obedece, en buena medida, al crecimiento de los precios internacionales y a los estragos ocasionados por el invierno. Pero algunas decisiones recientes del Ministerio de Agricultura han exacerbado el problema. En el resto del mundo el precio del arroz ha comenzado a caer; en Colombia, por el contrario, sigue subiendo por causa del aplazamiento indefinido de un contingente de importación. El Ministerio de Agricultura dice no tener afán, argumenta que está estudiando de manera cuidadosa los posibles proveedores. Mientras el Ministro degusta pacientemente las distintas variedades de arroz, los precios aumentan y la pobreza se multiplica.

Adicionalmente, el Gobierno decidió imponer un arancel de 25% a la importación de maíz. El arancel había sido desmontado como consecuencia del aumento de los precios internacionales: el Sistema Andino de Franjas contempla un arancel variable que baja cuando los precios suben y sube cuando los precios bajan. Pero el Gobierno decidió deponer el Sistema de Franjas y beneficiar doblemente a los productores. Las razones aducidas son inauditas. Según el razonamiento oficial, el aumento de los precios internacionales abre grandes oportunidades que supuestamente deben afianzarse por medio de aranceles mayores. Es la ley del embudo en versión proteccionista: si los precios externos caen, aumenta la protección, y si suben, pues pasa lo mismo: también aumenta la protección.

El Ministro de Agricultura puede tomar decisiones contrarias al bienestar general amparado en la desidia de los medios y en la desatención del resto de la sociedad. Los intereses politiqueros o gremiales priman impunemente sobre los de la mayoría. Cabe, entonces, llamar la atención, señalar con vehemencia que el Ministro de Agricultura parece empeñado en multiplicar los pobres de este país. Precisamente cuando debería estar haciendo todo lo contrario.

Sin categoría

Delirio

En algún momento, el todo se vuelve mayor que la suma de las partes. Los llamados “casos aislados” no pueden ya considerarse eventos independientes. Surge, entonces, lo que algunos llaman un patrón, una tendencia. En el caso que nos ocupa, la tendencia es clara: el Estado colombiano se ha convertido, en los últimos años, en un vigilante obsesivo de la vida de los ciudadanos, ha asumido el papel odioso del gran hermano: ausculta, escarba, merodea, espía, intercepta, etc. El Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) estuvo siguiendo los pasos de un senador de la oposición. La Fiscalía quiso tener acceso a los archivos privados de las universidades públicas. La misma Fiscalía interceptó los mensajes privados, las conversaciones de todos los días, de algunos periodistas, académicos y funcionarios de organizaciones no gubernamentales. Por un buen tiempo, el gran hermano alimentó su curiosidad paranoide y nadie pareció inmutarse.

Ahora vienen las explicaciones. En relación con el último incidente mencionado, el Fiscal General plantea una hipótesis inquietante: “Esto, más que un ataque de originalidad, tiene todos los visos de estar haciéndoles la tarea a los enemigos de los derechos y las libertades constitucionales”. El Presidente ha insinuado que los funcionarios implicados son aliados del terrorismo, infiltrados que buscan, con sus acciones, enlodar a su gobierno o a la totalidad del Estado. Esta hipótesis no sólo es implausible, sino también circular, carente de lógica. Implica, entre otras cosas, que los desafueros del Estado siempre pueden reducirse a estratagemas de los terroristas.

Probablemente los abusos y las violaciones a las libertades han sido consecuencia del exceso de celo y del afán de resultados de muchos funcionarios. Algunos han actuado espontáneamente. Otros lo han hecho cumpliendo órdenes superiores. Pero todos han estado motivados, en mi opinión, por el discurso y el accionar del presidente Uribe. La obsesión oficial con el terrorismo ha propiciado, en palabras de Hanz M. Enzensberger, “la idolatría histérica del poder estatal y la santificación absurda de las fuerzas del orden”. Y ha creado, al mismo tiempo, un ambiente de desquite, una predisposición paranoide que ve enemigos en todas partes y adivina conexiones en todos lados. “Los terroristas han logrado transferir a buena parte de la sociedad el delirio al que ellos mismos han sucumbido”.

Los grupos terroristas buscan que el Estado suspenda las libertades civiles, quieren crear un monstruo (una especie de Leviatán desaforado) que justifique, en retrospectiva, sus acciones violentas. El Estado que debería ser la solución puede convertirse, entonces, en parte del problema. Los falsos positivos y las violaciones repetidas a la privacidad sugieren que el Estado colombiano se ha convertido, durante los últimos años, en parte del problema. Paradójicamente los terroristas, aunque derrotados, han logrado uno de sus objetivos: han empujado al Estado más allá de los límites de la razón y la cordura.

El Estado no puede contagiarse del delirio de los terroristas. “Ponga precio, rápidamente, a esos bandidos, que esos bandidos se reencarnan y se multiplican”, dijo el presidente Uribe esta semana en la asamblea anual de Fedegán. El delirio colectivo fue inmediato. Las consecuencias, ya lo sabemos, vendrán después.

Sin categoría

Los subordinados

En el año 1990, ocurrió uno de los accidentes aéreos más absurdos de las últimas décadas. El vuelo 52 de Avianca se estrelló en Long Island, a quince millas del aeropuerto internacional John F. Kennedy de la ciudad de Nueva York. En su último libro, publicado este mes, Malcolm Gladwell, uno de los autores más populares de los Estados Unidos, un gran coleccionista de curiosidades, estudió las causas del accidente del vuelo 52. Gladwell argumenta que la causa última del accidente (la causa inmediata es conocida: el avión se quedó sin gasolina) tiene que ver con una falencia cultural de los pilotos, con una característica saliente de su nacionalidad, con el exagerado respeto por la autoridad de los colombianos. El accidente fue, para el autor, una manifestación trágica de la colombianidad.

Gladwell analiza, línea por línea, la conversación de los pilotos en los minutos previos al accidente. Inicialmente el autor llama la atención sobre el lenguaje cauteloso, casi absurdo del copiloto, el villano involuntario de esta tragicomedia. El avión se estaba quedando sin gasolina. La situación era de vida o muerte. Pero el copiloto fue incapaz de desafiar la autoridad de su superior y de los controladores aéreos. Permaneció apegado a un lenguaje oblicuo, lleno de rodeos. Nunca declaró la emergencia. Parecía resignado al destino mortal impuesto por los errores de sus superiores. Hasta el último segundo se mostró obsecuente. Y la obsecuencia tuvo, en este caso, consecuencias fatales.

Pero Gladwell no termina allí. De la anécdota pasa a la generalización sociológica. El copiloto –dice– fue incapaz de escapar al dictado de su cultura, a nuestro respeto inveterado a la autoridad. En Colombia, sugiere Gladwell, las jerarquías son incuestionables, la distancia al poder parece un abismo. Yo dudo de las generalizaciones, de la facilidad con la que muchos autores, incluido Gladwell, incurren en el determinismo sociológico. Pero la anécdota es interesante. Y consecuente, entre otras cosas, con la irritante distinción nacional, sin duda una aberración de nuestro lenguaje, entre los «doctores» y los demás.

Pero el punto que quiero plantear es más político que sociológico. Más que en la crítica social, quiero concentrarme en los extravíos de la administración pública. La anécdota en cuestión sugiere que, en ambientes complejos, cuando la diversidad de puntos de vista es fundamental, la pasividad de los subordinados, su reticencia a desafiar al jefe, puede ser catastrófica. Incluso algunos pilotos incentivan el atrevimiento, les mienten a sus subordinados, les dicen que se sienten mal, que llevan un buen tiempo sin volar con el único objetivo de confundir las jerarquías y propiciar un dialogo horizontal.

Pido disculpas de antemano por la extrapolación. Pero la analogía entre el copiloto del vuelo 52 y los ministros y funcionarios del Gobierno es evidente. La pasividad de los últimos es muchas veces incomprensible. Ningún miembro del equipo económico, por ejemplo, ha cuestionado la idea absurda, expresada innumerables veces por el Presidente, en el sentido de que los controles a los capitales externos blindaron la economía colombiana. En un sentido más general, los ministros parecen incapaces de poner en duda la exuberante improvisación de su jefe. Muchas veces, para reiterar la moraleja de esta historia, los culpables son quienes permanecen impasibles, quienes callan y otorgan: los subordinados, que por rutina y obediencia, vislumbran la catástrofe y agachan la cabeza.