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Más impuestos

Fuero casi seis años de felicidad. De 2003 a mediados de 2008, vivimos en el mejor de los mundos posibles, en un período panglossiano para usar la expresión mordaz del economista uruguayo Ernesto Talvi. En América Latina, todas las economías crecieron a tasas excepcionales; la pobreza disminuyó en los países de izquierda y en los de derecha, en los ortodoxos y en los heterodoxos; las bolsas multiplicaron su valor por cuatro y más veces; la inflación no superó los promedios históricos; las cuentas públicas pasaron del rojo al negro sin que mediaran medidas extraordinarias; en fin, la felicidad fue completa, nadie se quedó por fuera de la fiesta.

La democracia sufre de miopía, de una incapacidad casi incurable para separar lo fortuito de lo deliberado. Cuando el clima es favorable, por ejemplo, los políticos reciben la simpatía de la mayoría que siempre confunde los favores de la naturaleza con las destrezas del gobernante. Envalentonados por su suerte, los gobernantes se autoproclaman artífices de la prosperidad, dueños y señores de la situación y terminan contagiándose de la miopía de los electores. Y comienzan, entonces, a confundir lo permanente con lo transitorio, lo ordinario con lo extraordinario. Así ocurrió durante el período panglossiano.

En Colombia, el Gobierno expandió varios programas sociales con base en unos recursos extraordinarios. En un ejemplo perfecto de miopía fiscal, un gasto permanente fue financiado con recursos transitorios provenientes de un crecimiento excepcional y de unos precios exorbitantes de las materias primas. Al mismo tiempo, el Gobierno decidió devolverle al sector privado algunos impuestos con el fin de estimular la inversión. Las autoridades económicas supusieron que la situación fiscal estaba resuelta, arreglada de una vez por todas. Pero el supuesto equilibrio fiscal fue simplemente un espejismo, una ilusión nacida del período panglossiano.

Ahora el espejismo desapareció. Y comienza la travesía del desierto. El presupuesto del año 2010 tiene un faltante de financiamiento de varios billones de pesos, entre 8 y 10 según algunos cálculos preliminares. Una nueva reforma tributaria es inevitable. La plata no va a alcanzar incluso si la economía vuelve a crecer a las tasas históricas. De manera irresponsable, el Gobierno ha promovido la firma de pactos de estabilidad que eximen a muchas empresas del pago de nuevos impuestos. Estas empresas están blindadas, protegidas de lo inevitable. Y por lo tanto el ajuste vendrá por cuenta de los asalariados. O del IVA. O de ambos.

“Cuando empezaba este Gobierno —ha dicho el presidente Uribe— me decía el Banco Mundial: cuidado, Colombia está perdiendo su viabilidad financiera… a finales de agosto, principios de septiembre de 2002, el ministro Roberto Junguito me dijo que necesitaba congelar gastos por un billón de pesos”. Tristemente seguimos en lo mismo, tratando de cuadrar la caja del Estado con medidas de ocasión. El presidente Uribe todavía se queja, siete años después, de la situación fiscal que recibió en agosto de 2002. Si prosperan sus planes reeleccionistas, recibirá una situación similar en agosto de 2010. Pero ya no tendrá a quién echarle la culpa. O tal vez culpará a las circunstancias externas, a la economía mundial. Pero tarde o temprano los electores le cobrarán la desaparición de su suerte, el final abrupto del mejor de todos los mundos posibles.

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El poder de la estupidez

En las discusiones públicas y en las conversaciones privadas los políticos son usualmente clasificados en dos categorías morales: los buenos y los malos. Los buenos políticos incrementan el bienestar de un grupo de individuos sin causarle daño a nadie. Los malos usan el poder para su propio beneficio y hacen daño en la búsqueda egoísta del lucro personal. Pero esta clasificación es incompleta, deja de lado una categoría esencial, excluye erróneamente a los políticos estúpidos: los que hacen daño sin conseguir nada a cambio. Los malos políticos disminuyen el bienestar colectivo, pero no la hacen en vano, al menos consiguen una ganancia personal. Los políticos estúpidos crean problemas sin razón aparente.

Hace ya varios años, el historiador y economista italiano Carlo M. Cipolla formuló las leyes fundamentales de la estupidez humana. La primera ley postula que en general subestimamos el número de personas estúpidas en circulación. La cuarta que en muchos casos minimizamos el daño causado por la estupidez. En la política, específicamente, tendemos a pensar que la perversidad o la corrupción son las causas de todos los males. Olvidamos que muchos problemas pueden tener una explicación más sencilla: la estupidez. Los actos corruptos son denunciados todos los días. Los estúpidos casi nunca son expuestos o comentados. Esta omisión puede ser muy costosa. La quinta ley fundamental de Cipolla postula que los segundos son más dañinos que los primeros.

Sea como fuere, los políticos estúpidos merecen una mayor atención por parte de los medios de comunicación. Esta columna es resultado de esa convicción. El Concejo de Bogotá aprobó esta semana un proyecto liderado por la concejal o concejala Ángela Benedetti, según el cual todos los documentos oficiales deben usar el mal llamado lenguaje incluyente. En sus pronunciamientos públicos, los funcionarios y los comunicadores distritales deben también obedecer el mandato feminista. “Es necesario —explicó Benedetti con una extraña locuacidad— promover una cultura en las ciudadanas y los ciudadanos de Bogotá para superar estas barreras y promover el uso de un lenguaje incluyente… y superar las barreras que impiden una total realización de la mujer como sujeto de derechos”.

Este proyecto hará aún más ininteligibles los documentos oficiales. Y contribuirá a la trivialización de la política social, a la subordinación del contenido a las formas políticamente correctas, como lo sugiere, por ejemplo, la alusión a los sujetos (y sujetas) de derechos. Muchos funcionarios parecen suponer que la enunciación reiterada de los derechos sociales garantiza su cumplimiento. Finalmente, el proyecto contribuirá a la degradación en el uso del lenguaje: las declaraciones de Ángela Benedetti, citadas anteriormente, hablan por sí solas. Pero hay más. Hace unos meses, un político de izquierda, intimidado por los imperativos feministas, comenzó un discurso soso, todo forma, nada fondo, con un saludo cordial “a los y las personas en la sala”.

Carlo M. Cipolla mencionó varias veces a las feministas militantes como un buen ejemplo de su teoría de la estupidez: no parecen movidas por un impulso maquiavélico o por una estrategia perniciosa, pero terminan haciendo daño. Ensuciando el mundo. Confundiendo las prioridades. No deberían, como dijo el poeta, molestarse, molestándonos.

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El gran debate

Ha sido el debate económico más intenso del año. Nada tiene que ver con la crisis internacional, con el futuro del capitalismo o con el desplome del socialismo del siglo XXI. Concierne a un tema en apariencia menor: la eficacia de la ayuda externa en África. En Colombia, el debate ha pasado desapercibido. Aquí estamos en otro cuento, ocupados de la política interna, de las declaraciones del presidente Uribe, quien paradójicamente pretende clausurar el debate económico, “crear conciencia sobre la necesaria estabilidad de las normas laborales y tributarias”, como si en este país ya se hubiera hecho todo lo que había por hacer.

De un lado de la discusión sobre el futuro de África están los nuevos misioneros, los bienpensantes del desarrollo encabezados por el cantante Bono y el economista Jeffrey Sachs. Los misioneros piensan que el atraso de África es un resultado de la lluvia, de los mosquitos, del clima, de la latitud; en fin, de una serie de factores exógenos que sólo pueden remediarse con ayuda externa. El atraso, sugieren los misioneros, es un asunto moral, una responsabilidad de los hombres blancos que tienen en sus manos (o mejor, en sus bolsillos) el remedio para el sufrimiento de cientos de millones de personas. Cambiar el mundo requiere, en últimas, enfilar los corazones, despertar a los indiferentes, levantar a los aletargados, etc. La tarea perfecta para un cantante de rock.

Del otro lado del debate están los escépticos encabezados, entre otros, por el economista William Easterly y la banquera de inversión africana (convertida en antipredicadora) Dambisa Moyo, autora de un libro sobre ayuda externa que tiene, al menos, el mérito de haber encendido la polémica. Los malpensantes dudan de la influencia de la geografía y ponen el dedo en una llaga más dolorosa: los malos gobiernos y la corrupción. La ayuda externa, dicen, es inocua en el mejor de los casos y perjudicial en el peor; termina muchas veces alimentando la corrupción y les quita a los africanos un papel esencial: el de protagonistas de su propio destino. “Nunca —escribió Moyo recientemente— los políticos o funcionarios africanos ofrecen una opinión sobre lo que debería hacerse… Esta importante responsabilidad ha sido delegada, para todos los propósitos prácticos, en unos músicos que no viven en África”.

Sachs ha acusado a Moyo de crueldad: “recibió varias becas para estudiar en Oxford y Harvard, pero no ve nada de malo en quitarle diez dólares en ayuda a un niño africano para un anjeo antimalaria”. Moyo, por su parte, ha acusado a Sachs de falta de honradez intelectual, de promover una teoría del desarrollo superficial y en últimas contraproducente: “los africanos no necesitamos simpatía: necesitamos empleo”, ha dicho repetidamente.

Esta polémica es relevante para la discusión nacional, cada vez más urgente, sobre las causas del atraso de algunos departamentos o regiones colombianas. Mayores recursos son seguramente necesarios. Pero la ayuda es insuficiente cuando las causas del atraso son institucionales, no simplemente geográficas. Como bien ha escrito William Easterly, “Mugabe le ha hecho más daño a Zimbabue que los mosquitos”.

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Uribemanía

Entre lunes y viernes de la presente semana, este diario publicó 45 columnas de opinión. Sesenta por ciento aproximadamente, 28 de las 45, mencionaron explícitamente al mismo personaje, al objeto de la obsesión nacional, al presidente Álvaro Uribe. En la edición del martes, por ejemplo, las noticias y las columnas parecían todas variaciones —a veces insólitas— sobre el mismo tema: “Uribe debe quedarse”, “Los uribistas son brutos”, “Que se tenga de atrás Uribe”, etc. Pero la uribemanía no es sólo un capricho de El Espectador. De las 33 columnas publicadas en la edición impresa del diario El Tiempo en los primeros cinco días de esta semana, la mitad tenía que ver con Uribe. En la Colombia de hoy, la opinión es la misma noticia.

Históricamente este país ha vivido obsesionado con el mandatario de turno, con sus palabras y sus silencios, con sus acciones y sus omisiones. “En Colombia, el Presidente lo es todo. Colombia nada es sin él. Él es el presente, él es el pasado, él es el porvenir. Él es el que parte el pan y él es el que sirve el vino”, escribió el novelista Fernando Vallejo en Años de indulgencia. Pero esta obsesión inveterada ha crecido dramáticamente con el presidente Uribe. El archivo electrónico del diario El Tiempo permite cuantificar la cuestión. En 1996, en medio del escándalo del proceso 8.000, El Tiempo publicó 2.490 noticias y artículos de opinión que mencionaban al presidente Ernesto Samper. En 1999, en medio de las vicisitudes del proceso de paz con las Farc, publicó 1.742 notas que aludían al presidente Andrés Pastrana. El año anterior, en medio de la controversia reeleccionista y los escándalos judiciales, publicó 5.104 noticias y columnas que mencionaban al presidente Álvaro Uribe. En suma, Uribe duplica a sus predecesores.

Paradójicamente la obsesión con Uribe ha crecido con el transcurrir de su mandato. En el pasado la prensa iba perdiendo gradualmente el interés en el mandatario de turno. Como en el amor, el encanto inicial se convertía con los años en indiferencia postrera. En números redondos, Samper comenzó con 1.600 noticias anuales en El Tiempo y terminó con 1.200, Pastrana arrancó con 2.300 y concluyó con 900, Uribe inició con 2.100 y ya va en 5.100 notas anuales. Cada año, Uribe monopoliza más y más la atención de periodistas y opinadores (incluida la de quien escribe).

Desde hace una década, cada semestre, juego con mis estudiantes un ejercicio de coordinación. Escojo una pareja al azar y les pido que, sin comunicarse entre sí, escriban el nombre de un personaje de la vida nacional en una hoja de papel. Si escriben el mismo nombre, ambos ganan un pequeño premio, unas cuantas décimas en una de las evaluaciones semestrales. En los últimos años, el juego ha perdido sentido, se convirtió en un ejercicio trivial. Todos los estudiantes, sin excepción, escriben el mismo nombre: “Álvaro Uribe”. Sobra decirlo, el Presidente se convirtió en un punto focal casi obvio, en un protagonista apabullante de la vida nacional.

El último capítulo del reality de la política colombiana tiene un título extraño: La encrucijada del alma. Ya vendrán cientos de opiniones sobre la duda presidencial. Los analistas especularán sin límites sobre la estrategia o la psicología del presidente Uribe. Yo sólo espero que la ridiculez de este asunto conduzca al hastío, a la mengua de la uribemanía, al fin de la neurosis nacional. Llegó la hora de reducir a Uribe a sus justas proporciones.

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Seguridad sin plata

La financiacipon de la política de seguridad democrática ha suscitado un debate intenso y a veces confuso. Inicialmente el banquero Luis Carlos Sarmiento llamó la atención sobre la necesidad de contar con una fuente permanente de ingresos que sustituya el impuesto al patrimonio. “Todos debemos pagar por la seguridad”, dijo. Seguidamente el presidente Uribe reiteró la importancia de “una renta permanente para seguir financiando la seguridad y poder derrotar todas las raíces del terrorismo, de la violencia, en nuestro país”. Los alcaldes de las principales ciudades del país apoyaron la iniciativa presidencial, pero pidieron una recomposición del gasto militar. Más que soldados en la selva, insinuaron, necesitamos policías en las calles.

El debate de marras tiene dos partes. La primera concierne al tamaño del gasto militar. O más específicamente, a la ausencia de una explicación precisa sobre las necesidades de gasto del Ministerio de Defensa. “¿Dónde está la demostración presupuestal de que esto efectivamente se necesita?”, preguntó esta semana el ex ministro Juan Camilo Restrepo. Pero más allá de las dudas y de la falta de claridad del Gobierno, es improbable que el gasto militar disminuya sustancialmente durante los próximos años. Si acaso, deberíamos esperar una recomposición del gasto, un mayor énfasis en la seguridad ciudadana. Pero no una reducción significativa de los montos reales. En suma, el gasto militar se mantendrá seguramente en los niveles actuales, en los 14 y tantos billones de pesos anuales.

La segunda parte del debate es más compleja. Tiene que ver con el equilibrio de las cuentas fiscales. El tema de fondo no es cómo sustituir el impuesto al patrimonio, sino cómo llenar el previsible hueco fiscal. En esencia, el presidente Uribe está reconociendo, así sea de manera indirecta, la existencia de un desequilibrio en las cuentas públicas más allá del año 2010. Su tercer período podría empezar en rojo, con un faltante presupuestal que requiere, por definición, un recorte de gastos o un aumento de impuestos.

Si aceptamos —como lo ha hecho el presidente Uribe— que las cuentas futuras no cuadran, que falta plata o sobran gastos, surgen de inmediato varias preguntas. ¿Cómo justificar, por ejemplo, los pactos de estabilidad tributaria (que eximen a los firmantes del pago de nuevos impuestos) cuando el mismo Gobierno reconoce que no ha alcanzado la estabilidad fiscal? Uno no debería atarse las manos, dice el sentido común, cuando sabe o sospecha que tendrá que nadar para no ahogarse. ¿Cómo justificar las generosas exenciones (en particular los cuantiosos descuentos a la inversión) cuando el mismo Presidente reconoce la necesidad de más o mayores rentas? Uno no debería, dice también el sentido común, regalar lo que no tiene.

En últimas, este debate sugiere que la seguridad democrática (basada en un aumento permanente del gasto militar) es incompatible con la confianza inversionista (basada en un incremento sustancial y permanente de las exenciones tributarias). Ya el presidente George W. Bush intentó algo parecido. Decidió, hace unos años, regalar impuestos en medio de una guerra muy costosa. Los resultados fueron desastrosos. Ahora el presidente Uribe está haciendo lo mismo. Y los resultados, esperaría uno, no tendrían por qué ser diferentes.

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La política y la guerra

“En Colombia estamos ya en guerra, es decir, en campaña”, escribió esta semana José Obdulio Gaviria. Los buenos políticos, insinuó, son en esencia guerreros: “no es por casualidad que los grandes de un arte lo fueron del otro: Alejandro, Julio César, Napoleón, Bolívar…”. En opinión del ex asesor e ideólogo, convertido ya en aspirante a legislador, la política implica el enfrentamiento intenso de fuerzas antagónicas, el conflicto sin atenuantes entre los dueños y los viudos del poder. La política es, en suma, un juego de suma cero: la ganancia de unos es la pérdida de los otros. Y viceversa.

Es imposible leer a José Obdulio Gaviria sin pensar en Carl Schmitt, uno de los ideólogos del Nacional Socialismo alemán, creador de buena parte del cuerpo de doctrina del fascismo y defensor vehemente de la acumulación de poder en cabeza del Ejecutivo, la única rama del poder público que, en su opinión, reflejaba la voluntad popular. Schmitt creía, como José Obdulio, que la política era una guerra sin cuartel. La moral, escribió, se ocupa del bien y el mal; la estética, de lo bello y lo feo; la economía, de lo rentable y lo ruinoso. En la política, por su parte, la distinción fundamental es entre los amigos y los enemigos; entre el uribismo y el antiuribismo, diría José Obdulio.

Como escribió recientemente el politólogo Alan Wolfe, Schmitt consideraba que los liberales, los partidarios del poder restringido, eran idiotas útiles de los enemigos del Estado. La separación de poderes le parecía no sólo inconveniente, sino también peligrosa. “La excepción —escribió— es siempre más interesante que la regla”. En su opinión, el ejercicio del poder consistía no tanto en seguir unas reglas definidas de antemano, como en decidir cuáles reglas deben cumplirse y cuáles no. En otras palabras, el presidente en ejercicio debería tener el monopolio absoluto sobre la última decisión. En la ideología de Schmitt, las reglas no restringen el poder. Todo lo contrario: el poder determina la vigencia de las reglas. Y la voluntad del vencedor en la lucha política tiene primacía sobre las leyes y la Constitución.

La política, cabe decirlo de una vez, no tiene que ser una guerra. El parlamento no es un campo de batalla. El poder no es una cuestión de todo o nada. La política puede entenderse incluso como lo opuesto a la guerra, como una forma de canalizar las pasiones violentas y dirimir pacíficamente la pugna entre ideas contradictorias. La distinción es importante. La asociación de la política con la guerra no es meramente un símil equivocado. Históricamente quienes han creído que la política es equivalente a la guerra han terminado atrapados en la inercia del belicismo, en la dinámica envolvente de la conflagración armada.

Si nos atenemos a lo escrito por José Obdulio Gaviria, una nueva reelección del presidente Uribe implicaría cuatro años más de polarización deliberada y de subordinación de las reglas de juego a la voluntad del Ejecutivo. Todo en nombre de un cuerpo de doctrina prestado del fascismo y aplicado al pie de la letra en un país que lleva ya muchos años, demasiados, sin duda, tratando de diferenciar la política de la guerra.

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Intoxicación ideológica

El escritor bogotano Mario Mendoza, de 45 años, publicó el pasado mes de abril su séptima novela, Buda Blues. “Quizás es mi novela de mayor choque, de mayor fuerza”, dijo Mendoza en una entrevista reciente. “Un desgarrador aullido contra la sociedad y la especie, contra la desigualdad y la brutalidad, contra el capitalismo y sus vergüenzas, contra el American way of life, contra las convenciones”, dice la contracarátula de la novela. Sin ambigüedades, de frente, Mendoza ha expresado su propósito de hacer crítica social, de darle a su narrativa un contenido político, de combatir, desde la escritura, “el centro, la oficialidad y el interior del establecimiento”.
Intrigado (e instigado al mismo tiempo) por las opiniones políticas de Mendoza, decidí leer la novela. Me encontré de inmediato con una total falta de ironía, de humor, de escepticismo. El autor no logra separarse, diferenciarse de las opiniones (muchas veces absurdas) de los protagonistas. Uno de ellos es un profesor de sociología que un día cualquiera recibe una notificación de Medicina Legal conminándolo a dirigirse a la morgue con el fin de reconocer el cadáver de Rafael, un tío del que nada sabía hacía ya mucho tiempo. Rafael, un erudito insatisfecho, pasó los últimos días de una vida misteriosa en un inquilinato, rodeado de miles y miles de libros en varios idiomas, anotados todos en el lenguaje original.
Rafael condensó la totalidad de su erudición, de sus miles de lecturas en muchos idiomas, en un documento de cuarenta páginas que, vaya ironía, parece una muestra típica de marxismo de bachillerato: “las telenovelas, los seriados televisivos, los noticieros de radio que siempre mienten…, el concepto de belleza anoréxico y famélico…, el consumismo aberrante, el arribismo, la xenofobia creciente…, todo está perfectamente armado para que cada uno de nosotros caiga en la trampa y empiece a comportarse como los otros, a pensar lo mismo, a sentir lo mismo, a soñar lo mismo”. El profesor de sociología, supuestamente entrenado para apreciar los matices, queda inmediatamente descrestado con la perorata de su tío. Ciego ante la ironía, no se da cuenta del absurdo, de la erudición convertida en lugar común, de la literatura transmutada en un panfleto adolescente, y termina repitiendo el mismo discurso infantil y buscando refugio en el budismo zen.
La falta de ironía aqueja al tío, al sobrino y al autor, quien nunca trata de separarse del disparate. El novelista Juan Gabriel Vásquez ya había notado la carencia de ironía en los foristas que diariamente intercambian insultos en la prensa colombiana. Pero el mismo problema aqueja a muchos de nuestros escritores e intelectuales, que parecen haber perdido el sentido del humor, la capacidad de dudar de sus propias convicciones. Resulta representativo que, en la novela de Mendoza, la literatura universal sirva no para apreciar los matices, para entender la complejidad del mundo, sino para todo lo contrario, para alimentar una ideología gastada: “todos somos piñones de una gigantesca maquinaria”.
Buda Blues contiene, creo yo, una gran lección. La falta de ironía produce mala crítica social y mala literatura. “Fundaremos una religión donde abandonaremos el yo para unirnos a los otros en un gran abrazo musical”, dice uno de los protagonistas al final de la novela. Y este desvarío se debe, supone uno, a la falta de humor y a la intoxicación ideológica.
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La riqueza estúpida

Hace ya casi un siglo, el economista austriaco Joseph A. Schumpeter llamó la atención sobre la importancia de los empresarios, de aquellos que combinan la creatividad y la enjundia, y triunfan a pesar de los caprichos de la burocracia y la interferencia del Estado. Los empresarios schumpeterianos son héroes insatisfechos, rebeldes con causa que amasan grandes fortunas por cuenta de su creatividad. Su riqueza produce alguna desazón (la envidia instintiva de la especie) pero no genera un resentimiento generalizado pues la mayoría la considera una recompensa natural a unas habilidades extraordinarias.

Pero no todos los empresarios se ajustan al mito schumpeteriano. Todos buscan multiplicar su riqueza pero algunos lo hacen ya no explotando unas habilidades extraordinarias sino unos privilegios excepcionales. En muchos países, la enjundia innovadora deja de ser determinante y las buenas conexiones se vuelven fundamentales. Las decisiones púbicas (un arancel que se decreta, un monopolio que se concede, un contrato que se otorga, etc.) se convierten, entonces, en las causas primordiales del enriquecimiento, y la mayoría comienza, con razón, a sospechar de la riqueza, a percibirla como ilegitima o, en el mejor de los casos, como inmerecida.

Cuando el Estado adquiere un papel preponderante en la determinación del éxito económico, la gente intuye que el juego está arreglado de antemano, que la riqueza poco tiene que ver con las habilidades de los individuos y que el mito shumpeteriano del empresario heroico es en últimas una falsedad. El sistema pierde, entonces, legitimidad, con consecuencias potencialmente desastrosas. El populismo, por ejemplo, siempre ha florecido en los sistemas desprestigiados, percibidos mayoritariamente como injustos. “El gobierno —escribió hace un tiempo la revista inglesa The Economist—debe ser el árbitro, el contrapeso de los intereses privados. Si permite o estimula que las compañías privadas o los individuos adinerados lo manipulen, corre el riesgo de estirar la confianza en la democracia hasta el punto de rompimiento”.

En Colombia, la llamada Confianza Inversionista, basada en buena medida en el otorgamiento de privilegios, de favores y ayudas estatales, ha aumentado el poder discrecional del Estado. El escándalo de estos días, que involucra a los hijos del Presidente de la República, pone de presente los problemas que surgen cuando los empresarios nacen, crecen y se reproducen a la sombra del Estado. Probablemente miles de personas se han enriquecido en los últimos años por cuenta de decisiones burocráticas. Paradójicamente la Confianza Inversionista podría terminar menoscabado la confianza en la democracia y la credibilidad de las instituciones. “Nada corrompe más la sociedad que la desconexión entre el esfuerzo y la retribución” dijo Keynes hace ya muchos años.

No toda la riqueza genera resentimiento. “Los pobres sólo odian la riqueza estúpida” escribió Nicolás Gómez Dávila con evidente crudeza. La esencia de todo este escándalo, más allá de los personajes y los apellidos, es que las políticas económicas en Colombia promueven, cada vez con mayor fuerza, la acumulación de riqueza estúpida.

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Diatriba

Esta semana tuvo lugar en el recinto del Congreso de la República un foro sobre asuntos económicos. Varios académicos fuimos invitados a exponer nuestras opiniones sobre las repercusiones de la crisis internacional. Muchos de los participantes hicimos énfasis en el tema del empleo. Mostramos, por ejemplo, que la ocupación crece lentamente en los buenos tiempos y decrece rápidamente en los malos. Y señalamos la necesidad de una reforma de fondo que disminuya los impuestos al trabajo y elimine las exenciones a la inversión, esto es, una reforma que corrija el ostensible sesgo antiempleo de nuestro sistema tributario.

El ministro de la Protección Social, Diego Palacio, fue el encargado de responder a las críticas aludidas y de explicar la política de empleo. Inicialmente el Ministro felicitó con algo de pomposidad a los organizadores del foro. Luego mencionó, en su orden, la importancia de la Seguridad Democrática y la confianza inversionista, el desacreditado plan de choque de 55 billones y una anécdota insulsa sobre los call centers de Manizales. Finalmente señaló que las entidades territoriales comparten con el Gobierno Nacional la responsabilidad en el tema del empleo. El Ministro no respondió las críticas. No intentó siquiera una descripción superficial de una política coherente. Se dedicó en esencia a la recitación inercial de lugares comunes y eslóganes insustanciales.

La actitud del ministro Palacio sugiere no tanto el desconocimiento como el desinterés por los asuntos en cuestión. Yo no hablaría de ignorancia, sino de una mediocridad desafiante, de la desfachatez de quien no sabe y no le importa. No es la ignorancia ignorante de sí misma la que caracteriza al ministro Palacio: es la ignorancia vanidosa, apoltronada cómodamente en la arrogancia de las mayorías. La administración pública es una tarea compleja, llena de dificultades. Y por lo tanto no siempre la sapiencia de un ministro redunda en mejores decisiones. Pero los buenos ministros enaltecen la democracia, mejoran la calidad del debate, no necesariamente hacen las discusiones más productivas, pero sí más interesantes. Los malos ministros, por el contrario, degradan la democracia, anulan la controversia a punta de evasivas y lugares comunes.

Al final de su intervención, el ministro Palacio utilizó un argumento representativo de su talante. Muchos economistas que critican la política de empleo, dijo, jamás han creado un solo puesto de trabajo en sus vidas. Esta exaltación del empirismo vulgar revela el desprecio del Ministro por el conocimiento, por quienes han dedicado tiempo y esfuerzo a estudiar las complejidades del empleo y la política social. Llevado a un extremo, este argumento implica que el estudio de la economía es innecesario, que toda una tradición intelectual puede rechazarse sin mayor discusión, con el único argumento de que sus creadores no tuvieron la supuesta experiencia iluminadora de pagar una nómina. El pragmatismo barato, uno sospecha, sirve en este caso para disfrazar el desconocimiento y la inseguridad intelectual.

El problema del empleo es el mayor problema de la economía colombiana. Pero el ministro Palacio, el responsable del asunto, no parece interesado en el fondo del problema. Como se demostró esta semana, habla simplemente por hablar y saborea su ignorancia con un desenfado que resulta francamente ofensivo.

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Regionalismo rancio

El regionalismo ha vuelto a ser un tema frecuente de debate. Comienza a ser discutido por opinadores profesionales y aficionados. Y será probablemente uno de los temas centrales de la próxima campaña presidencial. Después de dos períodos de un Presidente manifiestamente antioqueño, dado a la teatralidad regional, muchos colombianos piensan que llegó la hora de cambiar de acento, de elegir un mandatario de otros orígenes, que compense por los ya muchos años de exhibicionismo antioqueño. La política, sobra decirlo, no sólo debe renovar el fondo, sino también la forma.

El renacer del regionalismo tiene un aspecto positivo. Promueve muchos debates urgentes que han sido olvidados en medio de la rutina de la violencia. Después de casi dos décadas de esfuerzos frustrados, el país no cuenta con una ley orgánica de ordenamiento territorial. La descentralización no ha logrado reducir las desigualdades regionales. La brecha entre unas cuantas ciudades y el resto del país ha crecido sistemáticamente. Las regalías no han sido un factor de desarrollo regional. Por el contrario, han sido muchas veces un factor generador de violencia y atraso. Los departamentos han perdido buena parte de su razón de ser. Muchos se han transformado en simples administradores de hospitales quebrados. En suma, los asuntos regionales merecen la centralidad que no han tenido durante los últimos años.

Algunos comentaristas confunden lo regional con el regionalismo. La semana pasada, en este mismo diario, Felipe Zuleta combinó los temas regionales de fondo con un regionalismo anticuado. Zuleta denunció las grandes inversiones del Gobierno Nacional en la ciudad de Medellín y sus alrededores. Pero no lo hizo de cualquier modo. Su denuncia contenía una referencia explícita a los “cachacos de fina estirpe”, los “nuestros”, tan distintos de los otros, los de “poncho y carriel”. “No hay la menor posibilidad que un paisa mire —como no sea para pedir votos— otra región distinta a Antioquia”, escribió Zuleta.

Zuleta había hecho varios comentarios similares en el pasado. El columnista recurre repetidamente a una caricatura eficaz, a la oposición entre bogotanos y antioqueños que fascinó a los científicos sociales hace varias décadas pero que perdió hace ya mucho tiempo cualquier validez. A comienzos de los años sesenta, el economista gringo Everett E. Hagen hizo una descripción concreta de uno de los estereotipos regionales que afloran con frecuencia en las opiniones de Zuleta. La élite terrateniente de Bogotá, escribió Hagen, “miraba con condescendencia a los antioqueños, porque para explotar las minas de su región encontraron necesario tener que trabajar con sus propias manos”. “Tenían tierra plana y rica y se burlaban (de los otros) porque su riqueza les permitía disfrutar la ociosidad”.

El regionalismo anula el debate urgente sobre lo regional. Es casi un anacronismo. Pertenece a una época previa a la aparición de un mercado nacional y de una clase profesional movible, sin grandes apegos regionales. Bogotá se ha convertido en un espacio de encuentro de todas las regiones, en la proverbial olla mezcladora de Colombia. En Bogotá, uno encuentra de todo, gentes de todo tipo menos “cachacos de fina estirpe”. Mucho ha cambiado en este país. Lástima que Zuleta no se haya dado cuenta.